Escribir sobre cine guarda algunas ironías: la semana pasada, refiriéndome a La amante del libertador, decía que las películas románticas dirigidas al gran público evitan el problema del amor ofreciendo envases vacíos –protagonistas atractivos sin mayor psicología– que el espectador llenará con sus propias emociones. Una película así será necesariamente superficial, pues no revela nada. Escribo ahora sobre Gloria del Pacífico y siento que en el Perú hay pocas cosas más vacías que un héroe nacional.
Siento que estoy diciendo algo obvio. Nuestros héroes –Bolognesi, Grau, Cáceres– son rostros en un billete, nombres que la clase política invoca para ennoblecer sus acciones. Nos relacionamos superficialmente con nuestros héroes porque no nos revelan nada. Están petrificados; son sus propias estatuas.
Y así es como empieza “Gloria del Pacífico”: mostrándonos estatuas. Tras los créditos iniciales –el notable score de Micky Tejada sobre detalles de pinturas de la guerra con Chile– nos topamos con una especie de prólogo: estamos en el conjunto monumental Alto de la Alianza, en Tacna. No asoma mayor originalidad en estos tilts de estatuas, en estos planos editados con un sentido impreciso del ritmo, en la solemne locución en off que aparece para decir “Se puede desafiar a la muerte para ganar la vida eterna y la gloria”. Uno podría, y con razón, esperar algo así como un video institucional del ejército peruano.
Yo no esperaba gran cosa de esta película. Soy prejuicioso.
Cuando uno escribe, busca entender. Mi intención al redactar estos apuntes sobre una película imperfecta y ambiciosa llamada “Gloria del Pacífico”, que se exhibe sin mayor publicidad y que probablemente salga de la cartelera limeña pronto, es entender por qué me conmovió. De hecho, hubo instantes en que me conmovió mucho. Sé de funciones en las que el público aplaude al final. El poeta José Rosas Ribeyro acusa a la película de ser “patriotera” y llega a calificarla de “mamarracho”: yo encuentro tal actitud hepática y algo engreída. Me parece que parte del valor de este filme está en alejarse –probablemente lo más que se puede para un filme con ánimo patriota– del patrioterismo.
Quisiera detenerme en esta palabra anticuada: patriota. La prensa la usa muy rara vez. No la escucho en televisión. En el habla popular peruana, decir “qué patriota” equivale, más o menos, a decir “qué cojudo”. La diferencia entre una actitud patriota y una actitud patriotera es importante: para el patriotero su país es mejor que los demás (y eso es un poco, también, el nacionalismo). El patriota, en cambio, busca el bien de su patria.
Abstracción donde las haya, la patria es fuente constante de malentendidos. Dijo con belleza Rilke: “La verdadera patria del hombre es la infancia”. Yo pienso que “morir por la patria” fue una idea muy útil para la economía mundial, gracias a la cual numerosos gobiernos enviaron a la muerte a sus jóvenes para apoyar estrategias comerciales. Las guerras entre estados eran –son– peleadas en su mayoría por chicos humildes. ¿Quiénes pelearon en nuestro último conflicto armado internacional, que fue con Ecuador? Pueden revisarse las crónicas y reportajes de la época: pueden verse, sobre todo, los rostros de los soldados. ¿Recuerda alguien a los asháninkas que en ese conflicto pelearon y murieron por una idea llamada “la patria”? Sospecho que no. ¿Tal conflicto fue azuzado por el deseo de reelección de los presidentes Alberto Fujimori y Sixto Durán (es decir, al menos en el primer caso, por sus intereses personales de conseguir más poder y dinero)? Seguramente sí. ¿Fomentar el odio a los extranjeros bajo el lema “amor a la patria” es una estrategia de los gobiernos débiles para conseguir unidad nacional? Sin duda.
Al mismo tiempo, una pregunta. Es una de las preguntas que me hice yo al salir del cine: ¿qué haría el lector si una mañana escuchara en el noticiero que un ejército extranjero ha invadido el territorio de su país? Dentro del miedo que sin duda aparecería, ¿escogería el lector… luchar?
Las situaciones extremas nos confrontan con quienes realmente somos. Por eso, la guerra puede otorgar una sensación de sentido a quienes las pelean, y carecen de sentido para quienes las sufren.
Ninguna guerra ha cambiado en nada la naturaleza humana.
Seguir pensando en esta dirección excede el objetivo de mis anotaciones. Cierro diciendo que en el siglo XXI las guerras son sobre todo civiles, o suceden entre grupos armados y estados: es la llamada “guerra asimétrica”, como la que existe hoy entre Al Qaeda y Estados Unidos. Y un terrorista que detona una bomba y mata a cientos de extraños, que muere buscando la gloria –su gloria–, ¿está pensando en cosas muy distintas que un coronel que, en nombre de abstracciones como “el honor”, decide inmolarse en un morro sabiendo que su acto se convertirá en una masacre?
