Una obra puede no asumir responsabilidad alguna, tal vez argumente no perseguir pretensión alguna (aunque trataré de demostrar que no hay tal), pero no puede decir que pretende no decir nada. Para no decir nada no es necesario hacer una película, tampoco verla: por eso tenga cuidado aquel que quiera ir a ver cualquier película por no quedarse fuera de una conversación, piense en por qué ocurre eso, sepa que en dos semanas la conversación habrá desaparecido, o que la versión accesible estará a lo mucho en un mes en la esquina de su preferencia, y sobre todo que habrá hecho el mérito de no dejarse arrastrar por la cáustica curiosidad que la publicidad ha construido arrinconándolo al borde del consumo de productos que algunos tratan de ver como inocentes.
La cárcel está llena de inocentes.
Un difunto profesor mío, Claudio España, afirmaba que el cine de género es el entretenimiento de la clase media. No se equivocaba. Se podría decir que este oficio siempre ha tenido patas industriales desde el nickelodeon, el café de los artistas, o las moviolas del racista de Griffith, y siempre ha tenido la mira puesta en el sector de mayor capacidad de consumo por masa. Por ello el fracaso inicial del consumo individual de cine frente al del colectivo de una sala. Pero hacer y distribuir una película cuesta, a veces mucho, a veces demasiado, y donde hay capital hay capitalistas. Luego los años de oro del cine clásico norteamericano, pieza angular de los géneros, no son sino aquellos en donde el oficio cinematográfico había madurado lo suficiente para tener formas de un oficio propio: modos de filmar, de cortar, y de actuar frente a cámara, propias, suyas, pero ya entonces las películas y sus contenidos estaban regulados gubernamentalmente por las sencillas razones de que no podían ser fuente de material pre–revolucionario con el statu quo de la Guerra Fría, y era y será para siempre, un gran negocio internacional vender el way of life norteamericano. Código Hays, y uno que otro escándalo, con el advenimiento de la televisión la forma de vender un Ford o un blue jeans se diversificó y coincidentemente terminó el periodo de oro.
Al Perú nunca le ha tocado cosa parecida como un periodo tal en el cine, un llano y burdo binomio de muchas películas y mucho consumo, que sí ha ocurrido en los ‘50 en México, o en la Argentina de los ‘30. Pero por acá hay algo parecido en la televisión: mucha producción y mucho consumo, con una necesidad inequívoca de promocionar el consumo con una direccionalidad al grueso de la clase media, la protagonista de novelas, series, concursos, posición que ahora comparten con la baja porque los productores se han dejado de mezquindades discriminatorias y han visto con buenos ojos el dinero de gente más pobre. Esta televisión dirigida al público sectario en base a la conducta aspiracional de la sociedad de clases, es la cancha donde el director de A los 40 se ha formado.
Bruno Ascenzo destila en su ópera prima de largometraje todos los recursos opacos de la televisión peruana. No sabe montar: corta cuando no debe esperando un momento de más después de un diálogo o una acción que incluso a veces remata con un racord de miradas si hay dos o más personajes esperando no entiendo qué, además de haber una pobre continuidad entre plano y plano de una misma escena, y en las coreografías, que son varias y debieron haberse hecho todas en dos tardes, no plantean el más mínimo esfuerzo por ceñirse a un desglose de montaje. Probablemente no exista uno aún cuando a veces llega a tener 30 personajes en plano. Y esta falta de continuidad es potenciada porque los personajes andan a mil por hora y es difícil esconder el corte, y valgan verdades el montaje escondido acá era más que necesario para pulir el ritmo de una comedia–dramática–publicidad, entonces no viene al caso esa serie de jump cuts que por ratos se ha licenciado en usar, porque por más duro que suene su música empática no esconde la construcción, y aún cuando sus actores no den la talla, quedan ya muy expuestos por la poca conciencia (quiero creer que no es una decisión) de los ejes y el racord con que se han acuñado la concatenación de planos en varias secuencias de mucho corte.
