La película de Salvador Del Solar narra el reencuentro entre Magallanes y Celina, muchos años después de que se conocieran en circunstancias de peligro y riesgo para sus vidas; reencuentro que tira por los suelos la ilusión del primero, que parece haber guardado sentimientos amorosos hacia ella.
Magallanes había sido un soldado que buscaba un enemigo oculto entre la población de campesinos pobres de Ayacucho. Le toca ser testigo de cómo a una adolescente de catorce años apresada por sospechosa la retiene (o la demora, como dicen en Argentina) en su dormitorio el oficial al mando, por más de un año. Luego, él la ayuda a escapar, a cambio de favores sexuales.
El personaje central de la película parece construido sobre una inverosimilitud: cuesta creer que el victimario, veinte o más años después, esté dispuesto a iniciar una empresa arriesgada con el fin de congraciarse con ella. Claro, todo esto está basado en un relato de Alonso Cueto y él es el responsable de su hechura más que Del Solar o Damián Alcázar, el excelente actor que le da vida en el filme.
Pero otros piensan que sí es verosímil que Magallanes, habiéndose enamorado en medio de la guerra, en donde la frontera del bien y del mal desaparece, al volver a su vida civil de sobreviviente pobre (ganador pero vencido a la vez), y reencontrar a Celina, reaccione con lo que se podría llamar el síndrome del paraíso perdido. Pero eso no se aprecia en la película: no hay un solo flashback, no hay una sola mirada de deseo en él, sino el shock de la vergüenza (que es indicativa de la culpa que siente por lo que hizo) y luego, apenas, el repaso de la antigua foto incriminadora y de un retrato hecho a carboncillo.
No veo en Magallanes la dureza y cinismo del que ha pasado por una guerra, como sí se aprecian esos resabios en Milton, el compañero de armas que encarna vivamente Bruno Odar. Ese que quisiera regresar al teatro de operaciones porque allí el peligro les hacía vivir intensamente y segregar adrenalina como animales en celo. ¿Y acaso Magallanes no es más cínico que él, al creerse la farsa de su amor y pretender ayudar a Celina?
Sin duda, Celina es la víctima y más aún su hijo. Hay un victimario mayor, el oficial que tenía poder no sólo sobre la víctima sino sobre los combatientes, que es el coronel retirado que encarna Federico Luppi y al que el paso del tiempo le cobra poco por su pasado. Y hay también el victimario menor –el que la fuerza sólo una vez- pero que no se ve como tal, sino cómodo en la coartada de la “obediencia debida”. Magallanes es el canalla inconsciente o el que se cree su mentira: que el mal menor no ocasiona daño en la víctima y queda envuelto en el velo plateado de las buenas intenciones. Es el egocéntrico incapaz de ponerse en los zapatos de Celina y detenerse a imaginar sus sentimientos; es el gran sorprendido en la escena del afeitado/desenmascaramiento, cuando se ve rechazado.
Pero supongamos que el amor de Magallanes y su afán de reparación son sinceros. ¿No es posible el surgimiento de un sentimiento superior como el amor en medio de la guerra? ¿Sólo tiene cabida el deseo? Si hemos de creer la verdad que construye de su pasado, Magallanes se arriesgó cuando joven para liberar a Celina y el favor que le pidió fue una justa recompensa, o un acto salvador a su vez, más que a su acción, a su naturaleza de hombre elemental acosado por la muerte.
En el presente, su culpa lo lleva a imaginar un acto heroico para saldar esa deuda para construir una nueva vida. Un afán de retorno, de búsqueda de segunda oportunidad por el lado de Magallanes y un cierre hermético a la posibilidad de retornar al pasado en Celina. Magallanes fracasa aún en su intento de ser un caballero y cuando va a entregar el trofeo a su dama, es despedido violentamente por su Dulcinea que lanza ajos y cebollas en un idioma que él, ni los espectadores entienden, en uno de los momentos culminantes que consagra definitivamente a Magaly Solier como una gran actriz. De paso, esa escena cuestiona duramente a quienes sólo se interesan en el lado monetario de la política gubernamental de reparaciones (para las víctimas de conflicto), aprobada después que la recomendara el Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación.
Me he preguntado si hay algo de Francis Phelan en Magallanes, aquel personaje que encarna Jack Nicholson en la película “Tallo de hierro” (Ironweed) de Héctor Babenco. Basada en la novela de William Kennedy, es la historia de un alcohólico vagabundo castigado por la vida que vive entre la morralla acompañado de otra fracasada protagonizada por Meryl Streep, sobre el telón de fondo de la Gran Depresión. De pronto, el Día de Acción de Gracias es asaltado por un rapto reparador, cuando lleva años de no ver a sus hijos y de no haberlos asistido, cuando tuvieron necesidad. El episodio de la visita del protagonista a su antiguo hogar, es de un dramatismo inefable, tanto más que la carga del perdón de la esposa (Diane Venora), se transforma en una catarsis que termina por darle un vuelco a la vida de Phelan.
En la película de Salvador del Solar la opción es su opuesta y previsible: la catarsis es de Celina, la víctima, que se transforma en la mujer renovada que abre su peluquería por la mañana y está dispuesta a enfrentar a la agiotista que la oprime.
Sin el facilismo de una reconciliación forzada, la película abre caminos para nuevos reencuentros entre peruanos. Una gran película, sin lugar a dudas.
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