Antes de ver esta tercera película de Claudia Llosa estaba intrigado. Me preguntaba si la directora continuaría por el derrotero de sus anteriores cintas o intentaría dar un salto mortal hacia un cine comercial y más accesible. Esto último porque el argumento de Aloft: No llores, vuela podría haber sido contado como uno de esos filmes de casos humanos (muchas veces basados en “hechos reales”) con fines de autoayuda.
Felizmente, eso no ocurre ya que el tratamiento que aplica Llosa a esta historia la aparta de los esquemas convencionales, aunque –en un alarde de sintética creatividad– la directora utiliza procedimientos audiovisuales bastante obvios para sus objetivos narrativos. Mientras que, al mismo tiempo, esta obra retoma aspectos y contenidos de sus películas previas –Madeinusa y La teta asustada– aunque estilísticamente tenga marcadas diferencias con las citadas, las que nos conducen a una búsqueda de lo esencial, apelando a la sencillez. El resultado es un destilado de pureza y sobriedad cinematográficas que colocan esta obra al mismo nivel de excelencia que sus anteriores filmes.
Las similitudes
Al igual que en estos, Aloft transcurre en un lugar remoto y aislado (como en «Madeinusa») o marginal (como en «La teta asustada»), donde los personajes enfrentan situaciones traumáticas que les vienen impuestas por circunstancias externas que no pueden controlar del todo; en este contexto, hay un tratamiento intimista de las problemáticas que presenta cada filme y sus protagonistas –constreñidos por las circunstancias– son reticentes, actúan a la defensiva y van desarrollando sus metas de manera más o menos sutil aunque inexorable.
Otro importante punto en común del filme que comentamos con sus antecesoras es la presencia del mito como fenómeno y espacio simbólico en el que transcurre la acción y en donde interactúan los personajes; lo que incluye una manifestación de religiosidad popular (como en «Madeinusa») o elementos ritualistas (como en «La teta asustada»). En esa línea, Aloft comparte también la idea de la sanación mediante el arte, como ocurre tanto en «La teta asustada» (con el canto y la música) como en «Madeinusa» (en menor grado, conectado con el despliegue artístico de la procesión de la protagonista y el “tiempo santo”, con fines de liberación personal). Y, al igual que sus predecesoras, la película que comentamos tiene un tratamiento audiovisual con un fuerte componente formal, aunque sin llegar al recargamiento y barroquismo de los dos filmes mencionados.
Las diferencias
En tal sentido, la gran diferencia con estos es que Aloft reduce drásticamente tanto el aparato formal como el narrativo, siempre en comparación con las más complejas obras anteriores; de tal forma que los procedimientos audiovisuales son pocos y básicos, aunque constantes, y el relato –si bien contiene importantes elementos simbólicos– es mucho más sencillo.
La reducción incluye la poda de referencias culturales específicas (andinas) y la limitación a aquellos elementos espirituales de carácter muy general, universales. Esto nos permite visualizar un tipo de sensibilidad e intereses subyacentes en el cine de Llosa, que comparten sus tres filmes y que discutiremos más adelante. La segunda gran diferencia es que Aloft no sigue una narración lineal, sino que intercala y conjuga dos relatos con 20 años de diferencia que enfrentan a una madre con su hijo; usando para ambos relatos el esquema de road movie que en realidad devienen en peregrinaciones marcadas por la incertidumbre, la incomprensión y el dolor visceral. La tercera diferencia –menor, en relación con las anteriores– es que la directora se aleja del mundo andino para trasladarse a Canadá y específicamente al círculo polar ártico; apostando por una desnudez del paisaje externo pero también del alma de sus personajes: una desolación en ambas dimensiones, tanto en la geográfica como en la humana. Este cambio es menor porque, como señalé antes, Llosa introduce en estos gélidos y vacíos territorios la vivencia del mito canalizándolo hacia la espiritualidad.
El mundo de arriba y el mundo de abajo
En efecto, las primeras tomas de la película nos muestran brevemente los tres espacios físicos pero también simbólicos en los que transcurrirá la acción. Primero, un travelling en picado de la superficie helada de un lago, se trata del inframundo (la muerte) donde ocurrirá el hecho traumático principal que distanciará a la madre –Nana Kunning (Jennifer Connelly)– de su pequeño hijo Iván (Zen McGrath de niño, Cillian Murphy de adulto).
Luego, el mundo, pero un mundo inhóspito, una tierra inmensa, cubierta por la nieve, helada –y que, por tanto, pareciera arrastrar a sus habitantes hacia el inframundo–, sobre el cual los personajes deben sobrevivir al dolor y la incertidumbre, ante la amenaza (para algunos) de la enfermedad incurable, mortal, de plazo incierto pero cercana.