No me interesa provocar gratuitamente. Busco exponer un punto: los seres humanos somos capaces de morir por abstracciones. Los actos heroicos exceden la naturaleza humana, y pueden ser calificados como locura. El héroe está siempre solo: es un incomprendido.
Es lo que sucede con Alfonso Ugarte en “Gloria del Pacífico”, y es uno de los aspectos que me atrae de la cinta. Ugarte es probablemente el personaje que más tiempo tiene en pantalla, y yo siento que es el centro emocional del filme. El director nos lo presenta como un civil de clase alta a punto de casarse –encuentro lograda la escena del baile, en la que conoce a quien será su prometida– pero que aplaza su matrimonio porque debe defender su patria.
El deseo que Ugarte tiene de luchar lo aísla: entra en conflicto con su madre, quien le pide que se vaya a Europa como hacen sus amigos; entra en conflicto con su prometida. Ugarte desea luchar porque lo mueve un fuerte deseo interior, y crea sufrimiento. Si lo prefiere el lector, Ugarte es rehén de su sentido de la moral. Y un actor como Fernando Petong, que no figura en el imaginario popular como actor de cine –aún no– lo encarna espléndidamente. Hablar sobre actuaciones es complicado, pero creo que él aporta cierta intranquilidad, cierto nerviosismo, que humanizan al personaje.
Creo, también, que “Gloria del Pacífico” esquiva varios clichés de casting del cine peruano –buena parte del elenco debuta en la gran pantalla–, pero al mismo tiempo recae en el cliché enorme de colocar a Juan Manuel Ochoa como antagonista, rol al que se encuentra confinado desde que interpretara al Jaguar en “La ciudad y los perros”.
Ochoa es un actor talentoso, que alcanza sin problemas la naturalidad –este año estuvo estupendo en Perro guardián– y aquí interpreta a Agustín Belaunde, el único militar que cuestiona las decisiones de Bolognesi. Las cuestiona, sin embargo, con inteligencia (“¿De qué le sirve al Perú un ejército de muertos?”), en una escena que me parece notable: aquella en la que los militares peruanos se reúnen a cenar y debatir sus acciones ante el avance chileno. Ochoa mira, gesticula, hace un barco con una servilleta de tela: el director muestra capacidad de observación aquí. De hecho, creo que esquiva con razonable éxito una tentación grande en un filme como este: la tentación de hacer caricaturas con sus personajes, especialmente quienes representan a los enemigos (he encontrado notable a Gustavo McLennan como el general chileno Manuel Baquedano).
Es verdad que hay personajes más bien planos, como el ciudadano francés y simpatizante del ejército chileno Carlos Weguelin, pero estamos hablando de una película que dura dos horas treinta y muestra cerca de 30 personajes. Como construcción, como arquitectura, esta película deja ver un grado de ambición inexistente en el cine peruano. La película se mueve fluidamente en el tiempo recurriendo a flashbacks, y muestra al menos dos planos temporales: 1880, durante la guerra con Chile, y 1929, cuando Tacna está a punto de reincorporarse al Perú.
Este último plano es el menos interesante, creo yo, y tengo sentimientos encontrados con Reynaldo Arenas aquí (si mi oído no me falla, es su voz en off la que abre el filme). Arenas interpreta a un ex soldado que peleó en la guerra con Chile, y es un gran actor, pero en la película está confinado a ser el contrapunto de las preguntas un tanto cínicas que le hace su hijo (Pold Gastello), y no hay espesor en su personaje ni en el de su hijo ni en el de su esposa. La decisión de presentarlo agonizante, para crear un contrapunto con el momento en que se anuncia la reincorporación de Tacna al Perú, es una decisión artificiosa, sin mayor originalidad.
Por otro lado, y contradiciéndome, creo que el rol asignado a Reynaldo Arenas –ser una especie de voz de la conciencia; una voz peruana– es indispensable en la película. No se me ocurre a un mejor actor que Arenas para encarnar cierta cualidad idealizada nacional. Su personalidad ceremoniosa me recuerda un poco a la del desaparecido Luis Álvarez. Hay un momento en el que el hijo le increpa al padre “¿Cómo va a ser cierto que Alfonso Ugarte se lanzó desde el morro?” y es aquí donde la película adquiere enorme hondura.
Me refiero a que en el filme hay un ánimo de cuestionar. Yo diría, incluso, que hay un enorme deseo de entender. Las preguntas que se plantean en el filme, que son muchas, dejan entrever una obsesión detrás: la del director. Y, como sabemos, es con obsesiones que se crea el gran arte. Reynaldo Arenas dirá en algún momento “Los jóvenes de tu generación solo saben de esto por los libros” y aparecerá incluso un ánimo didáctico. “Gloria del Pacífico” tiene de eso, también.
