El lobo de Wall Street hace una crítica ética –y de fuertes connotaciones políticas– al capitalismo financiero estadounidense, la que adquiere contundencia y verosimilitud al estar basada en el libro testimonial de Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio), un corredor de bolsa en Wall Street que describe una odisea de auge y caída provocada por sus manejos fraudulentos. Desde un punto de vista ideológico, el filme cuestiona a profundidad los valores arraigados en la sociedad norteamericana y que el cine de Hollywood difunde a raudales en sus producciones. Mientras que desde el punto de vista político, la obra puede ser considerada como una anticipación de los manejos bursátiles que llevarían a la crisis sistémica de 2008, cuyos efectos continúan en la actualidad.
En una de las primeras (de las varias memorables) secuencias de la cinta encontramos claramente definido el enfoque crítico del director Martin Scorsese. Aquella en donde el relativamente veterano corredor de bolsa (o broker) de la firma L.D. Rothschild, Mark Hanna (en extraordinaria aunque breve interpretación por Matthew McConaughey), le explica a su joven aprendiz Belfort los secretos del negocio. Lo primero que Hanna le dice es «aquí no producimos nada» y luego le aclara a Jordan que el objetivo del profesional de Wall Street no es ganar dinero para sus clientes, sino ganar dinero para ellos mismos, los corredores de bolsa. La clave consiste en enganchar a los clientes para que, luego de ganar en una operación bursátil, continúen comprando y nunca lleguen a sacar su dinero, sino que lo sigan invirtiendo; mientras que el broker sí saca su comisión. Para ello hay que crear la ilusión en el inversionista de que «gana dinero» permanentemente mientras que en realidad quien lo hace a costa suya es el corredor.
Para que ello se mantenga es necesario que el broker convierta al inversionista en un adicto al juego de la bolsa. Recordemos que «aquí no producimos nada», solo jugamos –ganamos o perdemos– con el valor ya producido por la economía real. Estamos en un espacio donde las acciones suben o bajan de precio, algunas de manera previsible, otras, imprevisibles, por causas muchas veces arbitrarias o inesperadas, como en cualquier otra actividad donde interviene el azar. El sebo, por supuesto, es el dinero. Estamos ante un juego que, como tal, puede convertirse en una ludopatía que se retroalimenta de la codicia. Para el logro de este objetivo todo recurso persuasivo vale: sesgo, exageración, manipulación y hasta mentira. En esta casa de juego llamada Bolsa de Valores de New York, los templos son las agencias de bolsa y los corredores los sumos sacerdotes, quienes poseen poderes supuestamente oraculares con las que enganchan a los inversionistas.
A la adicción del cliente le siguen las adicciones de los propios brokers: alcohol, drogas y sexo, a las que Hanna induce desde el primer momento al aún inexperto Belfort. La adicción al alcohol y las drogas (especialmente, la cocaína) la explica por la necesidad de estar despiertos y atentos durante toda la frenética jornada telefónica destinada a enganchar y reenganchar a los clientes para seguir sacándoles la plata. El sexo –y, en particular, la masturbación reiterada durante la jornada diaria– es la compensación necesaria a este esfuerzo y añade una dosis extra de excitación a la labor cotidiana: «aumenta el flujo sanguíneo que produce ideas» persuasivas. Estas adicciones son presentadas como recursos necesarios desde un punto de vista profesional.
Todo este presunto know how –acompañado de cierto ritual– tiene como trasfondo la necesidad de gratificación inmediata, como la que provee cualquier vicio o adicción. Primero la obtención rápida, continua e interminable de dinero a costa de otros. Y, luego, la necesidad (creada) de satisfacción personal inmediata como premio a ese esfuerzo. El detalle del onanismo añade un toque narcisista al oficio y hace de puente con la adicción al sexo por dinero (prostitutas), así como a la adicción a otras drogas, que Belfort luego desarrollaría. Esta hiperestimulación, añadamos, es consistente también con las características de la sociedad post moderna, la del hiperconsumo y la adicción a las nuevas tecnologías de la comunicación (desde los videojuegos hasta las redes sociales) que están a la base de la llamada civilización del espectáculo.
