En un pueblo «apartado», rodeado de montañas y nevados escarpados, en el momento más gélido del año, muchas décadas atrás aconteció lo inimaginable: en unas pocas horas todos los habitantes del pueblo desaparecieron sin dejar rastro. En las viviendas las pertenencias estaban intactas, ese escenario de lo más normal contrastaba con el hecho de que sus habitantes ya no estaban. Nada estaba alterado o violentado, tan solo desaparecieron. Sea o no real este relato, así lucía en un libro ochentero sobre temas misteriosos, imaginen que pase eso con la capital o ciudad célebre de algún país.
Este suceso tiene una particularidad. El término «apartado» denota alejamiento de un entorno urbano, con tráfico comercial y muy habitado: el típico modelo de urbe moderna. Si bien hay directores como Woody Allen que han dedicado la mayoría de su cine a retratar situaciones en estas ciudades, existe también ese otro cine que muestra una realidad distinta, que puede o no cumplir nuestros códigos usuales, cine que transcurre en ciudades pequeñas, rodeados de naturaleza. Si el neoyorkino realizó las mejores historias en su adorada Manhattan, la directora Claudia Llosa, nacida en la metrópoli de nuestro país, hizo lo propio en lugares alejados. Sus tres largometrajes (a la fecha) exploran íntima y diametralmente la sordidez de las pasiones dormidas y el comportamiento que genera la insatisfacción por hacer aquello que no se desea. Los personajes que Llosa ha gestado para sus cintas evocan el espíritu ribeyrano de la frustración. Dando la contra a las diatribas que etiquetan su cine con el término «pretencioso», en toda su obra se respira la esencia pura del género drama, matizado con acierto para entremezclarse con poesía.
El vuelo de los halcones
Aloft (No llores, vuela) tiene un simbolismo bien proporcionado. Los halcones, con su docilidad y lealtad por bandera, proveen una atmósfera de despegue constante, de alegrías relegadas, negadas, que están ahí prestas para echar vuelo pero atadas a tierra por un motivo oculto. El primer impacto de la cinta lo vemos con la caída trágica de una de estas aves, y es al final donde (entre otros vuelos que podemos apreciar) alza sus alas por última vez, pero vemos volar no al ave, sino a su dueño, quien consigue su libertad interior.
Otro personaje clave es el paisaje. Exento de colores primaverales, hallamos tierras heladas como marco visual para esta historia. El contraste se marca por color y por tonalidades cálidas en los interiores, pero son un elemento (si bien afín a las emociones mostradas) decorativo, acentuadamente difuminado por obra de los objetivos de la cámara. Los primeros planos del conjunto parecen alistar al espectador para el estancamiento emocional que se nos avecina bajo la forma clásica del drama. Tal como en un teatro donde se arman los elementos de fondo: una cuerda que gira con el halcón en plan de vuelo, cartones blancos con pinceladas verdosas, escarcha a modo de piso, y sésiles figuras de cera cuyo pelo se mueve con el viento, todo el conjunto es minimalista y natural.
En Aloft los planos generales marcan ese camino al «paraíso», en tanto el paraíso sea visto como el sueño dorado de cualquier ave en cautiverio: la libertad. El sentimiento es el que transmite la escena culmen de The Shawshank Redemption (1994), en que Tim Robbins se entrega de brazos abiertos a la lluvia, corolario de sus penurias. Acá, sobre los últimos minutos, Cillian Murphy se entrega igualmente, pero a los rayos del sol, acaso como símbolo de una libertad suprema, en la que no existen nubarrones ni obstáculos.
Abordado desde su infancia, el personaje de Cillian Murphy lleva por nombre Iván (con un carácter parecido, por momentos, al corajudo Iván de Tarkovski), dedicado a la cetrería, reniega de su pasado y vive saturado por ese fantasma a tal punto que su vida es un absoluto presente y cualquier contacto con sus años anteriores le resulta insoportable. Sobrelleva su lado familiar con esmero y paciencia, siendo un buen padre y esposo, irritable sí, pero abnegado. En él se reafirma la frase popular de «no quiero que mis hijos pasen por lo que yo tuve que pasar«, lo cual habla mucho de su inmolación interior. Iván rechaza su pasado porque en él se halla a sí mismo de pequeño en una vida desolada, mezclada con la decepción y el rencor. Por ello ha crecido con una mirada objetiva, probablemente con desconfianza y decidido a alejarse todo lo posible de esos años en que deseó tener alegrías en lugar de penas.