Y en esas grandes panorámicas iniciales, encontramos también el cielo (en contrapicado), la luz, que representa la esperanza de una sanación y el consuelo ante unas duras condiciones de vida (recordemos, en ese sentido, el trabajo de Nana como partera de cerdos o sus dificultades de transporte en la primera peregrinación; al inicio del filme). Lo central en estas pocas tomas es la contraposición entre la muerte y la vida, extremos entre los que se mueve la acción. Mientras que estos tres niveles se corresponden con una estructura mítica universal, presentes en casi toda sociedad y cultura, y que se expresan en la actualidad a todo nivel (hasta en los videojuegos).
Cry/Fly
Pero la directora introduce también otro elemento simbólico que tiene una incidencia puntual en el plano narrativo: la cetrería. La crianza de los halcones es un oficio que une a madre e hijo, para bien o para mal. Recordemos que el halcón tiene un papel importante en el primer hecho traumático para Iván niño –el primer giro dramático de la acción– durante la peregrinación al túnel del arquitecto Newman (William Shinell); episodio premonitorio en que el ave busca la luz pero también anticipa el desastre.
Luego, observamos que los halcones aparecen prácticamente desde el primer encuentro de Iván adulto con la periodista Jannia Ressmore (Mélanie Laurent), y uno de ellos los acompañará en su periplo hacia el círculo polar, ya sea volando (mientras Iván va en bicicleta o en ómnibus), presenciando la conversación entre ambos y el encuentro final de la obra. El halcón, pues, asume un papel simbólico, conecta a los tres protagonistas principales y representa –con su vuelo– la unión de la tierra con el cielo, la esperanza de sanación de la heridas abiertas del pasado.
Este plano simbólico integra también lo que es el principal sentido de esta película: la vivencia del sufrimiento. Los conocimientos se aprenden con el estudio, el cuerpo se mantiene con el ejercicio físico, pero ¿quién o dónde se enseña a manejar nuestras emociones? Posiblemente el arte sea ese espacio donde las emociones pueden exhibirse, conocerse y hasta cierto punto vivirse; no en vano una de sus funciones más importantes es el aprendizaje de los sentimientos. En el caso de No llores, vuela, el dolor revolotea casi desde las primeras escenas en las que vemos al pequeño Gully (Winta McGrath) señalado por la fatalidad, rodeado de ese paisaje y clima desoladores. Lo que expande –pero, al mismo tiempo, amortigua– esa descripción del dolor emocional son los procedimientos audiovisuales y narrativos que interactúan con el plano simbólico.
Desde el punto de vista puramente formal, Llosa utiliza como soporte una contraposición entre planos sumamente cerrados –por lo general con cámara en mano– y algunas pocas panorámicas muy abiertas del paisaje polar. Las tomas cerradas son muy intensas emocionalmente, especialmente los primeros o primerísimos primeros planos (rostros), que son una puerta de entrada a la subjetividad y el pensamiento de los personajes. De esta forma, el encuadre los encierra casi permanentemente en sus profundos conflictos, ya sea internos como externos, creándose una sensación de tensión constante, muy incómodo al comienzo (para el espectador). Los personajes –muchas veces en primer plano– y hasta las situaciones parecieran querer salirse del encuadre, los cuerpos son captados en escorzo, ocasionalmente desenfocados; mientras que las grandes panorámicas y el paisaje representan un desahogo visual para el público. Son procedimientos básicos pero aplicados tenazmente y aprovechados por un sobresaliente trabajo de fotografía.
Los distintos clímax
Conforme avanza la acción, un segundo factor traslada la tensión de la parte visual a la dramática, gracias al montaje paralelo. Estas dos historias –una desde el punto de vista de Nana, la madre, y la otra desde el punto de Iván, el hijo adulto– se intercalan de tal forma que hacia el final los bloques de secuencias de cada historia se van haciendo más cortos. Al mismo tiempo, la historia de Nana transcurre en forma de arco, es decir, avanza hacia el clímax (la escena más traumática) y luego desciende hacia la separación, mientras que el relato paralelo de Iván-adulto es más bien un lento crescendo acicateado por la relación entre este personaje y la periodista Jannia Ressmore, y que nos llevará al final. De esta forma, el relato de Nana amortigua la tensión acumulativa del peregrinaje de Iván-adulto, ya que frena –en el intercalamiento final– la acumulación de tensiones del reencuentro; a lo que también colabora su relación con la periodista.
Pero hay otros episodios que, sumados, desahogan estas tensiones dramáticas. En primer lugar, las escenas de sexo, un sexo frío como el entorno, filmado sin mayor sensualidad y más bien expeditivo. Son cuatro breves episodios: dos de Nana y otros dos de Iván-adulto. [N.E.: Aquí el autor se refiere a la versión previa de «Aloft», que se vio en festivales, y que difiere de la versión definitiva que se estrenó en salas comerciales].
