Encuentro interesante ver cómo un director, que además es guionista de sus películas, muestra sus obsesiones. “¡Tú sientes la necesidad de que Celia esté viva!” le reprochan en algún momento a Salvador del Solar, protagonista de «El elefante desaparecido», quien se pasa buena parte del metraje buscando a su novia presuntamente muerta hace siete años. En «Contracorriente», la película anterior de este guionista y director llamado Javier Fuentes-León, el protagonista sostiene un romance con un pintor que muere ahogado. El pintor regresa como un fantasma, y nuestro protagonista lucha por prolongar la relación. Hay un lado esquizofrénico en estas dos películas. Hay, también, un gusto por lo fantástico que el cine peruano recién está conociendo, y cierta ligereza infantil en el diseño de las situaciones y los personajes.
Ligereza que roza lo unidimensional. Eso podría ser un error. O no.
He aquí un filme que se toma riesgos, y eso es siempre digno de saludo. De hecho, es la clase de filme que se termina y alguien en la butaca de atrás –me pasó el sábado– grita “¡No entendí!”, y es también la clase de filme del cual sales haciendo preguntas y respondiéndolas con quien sea que te haya acompañado: ¿Por qué pasó esto? ¿Entendiste esto otro? Y así. En el caso de quien escribe, mi madre. “Espectadora promedio”, como se autodefine. Dice que le da tres estrellas a la película, sobre cinco. “Me mantuvo en suspenso”, añade.
En pocas palabras, estamos ante una película-rompecabezas, cuyo guion uno sospecha ha sido trabajado una y otra vez para dosificar adecuadamente la información, crear suspenso, y mantener la narrativa siempre un paso por delante del espectador. A veces, incluso, dos pasos.
Presentado inicialmente como un filme de suspenso guion policial guion noir, rápidamente empieza a complicarse. Digamos que el protagonista, Edo Celeste, un exitoso escritor de novelas policiales, empieza a recibir indicios de que su novia, desaparecida en el terremoto de Pisco del 2007, podría estar viva. También aparece un misterioso personaje que es idéntico a Felipe Aranda, el protagonista de todos sus libros tal y como él lo imagina… Pero de pronto las fisuras entre la realidad y la ficción, entre lo real y lo imaginado, se empiezan a disolver. Y el espectador frunce el ceño y abre la boca.
Decir más sobre el argumento es atentar contra la lógica de una película de esta clase. “No deje que le cuenten el final”, como se decía antes. Mencionaré, por tanto, mis observaciones. Empiezo por algo más o menos obvio, y es que la función de alguien que escribe crítica es ser fiel a sus sensaciones ante un filme, y tratar de racionalizarlas de forma creativa. Un crítico debería ser un desdoblador de origamis o algo así. Y cada crítico aporta una mirada al objeto; tal mirada nunca es completa. Hace un tiempo, un crítico de cine a quien respeto me dijo “cada vez tengo menos confianza en la crítica como opinión (más bien pontifical) expuesta en una columna. Será porque circulan tantas opiniones por internet”.
Lo menciono porque me parece alucinante encontrar todavía comentarios de lectores reclamando “objetividad” a la subjetiva experiencia de ver una película. Lo que yo creo es que mi madre disfrutó esta película porque la mantuvo entretenida –bajo varios puntos de vista, «El elefante desaparecido» requiere de un espectador activo que vaya uniendo puntos mentalmente– aunque a mí me parece que hoy, mientras escribo este texto, la historia de Edo Celeste ya desapareció de su vida. Yo también disfruté en alguna medida de la película, aunque francamente me desesperé e impacienté con varias de sus características. Como lo veo yo, hay un asunto con las películas-rompecabezas, y en general con el arte que busca ser ingenioso: una vez que el ingenio se revela –una vez que te cuentan el chiste– la gracia se esfuma. El ingenio es uno de los disfraces del vacío.
En pocas palabras, una vez resuelta la historia que cuenta la película, ¿queda alguna verdad emocional? Yo siento que no, y en ese caso estamos hablando de entretenimiento superficial (aunque seguramente estimable).