Ascenzo seguramente debe haber visto como correcta, en los muchos años que lleva entre canal y canal, la expresividad de Gisela Valcárcel, epítome de la naturalidad para una cámara según la televisión, pero habría que recordarle al director, que paradójicamente también es actor, que una película tiene un trabajo de construcción de tono que no consiste en poner a actores a tirar diálogos frente a una cámara, y que los actores pueden tener muchos más recursos que hacer gestos con las cejas, las manos y toda la expresividad corporal como si fuese una rutina de casting para publicidad. Pero donde más notoria es su formación es en el uso de acentos de música empática a modo de remate temático en muchas o casi todas las secuencias: pocas veces después de este recurso es más fácil decir que se trata de un programa de televisión largo.
Si alguna licencia cinematográfica se ha dado puede ser sobre todo notoria en el uso fácil de lisuras, pero lo hace para rebuscar el chiste y otra vez volvemos a la televisión, a la de Fujimori.
Sacando el nivel que consigue Wendy Ramos de un personaje trillado, y por la conciencia que tiene de los arquetipos de su papel en función a hacerlo corto de rangos, chato de ideas, y no por ello menor, hay un espacio seguro que habita Ascenzo y del que claramente no desea salir. En él se recitará lo siguiente: se es bueno cuando se vende, y cualquier cosa es soportable con un final feliz lleno de amor. Para él el dinero es la aceptación, y más, la validación, y luego el amor duplica lo mismo y lo trata igual. Le basta con que estén. Entonces traigamos a lo mejor de la feria y tendremos lo más válido: Machín haciendo otro payaso justificado con el consumo casual –cuán distinto sería el caso si no fuese así– de marihuana, Johanna San Miguel haciendo un poco de Queca y un poco de presentadora (doblemente) hipócrita, una reunión de ex clowns, a Andrés Wiese de galán, y luego pongámolos a todos a llorar un rato para finalizar sonriendo en un abrazo al poniente… ¿Dónde vi esto antes? ¿A alguien le sorprende el «éxito»?, y más, ¿a alguien le sorprende que sea tan básico?
Hay algo más que llama la atención: las secuencias de cierre. El guión nos ha llevado al planteamiento de ciertos conflictos en esta película coral que se lleva a cabo en el marco de la reunión escolar, que deben rondar los sesenta minutos de sus ochenta y cinco totales. El primero sería el de una pelea de novios donde de alguna manera ha quedado expuesta que en realidad el novio no se quiere casar, ¿cómo se resuelve?, con el hombre, a sazón el papel de Alcántara, cantando una canción que le acaba de componer, terminando con la reclamada propuesta. Luego está el de un par de amigas que tuvieron una relación amorosa de niñas y que ha vuelto a salir a la luz antes de que una rechace a la otra por pudor, ¿resolución?, la aceptación de su homosexualidad con discreción y un abrazo cómplice en medio de un baile después de la canción del novio que se acaba de declarar. Luego está un par de cuarentones que parece se han enamorado pero nadie se atreve a nada, nadie sabe por qué, ¿desenlace?: un baile y una presentación formal de intenciones en medio claro del mismo marco.
Finalmente hay un conflicto que parece más álgido –aunque francamente es más de lo mismo– de una madre que se pelea con su hija porque ésta no acepta que la mamá salga con un chico de su escuela de chefs, y que se resuelve con que la madre va a buscarla a la playa donde, casualidades de la vida, la nada mimada hija parece ir a deprimirse, se disculpa –sí, eso, se disculpa– para luego abrazarla mientras le dice que ella es lo más importante en su vida, genuflexa y conciliadora imagen que solo es interrumpida cuando el resto de los personajes llegan del colegio (que está en Chaclacayo por lo que la diégesis plantea la enorme intriga de la suntuosa velocidad del bus escolar de los años cincuenta que han elegido) para terminar todos mojándose en el mar, mientras sonríen a más cuadros por segundo en un ocaso limeño, mientras resuena un cover sorprendentemente más meloso que la versión original de la canción Cuéntame.