Pero no nos adelantemos. Esta secuencia desnuda claramente los mecanismos de funcionamiento de Wall Street. No representan la práctica de un corredor–estafador específico, sino un conjunto de comportamientos comunes a la actividad de la Bolsa de New York, los que son funcionales a la manipulación y el fraude, como en el caso que se muestra en la película. En la cual hay al menos dos secuencias más donde se puede identificar la enunciación de un discurso crítico.
La siguiente escena clave ocurre luego de que la crisis de 1987 hiciera quebrar a la firma L.D. Rothschild, donde Belfort se había iniciado. Ahora él está juntando un equipo de futuros corredores para su propia empresa –Stratton Oakmont– y les explica el punto de partida de su filosofía y base del negocio: «todos quieren volverse ricos» y no hay nadie que no quiera o desee serlo. De esta manera, establece el afán de lucro y el estímulo a la codicia como el pilar fundamental de la actividad bursátil. Al mismo tiempo, separará a aquellos que quieren ser ricos de aquellos que no: los losers o los pobres. En este esquema mental, los losers son gente con muy bajo o nulo nivel intelectual (y/o baja autoestima) en busca de mejores perspectivas para sus vidas, mientras que los pobres son pobres porque quieren, ya que el capitalismo financiero les ofrece dejar de serlo y enriquecerse muy rápidamente.
Esta idea se desarrollará en la notable secuencia donde el protagonista intentará sobornar a su perseguidor, el investigador del FBI Patrick Denham (Kyle Chandler) y, luego, en dos breves pero significativos episodios más, donde veremos a estos losers en situaciones distintas: unos en el mismo vagón del metro con Denham y el otro en Nueva Zelanda, siendo entrenados por Belfort; simbolizando a aquellos que seguirán siendo pobres y los que posiblemente se volverán ricos, respectivamente. Esta visión cínica, simplista y maniquea de la pobreza se extiende a todos aquellos que reconocen otros valores por encima del dinero, como el citado agente del FBI. La promesa es el éxito a cualquier precio y quienes no lo aceptan o lo combaten son perdedores. Cierto que es una idea muy primaria y está referida a un grupo de estafadores (aunque poderosos y prestigiosos en su momento), pero, justamente, la película muestra cómo este concepto ideológico primario está en la base del trabajo en las agencias de bolsa y es funcional al delito en ese contexto.
Volviendo a la secuencia de fundación de Stratton, allí Belfort presenta su agencia como si estuviera compuesta por los integrantes del Mayflower, la nave en la que llegaron los primeros colonos a los Estados Unidos. Y, más adelante, en un discurso ante la agencia ya en la cúspide de su fama (y, al mismo tiempo, el comienzo del derrumbe), la presenta como un crisol de razas y diversidad, como la Isla Ellis (donde se recibían a los emigrantes que llegaban a New York), sugiriendo que su actividad profesional es fruto de la mentalidad emprendedora de sus integrantes. Y tomó luego el caso de la primera entrevista con una de sus empleadas, madre soltera que le pidió trabajo y cinco mil dólares de adelanto, a la que Belfort le dio en ese momento 25 mil dólares. De esta forma, la puso como ejemplo de esa tierra de oportunidades que es Estados Unidos y de cómo esto puede aprovecharse gracias a lo que en Perú llamamos «emprendedurismo». Este enfoque épico –al que habría que añadir el anti intelectualismo–, simbolizado gráficamente por un león, está en la base de la «marca» Stratton.