Gully, su hermano menor, representa su batalla más fiera: consigo mismo. Con el lado oscuro que toda persona guarda en su yo interior. Confrontado ante la idea de una madre que, pese a sus palabras directas («Te amo«, sin más) no le transmitía con hechos el cariño que decía sentir por él, estaba Gully, un niño animoso pero con una enfermedad que minaba su cerebro sin alivio. Entonces, Iván tomó a Gully con desdén y antipatía; como culpable de no poder nadar más en una piscina, como culpable de que muriera su mascota Inti y como culpable de esa anécdota que le narró a Jannia Ressemore (Mélanie Laurent), que tuvo como saldo el descubrimiento de un egoísmo embrionario (no le preocupó el daño que sufriera su hermano, sino el hecho de que él le hubiera causado daño) que fue acentuándose como modo de defensa, como escudo, frente a la descarnada falta de amor que lo volvió arisco (incluso misántropo, actitud revelada cuando conoce a Jannia).
Es probable que los halcones hayan sido el fermento de una paz que Iván necesitaba a gritos, un emblema de felicidad que consiguió hacerle recuperar la capacidad de dar su cariño, y con ello obtener aquello que no pudo poseer antaño: una familia. Tras lo visto, queda claro que el soporte argumental del filme es la psique de los dos protagonistas: el adusto Iván y su (para él) delusoria madre, Nana Kunning (fabulosa Jennifer Connelly).
De rato en rato, entre los ya mencionados planos paisajísticos, somos transportados a dos tiempos distintos. Esto se percibe a poco de iniciadas algunas acciones. En ambas épocas, separadas por veinte años, el trasfondo es similar: el escenario invernal de la provincia de Manitoba, en Canadá. Este entorno frío resulta adecuado para la historia. Así como fue idónea la presencia del agua borrascosa y el clima sombrío en otra película de psicologías contrapuestas como es Mystic River (2003), título que nos muestra de nuevo a Robbins pero en un rol demacrado y desprovisto de ganas de vivir. ¿Todo esto gracias a qué? Al pasado, exacto. Si en el filme de Eastwood, que el personaje de Robbins no supere el pasado deviene en tragedia, en Aloft pasa algo similar, aunque no tan descarnado.
Iván tiene un primer encuentro fallido con su madre. Es sólo luego de canalizar el perdón hacia ella que se siente libre de carga y vuela como su halcón, hacia al disco dorado que pende en el firmamento o hacia la luz del mismo que se ve tras la capa de hielo. Ese chico que ocasionó una tragedia hace dos décadas se purga a sí mismo y comprende el sentido de la vida para su madre, sentido que de alguna manera comparte.
El peso del drama, ya se dijo, cae en la conducta que manifiestan el hijo y la madre. De ambos se desprenden la libertad y la reconciliación, alternadamente. La linealidad en el filme no existe. En un momento vemos la época X, y luego la Y, y así, como una cadena helicoidal, cada extremo se da a conocer en la medida que Llosa estima debe surgir para crearnos el ideario del conflicto familiar. La cámara, pocas veces fija (solo en los planos abiertos y meramente descriptivos de la locación), mediante su bamboleo persigue los acontecimientos como si ella misma fuera una actuante más, una persona cercana a esta familia y que convive con sus abismos relacionales. Las transiciones entre tiempo y tiempo son comunes, sin mayor notoriedad, acierto que combina con el estilo imparcial de drama directo y sin aspavientos que presenta la película. Aun la música es imperceptible, pues pareciera (en las contadas ocasiones en que se luce) que fueran el cerebro de los personajes o el panorama frígido los que canturrearan esas notas.
A la sombra de una madre
El 2011 Terrence Malick no dejó indiferente a ningún espectador con The Tree of Life. Rodada con una fotografía impactante y, en toda la amplitud de la palabra, hermosa, trajo a colación nuevamente el dilema de si el cine art house puro puede ser masivo o no. Generó reacciones dispares en las mismas salas (gente abandonaba la proyección a la mitad) o en certámenes (algo de esperar). Claudia Llosa toca un tema clave del filme de Malick: la madre, y también la narrativa de Aloft recuerda a esa película (hay flashforward en ambas), además ambas son ejercicios de reflexión y enmienda en torno a una infancia conflictiva y una adultez marcada por la añoranza (pese a aparentar repulsión, en el fondo Iván ama a su madre y a su hermano Gully). Por último en ambos títulos la figura materna se vuelve un acercamiento a lo angelical, a lo divino, a lo incomprendido, como si sus actos fueran los de una deidad superior que actúa en pro de un bienestar que el hijo pequeño no llega a entender.
