Yo diría que las personas sabemos muy poco sobre el amor. Me refiero al amor romántico. Experimentamos uno de los grandes misterios de nuestras vidas –que hay un desconocido o desconocida interesado en que nuestra existencia se prolongue, alguien que no es nuestro familiar y con quien terminamos compartiendo la cama– y no nos cuestionamos ninguna cosa.
Hablar sobre el amor es complicado: rápidamente se hace pretencioso o superficial. Y cada uno tiene sus ideas. Uno de los cuentos más celebrados de Raymond Carver se titula “De qué hablamos cuando hablamos de amor”, y más o menos termina diciendo esto: no sabemos nada sobre el amor. El amor esquiva a la mente.
La pornografía, cuando es de calidad, tiene gran éxito representándonos como animales. Es nuestra espiritualidad la que resulta difícil de filmar, y sucede que el amor combina bellamente nuestra animalidad y nuestra espiritualidad, o así lo entiendo yo. Como tantos otros filmes, La amante del libertador utiliza la excusa romántica para inyectarle peso a su argumento. Como tantos otros filmes, no lo logra ni tiene mucha idea sobre qué hacer con el amor que quiere representar. Es un problema común.
Aunque existen muchas excepciones, las películas románticas suelen ahogarse en clichés. Una manera común de esquivar el problema del amor es mostrar una pareja lo suficientemente atractiva –y lo suficientemente vacía– como para que el espectador vuelque sus propias emociones en ellos. Esa es la lógica que creó a las estrellas de cine, y así es como funciona el romance en un filme popular como “Titanic”, por ejemplo: no sabemos qué une a estos personajes, y su psicología es ciertamente primaria, pero debemos aceptar que se aman porque son bellos y porque el guion lo ha decidido así… Algo parecido sucede con Wendy Vásquez y Gonzalo Revoredo en “La amante del libertador”: el centro emocional del filme, este romance entre una mujer de clase alta y un hombre rebelde poco antes de ser proclamada la independencia del Perú, es un centro vacío.
Tal vacío es un defecto, pienso, en una película que apunta a la trascendencia del amor más allá de la muerte. Porque el filme se mueve en dos planos: el siglo XIX y la actualidad, con los mismos actores en roles similares. El amor no muere, supongo. Comenzamos con Wendy Vásquez como una periodista que regresa de España para visitar a su hermana, quien vive en una casona exquisitamente cuidada del centro de Lima. Gracias a Gonzalo Revoredo, un amigo de la familia, empezará a interesarse por Teresa, una mujer increíblemente parecida a ella, que vivió en esa misma casona y se involucró en la lucha por la independencia peruana ayudando a un insurgente llamado Diego… personaje igualmente interpretado por Revoredo. El amor surge entre ellos, supongo, porque algo tenía que suceder.
No abundan las películas de época en la cinematografía peruana, probablemente porque es caro hacerlas, y aunque esta película no me entusiasmó –de hecho, me cansó un tanto– reconozco que tiene un diseño de producción, una musicalización y una dirección de fotografía muy decorosas. Podrá decirse que la música invade algunas escenas, y que la fotografía es demasiado oscura pero, ¿qué se espera de una historia que transcurre mayormente en una época sin luz eléctrica? (Por otro lado, la proyección en Cinemark del Jockey Plaza es sumamente opaca: no la recomiendo).
No he visto Vidas paralelas, el largometraje anterior de Rocío Lladó: esta segunda película suya, aunque muestra algunos valores, tiene una ingenuidad que termina ahogándola: el diseño de personajes es esquemático –Christian Rivero como abogado parece sacado de una comedia televisiva– y el guion necesitaba, sin dudas, de una revisión que hiciera más interesantes los conflictos entre los personajes. Tampoco hubiera hecho daño, me parece, revisar los diálogos (los créditos informan que el guion pasó por el taller de Cine Qua Non Lab; uno puede preguntarse qué fue lo que faltó allí).
Hay una frase de David Mamet que yo encuentro ejemplar: “En una mala película, el personaje dice ‘Hola, Jack, vengo a tu casa esta noche porque necesito que me devuelvas el dinero que te presté’. En una película buena, ese mismo personaje dice ‘¿Dónde coño estuviste ayer?’”.
Pues eso: los buenos diálogos exigen cierta sutileza. Y, a pesar de que este filme cuenta con dollys y algunos movimientos de cámara elaborados, su concepción del espacio no es particularmente interesante. Espero que no se malentienda: creo que una película como “La amante del libertador” funcionaría bien en la televisión de señal abierta, con cuyos códigos parece encontrarse más cercana. De la misma forma, me gustaría mucho ver a Wendy Vásquez en algún otro rol protagónico, y especialmente a Gonzalo Revoredo, quien proyecta aquí gran carisma. En “La amante del libertador” los actores hacen lo que pueden, y en general cumplen, pero las películas son siempre vehículo de expresión del director, y aquí se necesitaba un segundo punto de vista.
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