Puede que tal ánimo didáctico resulte insufrible para algunos espectadores. Para mí no. Vivimos en un país en el que la historia se enseña muy mal: yo mismo he detestado el curso de historia. Los escolares no pueden identificar los rostros de los héroes nacionales. En este país nuestro, una directora de teatro puede decir alegremente –sin que haya cuestionamiento por parte de la entrevistadora– que en un espectáculo escrito por ella se presenta a Alfonso Ugarte como “un huevón” y “un cojudo, hijo de papá”, y que peleando junto a Bolognesi “es como Pinky y Cerebro, El tonto y el más tonto, dos de los Tres chiflados encima del morro”.
Las declaraciones de esa directora son muy representativas de algo que sucede en el Perú. Eso que sucede está relacionado con la ignorancia y especialmente con el cinismo, que es una cualidad posmoderna. “Gloria del Pacífico” carece por completo de cinismo. La película cierra con el lema “Aprendamos de la historia”, y yo creo que tiene razón.
Desde un punto de vista técnico, en “Gloria del Pacífico” asoma un look un poco a video –hay efectos de moiré e incluso ruido de compresión en la imagen– y uno podría decir que, en algunas escenas, existe cierto desorden en la edición: a veces se cambia de un plano a otro con arbitrariedad. Podría decirse, también, que la primera secuencia de batalla está presentada un tanto confusamente (aunque el nivel de los efectos especiales es muy decoroso, e incorpora incluso el efecto “sangre salpica el lente de la cámara”, que pusiera de moda Spielberg en “Salvando al soldado Ryan”). Probablemente habrá quien diga que los bigotes y las barbas de esta película lucen falsos, o que el corte final podría haber tenido unos veinte minutos menos.
Puede que haya razón en todo eso. Al mismo tiempo, dudo que importe gran cosa. En primer lugar, el nivel de ambición de esta película es enorme –ambición narrativa y de logística– y yo creo que como espectadores debemos preferir siempre lo atrevido a lo seguro, aunque sea imperfecto.
En segundo lugar, y esto es un dato de alucinación, sucede que no existe mucha ficción peruana en torno a la guerra con Chile. Y tener ficciones que recreen los traumas nacionales es indispensable. Estudiar las razones de esta carencia sería interesante: los editores de Cinencuentro hicieron un trabajo de recopilación en torno a este tema, y al revisarla uno bien podría preguntarse por qué. Por qué no tenemos más Ugartes de ficción, más Bolognesis de ficción. Creo que es un pendiente. La página web de la película informa que el director se inspiró en la serie “Nuestros Héroes de la Guerra del Pacífico”, hecha por el estado peruano en 1979. Hace 35 años.
No solamente eso. “Gloria del Pacífico” muestra –y creo que es algo fácil de sentir para quien quiera sentirlo– un amor por aquello que cuenta, y un deseo de entender por qué sucedió lo que sucedió (por ejemplo, el virtual abandono del ejército en Arica por parte del gobierno de Piérola, y la corrupción que parcialmente la explica). Hacer visible que hay algo cíclico en nuestro país, que de alguna forma la historia peruana se repite, es uno de los hallazgos de este filme que yo encuentro conmovedores.
La película, que probablemente resonará más en un espectador peruano, muestra la soledad de nuestros héroes. Creo que es un acercamiento interesante y lleno de verdad. Y los héroes alcanzan su plenitud al morir, que es otro acto solitario. La película termina con la muerte de Bolognesi –con las últimas imágenes en su cabeza– y no hay ningún secreto revelándose aquí. Un hombre muere, en medio de otros hombres que mueren.
Los créditos informan que el director, Juan Carlos Oganes, ha sido responsable además de la investigación histórica, del guion, de la dirección de fotografía, de la edición, del manejo de las cámaras y del diseño de audio. La página web del filme afirma que Oganes vendió su casa para obtener el dinero necesario. A mí me parece que el alcance emocional de “Gloria del Pacífico” se explica, en parte, por el grado de obsesión que hubo por aquello que se quería –que se necesitaba– contar.
Espero no haber agotado la paciencia del lector: termino estas anotaciones felicitando la actuación de Carlos Vértiz como el Coronel Francisco Bolognesi. El cine peruano contaba con muy pocos acercamientos humanos a nuestros héroes de la guerra con Chile, y eso ha cambiado con el estreno de este filme.
Lo que el equipo realizador ha logrado es grande, y yo espero que esta película –que al parecer inicia un tríptico que explorará también las figuras de Andrés Avelino Cáceres y Miguel Grau– sea vista por una gran cantidad de personas. Que sea vista y discutida en los colegios y universidades: eso me gustaría mucho. Porque aquí se han alcanzado instantes de belleza.
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