Esta no es una crítica cinematográfica, sino una reflexión para compartir con los que ya han visto NN, una película que se aleja de los convencionalismos en el tratamiento del tema de los desaparecidos y que evidencia cómo esta sociedad nos tiene enfermos del espíritu.
1
Un profesional que hace lo contrario de lo que la ley y los protocolos demandan, pero que con ese acto ilegal le devuelve la paz a una mujer. ¿Por qué lo hace? Porque está hastiado de la indiferencia, de la inoperancia, de la falta de voluntad de las instituciones de su país. Porque hace treinta años que ha entregado su vida a encontrar los restos de los desaparecidos y lo han dejado solo en esta tarea. Porque su propia vida está desencajada, y se ha convertido él mismo en un fantasma que vaga, que está y no está.
Este terrible deambular de las familias de los 16 mil desaparecidos en el país es tratado con esa particular sensibilidad que caracteriza a Héctor Gálvez, a través de una historia diferente. No es una mujer ayacuchana que busca a su hijo, o el fantasma de Rosa Cuchillo, o los miembros de las asociaciones de familiares de desaparecidos que envejecen protestando ante las fiscalías y el Poder Judicial. Es la mujer (Antonieta Pari) que se ha quedado pegada al esposo muerto. No puede iniciar el duelo después de treinta años porque no encuentra su cuerpo y no lo ha enterrado. Es una mujer obsesiva, terca, luchadora, dura, que no derrama lágrimas, pero que no logra rehacer su vida ni encauzar su fuerza hacia lo positivo.
El otro eje que sustenta la historia es el equipo de antropólogos forenses que vive rodeado de muerte y cuyas historias personales reflejan los efectos de ese contacto permanente. El insomnio y el alcoholismo son solo los más visibles.
En ningún momento se hace referencia a la guerra interna ni a esa etapa de posguerra en la que se ubica la película, ni a las comunidades en las que realizan las exhumaciones. En realidad no es necesario. Podría ser Ruanda o Kosovo; lo que interesa es el drama humano, y en eso radica la universalidad de la película. El director se aparta de lo racional, del dato, de la cifra, para trascender y llegar a la esencia del dolor.
Los aciertos de la historia son muchos: encontrar personajes no estereotipados, contar lo esencial del drama de los desparecidos, mostrar la indiferencia de las autoridades sin decirlo explícitamente, no desviar la atención en hechos menos relevantes o anecdóticos. El director encuentra el estilo adecuado para la película: seco, poco explicativo, parco, introspectivo, no melodramático. Hay un solo toque emocional que funciona como detonante para que el espectador se haga una idea de la carga que soportan estos profesionales, y ocurre cuando la antropóloga rompe en llanto al limpiar el vestido de una niña encontrado en la fosa junto a un pili mili, como le llaman al colet en la sierra. Esas lágrimas rompen el dique que ha contenido la emoción por tanto tiempo y se desborda. El momento es único porque lo que predomina son los primeros planos de los ojos acuosos de Fidel, que contiene las ganas de llorar en todo momento.
A nivel cinematográfico acierta en la densidad, el ritmo, la frialdad de los espacios, la puesta en escena de los cuerpos sobre las tarimas como altares iluminados en un recinto sagrado, la excelente fotografía y la dirección de arte.
Esta película no es concesiva. Es dura, implacable, de ritmo tan lento como lenta sigue siendo la búsqueda de los desaparecidos; de una densidad que obliga al espectador a realizar sus propias deducciones y a quedarse también con algunas dudas.
2
No es una película políticamente correcta: otro gran acierto. ¿Qué debió hacer Fidel (Paul Vega)? Obviamente, decirle la verdad a la señora. Informarle que esos restos no eran los de su esposo. La historia debió terminar con el final esperado: la señora recupera el cuerpo de su esposo. Triunfa la justicia. O todo lo contrario: una vez más la búsqueda de la mujer se frustra.
Pero no, el protagonista trasgrede ese final. Opta por la mentira y todas nuestras banderas de “justicia, verdad y reparación” terminan arrugadas.
Están ausentes las clásicas explicaciones de las autoridades que justifican la ineficacia del ministerio público o la desatención del Estado, no hay quejas ni denuncias explícitas, no hay mítines, no hay grandes defensores de los derechos humanos. Solo un oscuro profesional que ha destruido su vida por encontrar los rastros de la muerte.
Es una visión que se aleja del “onegeísmo”. El derecho de la mujer a que el Estado le entregue el cuerpo de su marido no se cumple. La curación de la víctima llega por un camino más sinuoso y no por el establecido. Es una decisión individual que deja abierta la reflexión.
