En el marco de la Semana del Cine Francés se presenta Timbuktu, estrenada el año pasado en el Festival de Cannes y nominada al Oscar a Mejor película extranjera. El filme dirigido por Abderrahmane Sissako narra la historia de Kidane, un ganadero que vive apaciblemente con su mujer e hija en medio del desierto, cerca de la ciudad de Timbuctú en Malí. Muchos de sus vecinos huyen por la llegada de emisarios de la yihad islámica, pero él prefiere quedarse en un lugar que le asegure comida y vivienda. Estamos frente a un hombre que enfrenta los horrores.
Ante la huida de sus vecinos su esposa le pregunta a Kidane por qué no se trasladan ellos también, pero este responde que no tendrían adonde ir y que prefiere quedarse, esperando que pronto vuelva la calma. No estamos, por tanto, ante el retrato del emigrante desesperado, sino del ciudadano que ante los horrores que progresivamente se van acumulando, contempla las cosas con la serenidad que le proporciona una religión bien entendida y mantiene su arraigo al paisaje del que por naturaleza no puede desprenderse. No es tan descabellado este estoicismo, teniendo en cuenta la belleza de la localización, un desierto, sí, pero no exento de ríos y el verde de la vegetación.
Por otro lado, la fotografía de Sofian El Fani, más conocido por su trabajo a las órdenes de Abdellatif Kechiche, capta este ambiente exótico con una luminosidad que en ocasiones roza la saturación, acentuando el efecto vidrioso de la luz refractada en el aire caliente y logra captar unos planos realmente mágicos. Un admirable ejemplo es un sostenido plano general del río, en que se enfrentan Kidane y un pescador, colocando la belleza -literalmente- en medio de la violencia, el oasis entre la sangre. Y el espejismo resultante tiene, además de un sentido visual, uno narrativo, ya que efectivamente los ciudadanos de este paraje tienen que colocar un lente ante sus ojos para no caer en la provocación y aguantar el tipo ante el acoso de sus ocupantes.
Todos estos personajes forman una población políglota y multiétnica, unidos por la opresión de una ideología que se empeña en hacer cumplir mandamientos que ni los propios invasores respetan. Y es que cuando tales reglas incluyen prohibiciones tan carentes de lógica como por ejemplo no tocar un instrumento o no jugar al fútbol, su contravención es inevitable. El primer ejemplo contrasta con la banda sonora ocasional, que combinando con acierto acordes occidentales y tropicales, otorga igualmente una asombrosa ternura al desamparo. Y el segundo ejemplo, da pie a otra de las escenas más impresionantes de la película, que es la de unos críos practicando este deporte con un balón inexistente. La metáfora es, de nuevo, meridiana, en la medida en que la resistencia a la persecución puede ser más eficaz si es imaginaria antes que física. Pero, al mismo tiempo, con ello se subraya la incoherencia de la situación y se hace sin caer nunca en la caricatura.
En definitiva, el experimentado Sissako le imprime a este drama un tono único, combinando el fanatismo más absurdo con la sensibilidad más honesta. El tratamiento narrativo sobre los actos más sangrientos transcurren por elipsis, y de hecho la barbaridad no es tan salvaje como podría pensarse. En cierto modo la duda y la contención humanizan a sus responsables, que parecen más impulsados por el contexto, que por su propia moralidad. Un ejemplo revelador al respecto es el de un joven seguidor que debe manifestar su reconversión, mientras el líder lo graba con una cámara, escena que también mezcla lo cómico y lo trágico, y de paso anuncia un comentario subyacente, relativo a la manipulación audiovisual. Por todo ello, el cineasta no toma partido por un bando u otro, sino más bien condena las circunstancias que llevan a estos hombres, que bien podrían ser cualquier otro, a actuar de esta manera, rompiendo familias y dejando a niños huérfanos por el camino.
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