Jennifer Connelly (en el papel de Nana Kunning), demuestra que su talento no se deslustra. Hay picos de inestabilidad emocional que ella transmite excelentemente, como lo hiciera en la estupenda y perturbadora Requiem for a Dream (2001), donde los estertores de un frenesí orgiástico demuestran la entrega que esta actriz puede llegar a brindar en pantalla. En el paralelo con el trabajo de Malick, ella pareciera emular del rol que adoptó Jessica Chastain: una madre que alcanza las vías de la gracia, una iluminación espiritual que la hace dadora de paz al desasosegado. Otra similitud son las tomas al sol, en las que el brillo del astro busca expresar el silencioso ánimo de exploración del yo interior. Pasa con Sean Penn allá, y acá ocurre con Cillian Murphy. Tenemos por lo tanto un ensayo abierto de confrontación entre el deseo auténtico y la vida consuetudinaria.
El arranque de la cinta es adecuado para definir el vía crucis que Nana deberá afrontar para alcanzar su epifanía, su raison d’être: está ella, madre soltera de clase media, asistiendo el parto de una lechona. Esta gruñe recostada mientras una cría suya se tambalea cercana. Antes que Nana llame por ayuda a Hans -un compañero de labores- enuncia la primera línea consistente del guion: «Sé que duele«. La carrera cuesta abajo hasta redescubrir el encanto místico que habita en ella empieza y se torna cruenta. Tras la aceptación de que para ella el rol de madre es doloroso, vemos el tipo de vida familiar que lleva: con una pareja ocasional y con su padre. Ambos, al fin y al cabo, son elementos ornamentales que cumplen con estar ahí y nada más. Es con sus dos hijos, en especial con el menor, Gully, con quienes su niña interior -vulnerable todavía- da brincos por todos lados. Ocurre, en determinado momento, un quiebre: la madre se presenta ante el hijo con duelo profundo y este le responde con indiferencia. Es una derrota total para Nana, pues no la hay más denigrante que aquella en que nuestro rival nos vence sin mostrar todo su arsenal cuando nosotros, por el contrario, no nos hemos guardado nada. El resultado es que uno domina al otro, y es ahí que el hijo puede prescindir de su madre y la madre de su hijo. Es ahí cuando se da el adiós.
En The Tree of Life el padre se contrapone a la figura materna. Acá, Nana cubre los dos flancos. Amonesta a su hijo con reproches así como luego le otorga silencios beatíficos y lo guía en su redención. Iván le increpa tras su reencuentro «Pensé que te quebrarías como tus malditas esculturas pero no eres tan frágil, ¿no?«. «¿Qué soy?» pregunta este ante la impasible expresión de Nana. Pareciera que ella ha alcanzado la mentalidad de un anacoreta, y es imperturbable. Recuerda esa situación a The Darjeeling Limited (2007, Wes Anderson), cuando los tres protagonistas pugnan por hallar a su madre, quien curiosamente también es una especie de iluminada y persona venerada por una orden religiosa. La comprobación raíz que inicia la mutación personal de Nana es toparse con la curación de Timothy, en un plano-contraplano espléndido, que confronta el efecto de la «curación» que ella generó y la distancia (las rejas) que hay entre la mujer y el milagro (el niño).
La parte final donde aparece Nana avejentada es muy pulida, así como el punto más bello del filme: es hora de apagar viejos enconos y cicatrizar heridas. Dejamos atrás el juego de pasado y futuro y pisamos el presente absoluto, donde no hay saltos atrás ni pausas: empieza el careo. Jannia, la periodista, parece desvanecerse, y se le percibe acaso como una presencia divina enviada por la madre para socorrer el amargado corazón de su primogénito, casi un Macguffin, un elemento que aparece para romper el estanco interior donde él habitaba. Es la madre con su palabra juiciosa quien le quita la carga al hijo, alegando: «Ivan, es mucho para enterrar«. El monólogo extradiégetico de Nana nos relata, como si de una parábola de Cristo se tratase, el proceso de desmoronamiento y renacer de su propio hijo.