Lo interesante es que el filme muestra como sustento de estos valores a la codicia y la estafa bursátil a gran escala; es decir, incluye los valores primigenios, ab origine, de la sociedad yanqui y del capitalismo financiero como parte de una gran farsa. Este toque amargo, punzante, está apenas insinuado en la cinta, pero no puede ser obviado ya que se trata de escenas y breves episodios que destacan en medio de la vorágine desenfrenada, divertida y extravagante en la que transcurre esta película de tres llevaderas horas de duración. Y sugiere que los más sagrados valores de la sociedad y la cultura norteamericanos podrían ser, en realidad, un engaño alentado por la codicia y el fraude, sus verdaderos sustentos.
Este discurso ideológico representa el punto de vista del protagonista –que el filme cuestiona–, el cual está muy marcado por la voz en off que lo acompaña casi desde el comienzo, hasta llegar a la apelación directa del personaje (ante la cámara) al público. Discurso a la vez cínico ya que no oculta sino que festeja las manipulaciones que lo llevan al éxito. Y punto de vista que impregna no solo el contenido de la obra sino también buena parte de los aspectos formales y hasta estilísticos utilizados por Scorsese.
Así, en materia de montaje, la doble narración de una situación (una parcialmente imaginada y otra real, con fines humorísticos o dramáticos) representa el tránsito de la relativa irrealidad producida por la droga al desagradable despertar luego de pasar sus efectos; mientras que el ritmo creado entre las situaciones a tempo acelerado (dominantes) y las repentinas tomas frizadas, en cámara lenta o los cortes bruscos, potencian la ansiedad que acompaña a las adicciones y acciones mostradas en la película. La labor «pedagógica» del protagonista al entrenar a sus pupilos es mostrada con un montaje veloz pero también casi didáctico, cuando empieza vendiendo acciones de a centavo a clientes pobres prometiendo ganancias fabulosas. El trabajo corporal de Di Caprio en estas escenas así como en la memorable secuencia de intoxicación retardada con qualudes sugieren el retorcimiento moral de Belfort, siempre en clave cómica. Al igual que las orgías coreográficas resaltan su cinismo, al combinar la lujuria y hedonismo con las marchas festivas que acompañan las efemérides yanquis. En esa línea, en cuanto al trabajo de cámara, las varias angulaciones y encuadres distorsionados enfatizan la presencia y el liderazgo del protagonista, pero a la vez sugieren visualmente el trastocamiento de valores (éticos, bursátiles e ideológicos) que encarna. Asimismo, los vertiginosos travellings en las oficinas de Stratton no sólo buscan evitar el estatismo de cabeza parlante durante los discursos de Belfort, sino también mostrar la expansión de la firma y el poder adquirido por ésta; que ilustra la superación de la baja autoestima inicial de sus principales socios, representada por el juego de tiro al blanco con enanos.
Pero lo predominante es el tempo rápido en el que transcurre la película, que soporta esa idea básica de obtener grandes sumas de dinero en poco tiempo y la gratificación inmediata del logro obtenido: las orgías en las oficinas o aviones se replican en las fiestas y la vida privada del protagonista y sus compinches, articulándose ambos niveles con la acción dramática que se las arregla para incluir los episodios más extravagantes de la frenética odisea belfortiana. Mientras que la reiteración de las ordalías simbolizan la acumulación de dinero por Stratton mediante métodos fraudulentos.
Lo admirable del trabajo de montaje –a cargo de Thelma Schoonmaker– es cómo se las arregla Scorsese para que, pese a esa velocidad trepidante de imágenes, las situaciones resulten claras para el espectador. Para ello combina ese montaje cuasi didáctico y con gran economía de medios (escenas de la descripción del guionizado enganche de clientes o de la descripción de las distintas fases de sesiones con drogas), con los vertiginosos travellings, tomas bizarras y otros efectos mencionados más arriba. Además, hay un juego acumulativo de redundancias y develaciones visuales destinado a que las ideas que quiere transmitir permanezcan en la mente del sobre estimulado público; y, al mismo tiempo, constituye un gancho para que vuelva a ver la película (lo que me ocurrió y sin duda me volverá a ocurrir).