El primero de Nana, con su amante Hans (Ian Tracy), casi al inicio de la acción, se corta cuando está a punto de incrementarse la excitación del acto; mientras que del segundo solo vemos una discusión mientras Nana se termina de vestir. En el caso de Iván-adulto, tenemos un encuentro con su esposa, convencional, y otro con la periodista, la única escena erótica donde se observa una clara satisfacción de pareja (lo que es consistente con el papel de Jannia como nexo entre madre e hijo). Otros episodios distendidos son los juegos de Iván con niños (propios y ajenos) y los encuentros de Nana con sus infantes y su padre, más bien sombríos; pero que de todas maneras colaboran a suavizar y ralentizar el conflicto.
Pero además hay imágenes y transiciones mágicas –inolvidables– que impregnan la acción y la conectan con el ámbito de lo simbólico, y que contribuyen a dar densidad a la acción; como por ejemplo las únicas e hipnóticas tomas submarinas, en picado y contrapicado, o la toma aérea del inmenso paisaje polar atravesado por la carretera por donde la pareja va hacia el reencuentro final, o la caminata nocturna de Iván-adulto y Jannia sobre el hielo resquebrajado del lago.
A ello caben añadir las citas muy puntuales de (o influenciadas por) otros cineastas como Malick (contrapicados a contraluz solar) y Von Trier (el “túnel” del sanador, hecho con hierbas y ramitas, a la manera de la débil cabina que “protege” a los personajes al final de Melancolía); así como la propia auto cita de Llosa: el rostro de Iván adulto en foco y el entorno desenfocado, procedimiento usado en la notable salida definitiva de Fausta de la casa señorial en La teta asustada. A lo que deben sumarse varias tomas muy breves de rostros “encubiertos” por distintos elementos o ligeros desenfoques.
Todos estos detalles visuales diseminados a lo largo de la película van “bordando” la acción dramática creando esa densidad que no es otra que la del dolor que invade y permanece en la vida de los personajes, pero también la esperanza que chisporrotea aquí y allá a lo largo del filme. Lo cual se completa con otro factor importante: la dirección de actores.
Llosa logra actuaciones sobresalientes por su contención y el gradual afloramiento del mundo interior de los personajes, que paso a paso van venciendo sus temores y avanzan a tientas por el camino que van construyendo “sin querer, queriendo”, en parte por su voluntad, en parte, por obra del azar. Los mejores momentos en este ámbito son logrados por Jennifer Connolly y el pequeño Zen McGrath, en sus interacciones, que llegan a un elevado nivel de autenticidad. Todo esto evita que la cinta caiga en el sentimentalismo o el desborde emocional, incluso en los momentos donde los personajes discuten acaloradamente. La directora tiene un control férreo en este aspecto y mantiene ese tono intimista que caracterizan también grandes tramos de sus anteriores películas.
Hasta aquí hemos examinado el “amortiguamiento” de las tensiones y conflictos gracias al montaje paralelo. Sin embargo, la relación de Iván-adulto con Jannia no tiene la misma intensidad ni fuerza que la de Nana con Iván-niño, debido a que la primera carece de un clímax comparable al de la historia ocurrida dos décadas atrás; por lo que la expectativa del espectador se dirige hacia el reencuentro final entre madre e hijo. Y cuando este ocurre… la cinta concluye con un final abierto. Quizás se espera que un filme con doble desarrollo deba tener también un doble desenlace, faltando (o estando poco claro) el segundo, lo cual frustra las expectativas de algunos.
Me parece que esta posible frustración sobre el final de la película está a la base de las críticas que se le han hecho, en el sentido de que la acción se detiene y vuelve sobre el plano simbólico en términos vagos y de un misticismo gaseoso. De allí que a algunos les parezca pretenciosa la cinta, cuando en realidad es todo lo contrario, se trata de una obra intimista, sutil y parca por momentos. Por otra parte, la experiencia religiosa nunca es totalmente clara, ¿cómo podría serlo si esta es inefable por definición? Los mismos libros sagrados de las grandes religiones –la Biblia, el Corán, la Torá– son muchas veces oscuros, imprecisos, enigmáticos cuando no misteriosos y hasta contradictorios. Mientras que los líderes, predicadores y santones de diversas sectas o grupos oscilan entre la verborragia y el silencio, a veces deliberados. En ese sentido, las discusiones y la misma relación entre Nana y el arquitecto (sanador) Newman son algo ambiguas y están marcadas por la desconfianza y el escepticismo.
