El cine peruano crece en cantidad y diversidad, las cintas naturalmente dialogan y se complementan más, incluso realizándose en paralelo. Ejemplos de ello es la convergencia de la exhibición de los largometrajes Perro guardián, thriller de Bacha Caravedo y Daniel Higashionna, que ha obtenido aproximadamente 150 mil espectadores en tres semanas en el circuito comercial, y Tempestad en los Andes, documental de Mikael Wiström, una coproducción peruano–sueca que lleva más de un mes proyectándose en el CCPUCP.
Perro guardián se ubica en el 2001, en el tiempo inmediatamente posterior a la dictadura de Fujimori y Montesinos. Más allá de las similitudes con El perfecto asesino de Luc Besson, como la cercanía entre un sicario curtido y una niña mujer, en medio del cumplimiento de sórdidos encargos, la cinta muestra a los sistemáticos violadores de derechos humanos de los años previos sobreviviendo en su funesto oficio, escondidos en madrigueras y rumiando unos cuantos vínculos trastornados y postizos, entre el disfraz y la paranoia.
Tempestad en los Andes narra cómo una joven sueca, sobrina de la extinta senderista Augusta La Torre, ex esposa de Abimael Guzmán, hace un viaje físico y mental al Perú para hurgar en la memoria de deudos y especialistas, entre periodistas, políticos y abogados (Gustavo Gorriti, Carlos Tapia, Gloria Cano), y conocer por sí misma el horror del cual su tía, hermana de su padre, fue partícipe. Es un encuentro voluntario con lo que es una suerte de «dimensión desconocida», en un ámbito latinoamericano y andino donde el atraso y la desigualdad ha solido engendrar esperpentos atroces que intenta entender.
Si Higashionna y Caravedo rescatan una Lima aciaga con virtuosismo técnico, manejo de género y un actor popular –Carlos Alcántara– que cambia de perfil; Wiström, director sueco que ha filmado a menudo en nuestro país (Compadre, Familia, etc.), convierte la búsqueda de Josefin, entre tensas introspecciones y conversaciones, en hilo narrativo para explorar mesianismos, fuegos cruzados, mutilaciones simbólicas y literales, y la transformación de un simple matrimonio (Guzmán–La Torre) en fuente fanática del mal, ataviado de alias, misterios, clandestinidad, fundamentalismo y desaforado culto a la personalidad.
El cine peruano, pues, invoca fantasmas de la historia nacional reciente desde ángulos y procedimientos contrapuestos, echando mano también de imágenes de procedencia senderista, y ayuda a procesarlos y exorcizarlos colectivamente.
Nota. Este texto es una versión aumentada del publicado originalmente en la edición del 21 de setiembre del Diario El Peruano.
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