En consecuencia, estos procedimientos formales y estilísticos no son un ejercicio gratuito para mantener el interés del espectador, sino que constituyen un soporte fundamental al punto de vista del protagonista, el cual debemos complementar con algunas gotas de honestidad presentes en el testimonio de Belfort. El protagonista es presentado (o se presenta) como alguien muy limitado, inmaduro y poco consciente de su propio poder. Para empezar, vemos que tras su salida de Rothschild fue su esposa Teresa (Cristin Milioti) quien le dio la idea a su deprimido cónyuge de ir a una pequeña firma de Long Island, donde se recuperaría económicamente, mientras que quien lo empujó a formar su propia empresa fue Donnie Azoff (Jonah Hill), que luego sería su principal ayudante. Ambos tuvieron mayor «olfato» y audacia que el propio Belfort. Luego, cuando conoce a quien sería su segunda esposa, la modelo Naomi Lapaglia (Margot Robbie), es ella quien toma la iniciativa en el plano sexual ante un inseguro partner; y en todo el episodio de la separación, Belfort es prácticamente un pelele vapuleado por Teresa. También demuestra falta de experiencia en las ligas mayores de la corrupción financiera y la seducción amorosa, al relacionarse con el banquero suizo Jean–Jacques Saurel (Jean Dujardin), con el apoyo de Emma (Joanna Lumley), la tía de Naomi; aquí Scorsese utiliza la voz en off de los tres personajes para mostrar no solo lo que piensan (siempre en tono irónico) sino también para remarcar las limitaciones de Jordan en ambos aspectos. Mientras que en sus decisiones sobre su helicóptero y su yate, el protagonista se muestra peligrosamente irresponsable. Ni siquiera tiene el mínimo de malicia para protegerse o llegar a un arreglo con el FBI durante las investigaciones que lo conducirían a prisión.
En suma, Belfort tiene un gran talento para persuadir y es un excelente vendedor de sí mismo, pero nada más. Mientras consiguiera incrementar su fortuna (y defenderla) no se preocupaba de lo que podría ocurrir, fuera de las drogas y el sexo que salpicaban las entretenidas y divertidas situaciones que ilustran los puntos arriba citados. Limitado al placer instintivo (deliciosa escena con Naomi con piernas abiertas), era incapaz de mantener una relación emocional adulta con una mujer y estaba dominado por la vanidad y el narcisismo, que a la postre lo empujarían a su caída. Carecía de habilidad para encarar a la ley, de sentido común para seguir los consejos de su abogado o su padre Mad Max (Rob Reiner), y menos aún, visión para conseguir respaldos políticos. Se trata de un personaje casi unidimensional, mientras que sus subalternos son prácticamente unos subnormales lindantes con el lumpen (secuencia del interrogatorio y tortura al mayordomo gay), aunque muy divertidos (a su pesar). El punto es cómo gente tan limitada puede acumular tanto dinero, causar un daño enorme a otros y, sobre todo, cómo el entorno lo facilita. En otras palabras –e incluso aceptando que los brokers de Wall Street no fueran taaaaaaan brutos como esta peculiar pandilla–, qué factores permiten que estas situaciones ocurran en la cúspide del sistema financiero de la primera potencia mundial.
Para ello debemos revisar las connotaciones políticas derivadas de este filme. Al mostrar tanto el funcionamiento del mercado de valores en Estados Unidos durante los años 90 y el caso específico de Jordan Belfort, es posible ver esta obra como una anticipación, en pequeña escala, de la crisis bursátil de 2008. Pequeña porque en comparación con el gran estafador de la pasada década, Bernard Madoff, Belfort se queda chiquito: él adeuda poco más de 100 millones de dólares a sus clientes, mientras que Madoff cumple condena de 150 años de prisión por una deuda de 50 mil millones de dólares. Y si bien Belfort no generó una crisis bursátil, sus métodos –expandidos y aún más acelerados por el llamado capitalismo informático– condujeron a una crisis que produjo la quiebra de más de medio millar de bancos en Estados Unidos, así como la pérdida de cientos de miles de viviendas y la destrucción masiva de empleos. Estas consecuencias se extendieron a gran parte de Europa y sus consecuencias perduran en la actualidad.
