Intérpretes no profesionales dominan el cine del francés Bruno Dumont. Esta opción es parte de un tratamiento mimético que, desde una profunda cercanía, busca transformar la realidad que aborda.
El realizador de Hors Satan y Flandres considera que para hacer de artistas necesita artistas y para hacer de obreros, obreros. En primera instancia parece un pensamiento fallido y hasta reaccionario, pero en la pantalla plasma sus ideas con la brillantez de siempre. Justamente, estelariza Camille Claudel 1915 una de las grandes actrices de nuestro tiempo, Juliette Binoche, rodeada de reales pacientes con problemas mentales. Ella encarna a un personaje auténtico de fines del siglo XIX y principios del XX que da nombre al filme: una escultora encerrada en un sanatorio por una intriga de familiares, amantes y colegas.
Dumont dibuja un universo de marginalidad y opresión, reflejo social francés del año citado en el título, del que no escapa Camille en su afán de preservar, en medio de su angustia, cierta jerarquía respecto de sus compañeras, por el hecho de saberse diferente, que la hace más infeliz. Es 1915, pero se proyecta a todo tiempo y lugar, incluido el mundo actual, de distintas vías de agresión a la mujer.
Si en otras obras del autor los personajes disfrutan, relativamente, de libertad física y la ejercen a menudo para emancipar instintos, hasta los más primarios, y comportarse como seres salvajes al aire libre, aquí los impulsos están aplanados en la rutina del encierro, en sus rituales domésticos y ambientes que siempre tienen claros límites, bordes, esquinas. Si algo se hace al margen debe ser a escondidas, hablando al oído de una empleada servicial y apelando a la epístola implorante. El patio, la cocina, el auditorio, la oficina y el salón de recibimiento asumen la función de espacios de perdición, en momentos cotidianos y también extraordinarios, como las amargas reuniones de Camille con su hermano Paul y un representante de la entidad, respectivamente.
El papel de Binoche es el punto de resistencia a ese orden artificial, autoritario, controlista, «institucional» y «médico» en el peor sentido. La diva lo entrega todo. Luce huesuda, ojerosa, pálida, exhausta, se descompone y enrojece. Navega entre la debilidad y el coraje, la locuacidad y el silencio, la extroversión y el ensimismamiento.
Camille Claudel 1915, exhibida en Lima de modo prácticamente clandestino en Cineplanet San Borja y Alcázar, luego de su presentación en el Festival de Lima 2014, es la bitácora de un periodo muy corto de una reclusión que duró casi treinta años. Dumont acierta, entonces, en preferir desentenderse del deterioro paulatino que registra un biopic convencional. Más bien, lo comprime en un cargado día a día que empieza en la fría sesión de aseo personal a la que es sometida Camille, y termina en una imagen indefensa de frágil reposo que se disuelve en medio de concluyentes datos biográficos.
(Nota: Este texto es una versión aumentada del publicado originalmente en la edición del 19 de octubre del Diario El Peruano.)
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