De cualquier manera, para llegar a ser gran entretenimiento superficial, el guion pudo haberse revisado una vez más. Porque, para mi gusto, la película se complica un poquito demasiado. Me pregunto si es la edición. Creo, también, que hubiera convenido que el acertijo que este personaje llamado Edo Celeste resuelve en su casa fuera resuelto de una manera más… humana. Y lo resumiré así, sin arruinar sorpresas: “una serie de palabras que, se deduce, deben buscarse en internet, dan como resultado un cuento en el que, se deduce, deberán subrayarse esas mismas palabras, contabilizando su ubicación dentro del texto impreso para, se deduce, decidir el orden de colocación de determinadas fotos que formarán un collage en una pared”.
La película tiene un poco de eso. Creo que el personaje de Salvador del Solar resuelve sus acertijos de forma arbitraria: sus deducciones no corresponden a una lógica humana, sino a la lógica de ciertas películas –o novelas– de misterio.
Regreso a lo que mencionaba al inicio de mi reseña: aquello que recubre la historia y que es, a mi parecer, cierta ligereza infantil. Cosa que no es un defecto: de hecho, sería una virtud en una película con menos pretensiones. Pero El elefante desaparecido muestra, como suele suceder en las películas, una imagen algo primariosa –finalmente idealizada– del quehacer de un escritor. Y la manera como este escritor, expolicía, ingresa en cada recinto con la pistola en alto y con la misma expresión en su rostro llegó a desesperarme.
De hecho, el personaje que interpreta Salvador del Solar ha sido diseñado y dirigido sin grandes matices, y no es mucho lo que él pueda hacer para acercarlo al espectador. En el universo del filme, la relación que su personaje mantiene con la fiscal que lo persigue (Tatiana Astengo) es también un poco irreal, y calza con ese espíritu entre kitsch y hollywoodense que muestra hasta ahora el cine de Fuentes-León. El uso del color tiene importancia, por ejemplo: ahí están el vestido rojísimo de Vanessa Saba, vaporosa como suele aparecer ella en las películas, los azules que incluso se mencionan en las pistas que van apareciendo (“El cajón azul en la cocina amarilla”, “Muerte en azul”, etcétera), las cortinas rojas como metáfora de la transformación en una secuencia donde hay disolvencias y un carro avanzando velozmente por una carretera, hacia el desierto de Paracas… todo muy al estilo de David Lynch.
Y aunque alguien que ya vio el filme, y por tanto conoce su giro final, podrá decir que esta atmósfera de irrealidad es intencional –lo cual explicaría a un famoso escritor de novelas policiales… en Perú– yo respondería: ¿entonces por qué molestarnos en sentir algo por personajes unidimensionales?
Regresando a Lynch, y generalizando, uno podría decir que sus personajes son también unidimensionales –el muchacho, el villano, la mujer en apuros– pero en su caso hay logros estéticos enormes en la creación de atmósferas… Sus cintas son irreales como son irreales los sueños. Lo mismo sucede, por ejemplo, con el cine de Dario Argento. Yo no encuentro grandes logros estéticos en «El elefante desaparecido», aunque es evidente que sus valores de producción son altos.
De cualquier modo, en esta cinta de actuaciones disparejas encontré interesantes los matices y la naturalidad que aportan a sus personajes el gran Lucho Cáceres, Carlos Carlín –de quien me pregunto cómo le sentará el hecho de llamarse nuevamente “Tony” en este filme– y el magnífico actor colombiano Andrés Parra, a quien se recuerda por protagonizar la serie «Pablo Escobar, el patrón del mal». Hay algo ligeramente muerto en la mirada de este último, y yo lo encuentro muy expresivo.
Ingeniosa y complicada –los créditos finales agradecen al artista David Hockney y a Julio Cortázar, cuyo cuento «Continuidad de los parques» es una referencia–, estamos ante una película insólita en la cartelera peruana. Los riesgos que se han tomado son varios, y eso es siempre digna de elogio. De alguna forma, El elefante desaparecido es un avance con respecto a «Contracorriente».
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