Cuando se lee sobre los ciclos económicos y las crisis periódicas de la economía mundial, pareciera que se tratara de fenómenos naturales o –bajo la profusión de cuadros y gráficos estadísticos– de leyes relativamente ajenas a la acción social. En esta película se describe de manera vívida, con feroz veracidad y una dosis de cinismo el comportamiento humano, demasiado humano, con que se crean las condiciones y ocurren las crisis bursátiles, así como la filosofía (léase ideología) que subyace a tal comportamiento.
La importancia de la película tiene que ver también con el contexto económico actual, en el cual los efectos de esta crisis se mantienen. Así lo señala el Premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, que en un reciente artículo advierte que estamos ante la posibilidad de un estancamiento secular de la economía mundial: «Poco después de que estallara la crisis financiera mundial en el año 2008, advertí sobre que a menos que se adopten políticas adecuadas, se podía asentar un malestar al estilo japonés, es decir, un crecimiento lento e ingresos casi estancados durante muchos años. Si bien los líderes a ambos lados del Atlántico afirmaron que habían aprendido las lecciones de Japón, rápidamente procedieron a repetir algunos de los mismos errores. Ahora, incluso un ex funcionario clave de Estados Unidos, el economista Larry Summers, realiza advertencias sobre el estancamiento secular».
Al mismo tiempo, vivimos un resurgimiento de la actividad bursátil en la bolsa neoyorquina y en otras, con la reaparición de los mismos «instrumentos tóxicos» que llevaron a la catástrofe del 2008. Así lo revela, por ejemplo, Gillian Tett, en un artículo publicado originalmente en el Financial Times, un medio que difícilmente podría ser calificado de heterodoxo: «Hace cinco años, los préstamos ‘subprime’ [de alto riesgo] representaban apenas un décimo del total; hoy representan un tercio», por lo que «[l]as agencias de calificación crediticia están empezando a dar muestras de nerviosismo. Algunos de los jugadores más inteligentes de Wall Street están retirando su efectivo silenciosamente». El artículo, referido al mercado automotriz en Estados Unidos, concluye diciendo que esto «…es un claro recordatorio de que parte de la recuperación actual [2013] de los EE.UU. se basan en cimientos tambaleantes» (Diario El Comercio, suplemento Portafolio, jueves 17 de abril de 2014, Lima). Si sumamos la tendencia al estancamiento de la economía con los «cimientos tambaleantes» de la recuperación a partir del inicio de nuevas burbujas financieras (embriones de próximas crisis), sabremos por qué esta película seguirá vigente.
Es curioso que El lobo de Wall Street haya sido cuestionada en su país por hacer una apología del delito bursátil (y no, como sostenemos aquí, por ser justamente una crítica de tales fraudes). Sobre todo se menciona que no se muestra a las víctimas de Belfort y que no se condene explícitamente estas prácticas. Una puesta en escena que describe de manera fiel, detallada y amplia las acciones y pensamiento de Jordan Belfort, como lo hace esta película, no necesita mostrar ni explicitar estos elementos, ya que de la riqueza de sentido de esta obra pueden deducirse esos y otros contenidos obvios aunque no explícitos. Así, los rostros anónimos y vacíos en los dos breves episodios citados anteriormente (en el metro neoyorquino y en Nueva Zelanda) podrían representar muy bien a las víctimas del estafador. Mientras que la acción del FBI representa una sanción, aunque tardía. Y digo tardía porque la estafa de Belfort, como la gigantesca de Madoff, fueron advertidas públicamente con varios años de anticipación sin que hubiera organismos de regulación eficaces –como tampoco los hay en la actualidad– que las pudieron haber prevenido o detenido en sus comienzos.