Estas críticas pasan por alto que para Llosa lo principal no es la llegada sino el camino, la peregrinación; esta última simboliza a la vida misma, en la que viajamos con un equipaje –de mayor o menor peso– de sufrimiento y el objetivo es reducirlo. No es posible vencerlo, hay que sobrellevarlo, y la curación es el esfuerzo por aminorarlo, en un contexto cuyo desenlace generalmente será incierto. Ello porque las circunstancias –el azar– que desencadenan el dolor no siempre se pueden controlar; de allí también la necesidad –luego de todos los esfuerzos conscientes– de entregarse y someterse a esa voluntad superior a lo humano.
Al final, quedará la interrogante abierta entre la sanación (esperanza) y la vida (la lucha permanente por superar el dolor), entre la fe y la duda; proceso en el que un componente alimenta al otro. Pero la directora no está preocupada en explicarlo o demostrarlo muy explícitamente (o sea, en términos dramáticos), sino que confía en el puro poder de las imágenes del camino recorrido por madre e hijo; así como en la descripción y vivencia silenciosas de la aflicción, paralelas a la posibilidad de una curación espiritual.
Como en la anterior película de Claudia, lo importante no es lo que se dice, sino lo que se oculta o retiene para sí mismo y para los demás. Estos pequeños pero constantes vacíos son un reconocimiento de que existe un poder que se manifiesta mediante el azar, al que debe aceptarse y al cual hay que acogerse. La sanación pertenece a este ámbito íntimo, privado, pero que aparece salpicando destellos a lo largo de esta obra: son breves imágenes y pequeños episodios, junto a las grandes panorámicas, que sugieren la esperanza. Es un espacio sagrado y la propia película –con sus pocos indicios de solución, con su enigmático final abierto– hace parte de esa sacralidad; como ocurre también en «La teta asustada». Quizás debamos completar la sanación de sus personajes a partir de nuestras propias sanaciones. No en vano todos cargamos una cruz (o varias) en esta vida.
Erich Fromm explica el sentimiento religioso como una necesidad universal de reencontrarse con la naturaleza. “La falta de armonía en la existencia del hombre engendra necesidades que trascienden en mucho las de su origen animal. Estas necesidades tienen como resultado un deseo imperativo de restablecer una unidad y un equilibrio entre él y el resto de la naturaleza” (Fromm, Erich, Psicoanálisis y Religión. Buenos Aires: Editorial Psique, 1956; p. 42).
Esto lo realiza el ser humano, dice Fromm, mediante el pensamiento, creando sistemas explicativos holísticos sobre el mundo. “Pero, como [el ser humano] es una entidad dotada de un cuerpo, a la vez que de una mente, tiene que reaccionar a la dicotomía de su existencia, no solo con el pensamiento, sino también con el proceso de vivir, de sus sentimientos y actos. Tiene que luchar por la experiencia de unidad en todas las esferas de su ser, con el fin de hallar un equilibrio nuevo. Por lo tanto, cualquier sistema de orientación satisfactorio, significa no solo elementos intelectuales, sino elementos de sensación que tienen que realizarse en actos en todos los campos del esfuerzo humano. La devoción a un fin, a una idea, o poder que trasciendan al hombre, como por ejemplo Dios, es la expresión de esta necesidad de totalidad en el proceso de la vida” (Op. cit., p. 43; cursivas nuestras).
Hay aquí una conexión entre la vida, los sentimientos y las sensaciones, por un lado, y la necesidad de restablecer un equilibrio con la naturaleza, por el otro, que se expresan en la sanación mediante el arte. De allí también que Newman, primero, y luego Nana, entreguen semillas envueltas en hojas a los peregrinos; es el germen de la vida que se expresa así simbólicamente, pero también de manera a veces chocante (parto de la cerda) y otras, rutinaria (sexo) en el filme. Asimismo, el túnel en el que se realiza la curación está hecho de hierbas o el columpio donde se bambolea Nana con la niña enferma está sujeta a los árboles: siempre hay conexiones con la naturaleza y el paisaje, siempre la búsqueda de esa unidad perdida, ese equilibrio quizás imposible de restablecer (o que se restablece una y otra vez en la vida y con el arte). Es por ello que la vida siempre oscilará entre la esperanza y la incertidumbre.
Cuando pienso en Claudia Llosa y en cómo construye sus personajes, sus historias, de dónde se le ocurren ciertas cosas (por ejemplo, la cetrería) o cómo logra con este conjunto de elementos técnicos y significativos básicos crear obras tan potentes, imagino a una mujer muy fuerte pero, al mismo tiempo (y quizás por lo mismo), que busca ovillarse y protegerse, que corre riesgos y luego se repliega sobre sí misma, silenciosamente. Sus obras –como sus personajes– expresan esa contención emocional que resulta del sufrimiento que les viene impuesto por terceros (o las circunstancias, el azar) y de su tremendo esfuerzo y lucha por reducirlo o superarlo. Lograr establecer con gran exactitud este equilibrio, mediante los elementos que hemos discutido detalladamente aquí, es un gran logro artístico y una inagotable fuente de placer estético.
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