Temor y fascinación es lo que suele generar cualquier acercamiento, homenajes incluidos, a la vida del exlíder de Nirvana, a la estela maldita que dejó en la música de las dos últimas décadas y en el imaginario popular, de aquellos que lo adoran tanto como los que lo rechazan. Y es mucho de eso lo que se extrae de este documental que a su vez es la contracara de algún típico filme para fanáticos. Es esa historia de ascenso repentino que todos conocemos, pero vista del lado opuesto, una película hecha de outtakes, es el montaje de esa leyenda preparado con retazos de la subjetividad de su protagonista.
Me pongo a pensar en casos como el de Pearl Jam Twenty, dirigido por Cameron Crowe y dedicado a otra banda icónica de los años noventa, que siendo un trabajo no falto de investigación nunca podía despegarse de la mirada del seguidor incondicional. En ese y otros aspectos, Kurt Cobain: Montage of Heck es un trabajo superior, más aún considerando todo lo que hacía temer el hecho de que fuera la primera vez que la familia del músico autorizara una revisión de su vida, con todas sus luces y muchas sombras. El director Brett Morgen obtuvo como nadie acceso a todo tipo de material inédito y no desaprovechó la oportunidad.
De hecho, si hay algo que destaca de la película casi desde el inicio es la minuciosa revisión de kilos de grabaciones de audio y video, anotaciones, dibujos, y cuanto resquicio donde hubiera puesto la mano Cobain. Todo ello lo utiliza como si fueran pedazos de un rompecabezas por armar. Los recursos visuales de la película apelan entonces a estilos diversos. Del candor de las imágenes filmadas en Super 8, a la representación animada de pasajes de sus diarios o de sus tortuosas fantasías. Ternura, fragilidad, crisis emocionales, todo entremezclado en un intenso viaje a la subjetividad del personaje desde la subjetividad del director.
Si en el recordado documental Kurt & Courtney el británico Nick Broomfield intentó explorar lo ocurrido tras la tragedia del héroe alternativo haciendo énfasis de la serie de conspiranoias que lo rodearon, paradójicamente Morgen, con el visto bueno de la propia Love, su hija y allegados, profundiza mucho más en el ser humano y de forma nada complaciente. Kurt Cobain: Montage of Heck muestra en sus mejores momentos al artista captado en una sucesión de instantes recortados de conciertos, entrevistas y videos caseros en los que se exhibe su intranquilidad, rabia y hartazgo ante la fama, e incluso la manera en la que ciertas payasadas canalizan esa alienación. Son detalles de esos que el ojo desprevenido tal vez no captó en su momento pero que el minucioso trabajo de Morgen recoge nuevamente como pedazos de un color especial y sonido lo-fi para añadir a ese mosaico.
Ese desarrollo fragmentario es lo que hace tan atractivo este filme. En un momento puede imponerse el artificio, los raptos en frases o las crónicas de Kurt representados a medio camino entre el impacto de The Wall y la atmósfera enrarecida de esa adaptación que hizo Richard Linklater de A Scanner Darkly (tal vez la más fiel en el cine al espíritu de Philip K. Dick), para pasar sin exabruptos los habituales testimonios actuales de quienes lo conocieron y a los que tampoco deja de escudriñar sagazmente. Nótese cómo los padres se hacen poco velados ataques, cómo se capta ese aire de resignación en su expareja Tracy Marander, y ya ni qué decir de la propia Courtney Love hablando de los problemas a vísperas de la muerte de su esposo.
Pero Morgen no juzga, sobrevuela ese planeta para mostrarlo en todas las dimensiones posibles y ser la versión definitiva sobre el caso. Quizá se puede hacer reparos a que en su esencia, la película no se aleja demasiado del aura malditista que se podía esperar o que a pesar de su estallido de múltiples referencias audiovisuales y su vocación de collage maneje más bien un ortodoxo orden cronológico de la narración. Sin embargo, la sustancia de su mirada personal se sostiene. Para el director valen tanto las pequeñas alegrías privadas de esa estrella del momento como las anárquicas fantasías de ese adolescente loser en algún rincón del estado de Washington.
Son las varias caras del principito contemplado como niño juguetón, compartiendo tiempo entre drogas y su bebé a través de la tosca textura de un video casero, y que a la vez puede ser visto con un infernal filtro scorsesiano y una versión coral de Smells Like Teen Spirit en ese punto de quiebre de su trayectoria. En todas esas estancias siempre está abierta la turbadora amenaza de estar parado al borde del abismo, pero no es la mirada del censor la que se impone sino la de quien se conduele.
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