En esa línea, otro episodio de supuesta «apología» ocurre cuando la revista Forbes denuncia premonitoriamente a Belfort como «un Robin Hood perverso que roba a los más ricos para entregar el dinero a sus alegres corredores» y entonces, al día siguiente, aparecen montones de jóvenes a ofrecer sus CV para obtener un empleo en la agencia Stratton. Aquí justamente se evidencia esa tendencia a la hiperestimulación de la cultura post moderna aplicada a los manejos bursátiles. Se exhibe el mercado desregulado y las oportunidades para hacer dinero rápidamente bajo patrones de comportamiento hedonistas y narcisistas muy propios de la civilización del espectáculo. De allí que Belfort escenificara sus orgías y adicciones no solo en las oficinas, sino también públicamente en yate y aviones; y los mostrara como espectáculos, como representaciones de su propio éxito, ad majorem gloriam suya y de sus corredores. Este era un plus muy atractivo para jóvenes acostumbrados al placer, la gratificación inmediata y el mínimo esfuerzo intelectual. Lo que se intensificaría en la primera década del presente siglo con la introducción de las TIC en el denominado capitalismo informático, con las consecuencias referidas más arriba.
La crítica a Wall Street es, pues, devastadora al mismo tiempo que detallada y con evidentes ramificaciones hacia el contexto económico y cultural actual. Por tanto, sorprende que se la vea como una obra apologética del capitalismo financiero y no al contrario, como una película que lo critica fuertemente. Es posible que el problema esté en quienes la cuestionan por complaciente, como si estuviéramos solo ante al retrato de un estafador, ante excesos de un sistema necesario. Como si el mercado bursátil desregulado fuera un mecanismo inamovible, fatal y que lo condenable estuviera únicamente en los que se aprovechan para cometer fraudes en ese mercado.
Si fuera así, esto revelaría lo limitado de una crítica puramente ética, como la de Scorsese, pues los contenidos políticos no tienen un nivel de enunciación que pudiera haber completado la visión que ofrece el genial director norteamericano; y evidenciado la necesidad de acciones serias y profundas para regular este mercado, sancionar a quienes lo han desbocado y poder así recuperar la confianza necesaria para superar las consecuencias del crack bursátil. Algo que obviamente ni Marty ni Hollywood harían. No solo por lo artísticamente difícil del intento, sino por falta de convicción política al respecto. Si nuestros países tienen la llamada maldición de las materias primas, que al tenerlas en abundancia tendemos a vivir de ellas (sin estimular la diversificación productiva) y despilfarrarlas, en los Estados Unidos parecen tener la maldición de la sobreproducción y exceso de riqueza, la que están permanentemente ruleteando en un juego a veces parecido al que practicaba el famoso personaje de Chaplin con el globo terráqueo.
EL LOBO DE WALL STREET
EEUU, 2013, 180 min.
Dirección. Martin Scorsese
Intérpretes: Leonardo DiCaprio (Jordan Belfort), Jonah Hill (Donnie Azoff), Matthew McConaughey (Mark Hanna), Margot Robbie (Naomi La Paglia), Rob Reiner (Max Mad Belfort), Jean Dujardin (Jean-Jacques Saurel), Kyle Chandler (Patrick Denham), la tía Emma (Joanna Lumley), Cristin Milioti (Teresa Petrillo), Brisa Lerma (Leah Belfort). Brokers: Henry Zebrowski (Alden Kupferberg), Kenneth Choi (Chester Ming), Brian Sacca (Robbie Feinberg), P. J. Byrne (Nicky Koskoff) y Jon Bernthal (Brad Bodnick); Spike Jonze (Dwayne). Guion: Terence Winter. Montaje: Thelma Schoonmarker. Fotografía: Rodrigo Prieto.
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