Esta sopa de cursilerías cocinada de la peor forma, con las carencias que he enumerado, expresa un discurso que encierra 1) Dado que «todos coincidimos» en que el amor es lo que más importa puedo descuidar supinamente las formas porque a fin de cuentas: 2) Por sobre todas las cosas está la taquilla, se puede hacer una sumatoria de elementos, que seguro estuvieron en un plan de mercado, como que sea una película sobre el amor, con Alcántara, Queca, Wendy, Carlín, con desnudos de Wiesse –que incluso maximiza su sexualidad siendo cogido de las bolas o sugiriendo una constante performance sexual con su novia–, con lisuras, con la grasa que cree que constituyen para su relato las canciones populares, acentos sonoros, animación de los créditos, decorados recargados, o incontables e innecesarios movimientos de cámara, y estará plenamente validado; 3) El límite de las relaciones amorosas está en el qué dirán y luego en la moral: las relaciones homosexuales se pueden tener, siempre y cuando no armen escándalo; no se puede fornicar con quien se quiera si ello «destruye» la familia, aún si la familia la componen seres detestables y egoístas; 4) En el cine de género, en función de la generación de un tono, puede sumar cualquier herramienta narrativa y estará justificada: y tal vez por eso la confusión aquella que esta película es mala por el solo hecho de ser de género. Falacias. Hay mil razones por las que es pésima que nada tiene que ver con sus géneros.
Pero nada de esto es nuevo, es tan mala como varias otras, mas muchos detectan un cambio a partir de las dos películas de Tondero. Existe uno, es sensible, pero el cambio no es en las películas, mucho menos en ésta donde no hay mayor avance ni para atrás ni adelante, es en la actitud del consumo donde radica el cambio y por ende no se puede decir alegremente que el cine cambió, sino llanamente que hay más productos –alentados por la empresa privada que reclama ridículos placement en toma; revisen la opinión de Luciana Olivares, gerente de publicidad de un banco que paga parte de la producción: «No se trata de hacer una película con publicidad sino de lograr una publicidad de película»– y luego que hay mayor consumo de ellos. No habrá mejores técnicos, guionistas, actores, ni un desarrollo cultural por estas películas porque en ellas radica aquello que de por sí mutila su capacidad: si tienes la ne–ce–si–dad de vender el resto de metas están supeditadas a ella, y si la fórmula se las dona la televisión para acercarse a la efectividad que buscan, pues se limitarán a lo mucho a hacer lo que allí no pueden y tirarán lisuras, habrá una escenita gay, trabajarán en formato ancho, usarán exteriores y lógicamente luz natural, o tal vez haya alguno que otro uso narrativo de la profundidad de campo o la variación de foco, pero estética y narrativamente no necesitan mucho por el simple hecho que no se les exige más, porque ese más no es solo arriesgar sino que es un error ideológico.
Producir, rentar, redituar, generar utilidad, beneficio, nada de esto es sinónimo, pero aún lo es, y parece que se puede llegar a una confusión tal en la cual la producción cinematográfica está asociada a su capacidad de beneficio y luego se borre lo cinematográfico, ni qué decir que la materialidad y el materialismo huya del interés del arte. No hay que ponerse a cortar fino cuando se dice que si se busca una suerte de Revolución Industrial en el cine, sus productos no tienen porqué ser enlatados de consumo rápido, dado que el espíritu humano, su reflejo y su proyección, no se escurren gratuitamente en textos cuya exclusiva pretensión se mida en ceros. Aún con lo funesto de este panorama, se ha repetido una retórica sobre la película: no hay porqué ser objetivamente crítico con ella dado que por fin hay gente en el cine viendo una cinta peruana. Incluso los propios productores reclaman que ellos han arriesgado haciendo una película: a ese nivel de cinismo se ha llegado, solo falta que digan que «total, todos somos peruanos» y el beneficio de uno es el de todos, porque de lo que se trata para ellos, como para un famoso teórico del cine de apellido Bullard, lo que importa del cine no son las películas sino el crecimiento de un engranaje del mercado, uno más a fin de cuentas. Para ellos no debería decir algo como que a medida que el mercado asuma que se puede hacer de todo y finalmente de todos, ello diluya la voluntad, ni qué decir del discurso, y entonces vendrán peores tiempos, porque ello anunciará el prefacio del estallido de alguna pulsión violenta que opere en quien literalmente vea agotada su posibilidad comunicativa.