Madeinusa (2005) sondea en el fervor religioso y las maneras en que diversas personas la interpretan. Magaly Solier da la talla con un personaje timorato y calculador. Años después, en 2009, vendría La teta asustada con una serie de mejorías en el cine de Llosa, pasando por su fotografía y un tratamiento cinematográfico más libre e innovador. Fausta (de nuevo Solier) está muy afectada por la muerte de su madre, quien le ha transmitido su miedo. Desde acá parten los símbolos y sucesos que bosquejan un ser humano nuevo, salido de la oscuridad del miedo. ¿Suena conocido? Hay directoras que bucean con tino y tacto en los altibajos de su propio género (una hija desolada o una madre desesperada), como Sofia Coppola o Naomi Kawase. En vista que sus tres largos y un corto de dos que posee (Loxoro, 2011) abordan ángulos distintos de mujeres afligidas, cabe afirmar que la directora peruana ostenta la misma sensibilidad que sus predecesoras.
El espectador y su imaginario
En la vida moderna, entre ajustes de dinero y deudas, pasando por rupturas sentimentales, nos hallamos ante problemáticas que a cualquier persona de a pie le toca vivir. Una de las críticas de Paraíso (2010) era que mostraba el lado más decadente y bajo de Lima. Que daba mala imagen. Algo similar pasó con La teta asustada pero sumando su lenta velocidad narrativa, hechos que -a pesar de sus premios y de todo el revuelo alzado- arrojaron una escasa acogida en la taquilla. ¿Podrían decir lo mismo de Los gallinazos sin plumas de Ribeyro? ¿Suenan familiares estas etiquetas? Ocurrió también con el filme de Malick, pero The Tree of Life no mostraba la vida en sectores económicos pobres, hablaba de una familia modelo de los años 50 con crisis normales, pero con un sentido intimista sorprendente. ¿Por qué falló la audiencia?
Explicaciones hay varias, como que la mayoría del público busca acción o desarrollos intrépidos en la trama sin mucho lugar a la contemplación artística. Es decir, no películas lentas. Aloft llevó 315 personas en su primer día en salas peruanas. Notoria diferencia frente a los 57,646 de Jurassic World. ¿Se puede hablar de elecciones prefijadas en la mayoría de usuarios? Probablemente sí. Probablemente la acción, la ciencia ficción, el terror, las animadas de Pixar y las pelis de superhéroes sean las predilectas al momento de elegir qué cosa ver. Hay todo un debate sobre si esto puede cambiar o mantenerse o etcétera. El hecho es que, visto con amplitud, cada uno elige qué ver. La cinta de Claudia Llosa, tanto por las locaciones como por la esencia de desconsuelo que impregna su nueva propuesta, busca un público sereno, que guste de novedad a la hora de probar la línea argumental de una historia.
Si ponemos por un lado a Stepmom (1997, Chris Columbus), drama de toques cómicos pero de cariz serio, y por el otro a My Life Withouth Me (2003, Isabel Coixet) drama reflexivo e igualmente de peliaguda temática, se puede aventurar que la primera tendrá mejor acogida que la segunda en la taquilla local. Ambos filmes versan sobre una madre que abandonará pronto a sus hijos y otros familiares debido a una enfermedad incurable. Pero la más indie, la oferta más experimental se ubica en el segundo título. La película de Columbus cumple con todo lo exacto para ser un blockbuster: música acogedora en momentos cumbres, situaciones verosímiles ejecutadas son sobriedad mas no enérgicas, y un final de foto estampita. Esto no la hace mala, pero sí le quita bríos. Aloft bien podría verse en el futuro reflejada en otra película de otro director, con otro elenco, una historia similar, y tener más taquilla. Eso sí, con menos silencios, fotografía que cumpla en lo técnico, discurrir lineal de los hechos, y un guion comedido, desprovisto de introspecciones y arrebatos.
Al ver cine de autor, conviene tener la disposición a encontrar rompecabezas que debemos resolver en el acto, mientras apreciamos los fotogramas en pantalla gigante, televisor o computadora. El que mira la película tiene el deber artístico de armar la película. Es cierto que Aloft no es una película peruana, pero sí lo es la directora, quien nos ha regalado un repertorio de lujo al día de hoy: productos no predecibles ni repetitivos que minuto a minuto pueden sorprendernos. Claudia Llosa no ha elegido cambios drásticos, tal como Juan José Campanella al dejar sus dramas habituales e incursionar en la animación con Metegol (2014). Ella volvió a aventurarse en los mares de la experimentación y sobre todo, de la pasión. Porque es su historia, sus diálogos y su dirección de actores la que vemos. Porque vemos amor al cine cuando uno elige complacer su inspiración y su sentido estético por encima de los taquillazos o la repercusión mediática.
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