Y así la inocencia del criminal.
Vivimos nuestra belle epoque. La hora de la negación. Allá, lejos, la leche Enci, las colas, el coche bomba, los dólar MUC, tan allá que es hasta encomiable su recuerdo en el cine. Acá, la Marca Perú, la libre circulación en Europa, los restaurantes Astrid & Gastón. Ocurre mucho en Lima que la gente gusta decir que se está bien, que la situación del país es buena, y eso en referencia a una economía que peleaba a Zimbawe los peores índices. Pero cabe recordar que los índices son números, no recogen el movimiento ideológico o histórico: existe ya un error en hacer la historicidad en base a hechos concadenados y luego uno peor en traducir hechos a números, y uno absurdo y oligofrénico en festejarlos. Afirmar que se está bien hoy en Lima es decir que está bien el precio de la papa porque allá en la sierra el productor asume el semi–regalo al venderla, que es tema menor la burbuja inmobiliaria que oxigenan felices los créditos por décadas que otorgan los bancos frente a un sueldo mínimo parecido al de Myanmar, que las empleadas del hogar cobran poco o nada porque viven gratis en las casas de sus patrones, y que finalmente el no afrontar esos hechos es porque hay que seguir produciendo y no hay tiempo para pensar en más, máxime esto al crecimiento de la clase media, que la producción Es la clase media, y que la vox populi sean ellos mismos, y observe la altura de una muralla que ahora se rodea de textos que se fortifican a sí mismos. ¿Tengo que festejar el hecho de hacer una película con espíritu empresarial por el hecho de que es una empresa más en este país?
Esta es la actitud que algunos quieren arrimar a la sala de cine. No se trata solo de suspender temas para contribuir a la diégesis del género, cosa que fácilmente se puede traicionar cuando los artificios del mismo terminan acuñándose con una espantosa falta de oficio, se trata de prolongar la suspensión para siempre. De conformarse con todo dado que no es Lo importante, e inferir que la vida no transita más que en el poner el cuerpo al servicio del beneficio. Película para pasar el rato quiere traducirse como que hay algo de lo que hay que escaparse y entonces estas películas quieren postularse como un placebo, pero ahí el tema de su culpa, de la mentira de la afirmación de no pretender nada: no es que no aporte hacia una solución, opera como continuación de lo mismo porque reafirma sus valores, no solo les cede campo, le rinde tributo. En realidad el censor del pensamiento crítico está gozando a un nivel hipnótico, o pre–ideológico, las bondades de la cocaína de las dinámicas del ahora, pero le aclaro que si desea refugiarse en la mentalidad imperante, en comparación con los países modelo de asentamiento del mercado a sus otros los une antes que la solidaridad, el amor al ceviche, antes que la civilidad, la admiración por la viveza, antes que la confianza por un pueblo, la simbología de un país. Esto es lo que se desea sostener.
Pero hay otra actitud posible: la coprofagia es el simple reciclaje de mi entorno. Y esto es lo más optimista que se deriva del visionado de esta película: el hecho de verla, de tan vacía, de tanto ser solo la cáscara de un producto que envuelve los valores de sus aspiraciones más obscenas, nos enfrenta abiertamente al esqueleto de una mentalidad.
Ahí lograste otro cliché, Ascenzo: una calavera en la mano.
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