Se trata de reflexiones parecidas a las que torturan a Javier Cercas en su más reciente novela «El impostor«. Justamente en ella devela la verdad y las falsedades de Enric Marco, un obrero que fue el emblema de la lucha antifranquista, pero que se había inventado un pasado y engañó por décadas a la sociedad española. Cercas lo compara con Don Quijote: ambos eligieron la vida antes que la verdad. Escribe: “Si la mentira da vida y la verdad mata, ellos eligen la mentira (…) aunque elegir la mentira suponga transgredir un principio básico de nuestra moral e incurrir en el vicio maldito de Montaigne, en la bajeza y la agresión y la falta de respeto y la violación de la primera regla de convivencia entre humanos, que consiste en decir la verdad”.
Cercas hace referencia a Nietzche, quien observó que los seres humanos no pueden soportar demasiada realidad y que a menudo la verdad es mala para la vida. Por eso el filósofo abominaba de nuestra pequeña moral pequeñoburguesa, de nuestra ética mezquina que respeta la verdad y elogiaba las grandes mentiras que afirman la vida.
Si bien la película no es oenegera, representa con fidelidad el trabajo que realiza el Equipo Peruano de Antropología Forense (IPAF en la película), ese que ocurre tras bambalinas y que requiere de una delicadeza propia de los restauradores de arte. Los personajes son miembros de una ONG, fielmente retratados en sus relaciones laborales, en sus momentos expansivos y en su trabajo cotidiano, que combina lo sombrío de la reclusión en un cuarto en penumbras con el trabajo de campo en parajes agrestes y lejanos. Las escenas al interior de la ONG captan esa estética de casona antigua venida a menos, seguramente ubicada en Jesús María.
Eros y tánatos. Cualquiera que ha estado cerca de la gente que realiza trabajos forenses sabe que pueden bromear con un hueso de la pata de un pollo, o salir a divertirse después de haber reconstruido una calavera fragmentada en mil pedazos.
Solo quien se ha compenetrado con un tema puede romper con las formas tradicionales de su tratamiento. Y Héctor Gálvez se ha metido en el limbo fantasmal de los NN de cabeza porque no le es ajeno. El cineasta inicia su vida profesional en el Centro de Promoción y Desarrollo Poblacional (CEPRODEP), y una de sus primeras responsabilidades es dictar un taller de cine a los líderes de la pandilla Invasión, en las calles polvorientas de Cajamarquilla.
Estos jóvenes eran los hijos y nietos de los desplazados por la violencia política. Les enseñó a manejar la cámara, a registrar el sonido, a usar las luces y a hacer sus guiones. Héctor había leído sobre la teoría del “video transformación” que consiste en usar el lenguaje audiovisual para desbloquear las capacidades creativas y generar autoestima. De este grupo salen los actores de Paraíso, su primera película, quienes también colaboraron con él en el guion.
Su formación social unida a su especial sensibilidad, y a la cercanía que desarrolló frente a los problemas derivados de la guerra interna, le permiten ahora abordar estos temas tan complejos.
3
Durante el periodo de posguerra he realizado, por lo menos, cincuenta reportajes televisivos y escritos sobre los temas “duros” de derechos humanos, sin contar los relacionados a problemas sociales. Mostré el trabajo de la Comisión de la Verdad y los resultados del Informe Final. Estuve grabando la inauguración del Museo de la Verdad de ANFASEP en Ayacucho y la de la Casa de la Memoria de Huancavelica. Mostré a las mujeres de Manta y Vilca, víctimas de violencia sexual en las bases militares. Entrevisté a la emblemática mamá Angélica y a la madre Covadonga, experta en lidiar con el dolor de los desaparecidos en Ayacucho. Ella me dijo: “Ese huesito hay que respetarlo. Ha sido piernita, brazo de una persona. A esa persona la han maltratado y merece el mayor respeto. No que sus huesos se acumulen en cajas”.
Acompañé a los miembros del EPAF a una exhumación que se realizó en Accomarca donde actuaron como peritos de parte. Filmé las cajas con restos apilados en la Fiscalía en Lima. Denuncié el incumplimiento del Plan Nacional de Exhumaciones a cargo del Ministerio Público. Grabé a José Pablo Baraybar varias veces en polémicas con los encargados del Instituto de Medicina Legal, advirtiéndoles que no se pueden hacer exhumaciones sin saber antes quiénes están en las fosas. Decía: “Si hacemos eso estamos despareciendo a las personas por segunda vez porque nunca se podrá saber de quiénes son esos restos”.
Recuerdo especialmente un reportaje sobre un caso de pura desesperación. En esa oportunidad acompañe al señor Alejandro Crispín y a todos los miembros de la Asociación de Familiares de Desaparecidos de Huancavelica a las afueras de la ciudad porque me aseguraron que habían encontrado huesos humanos. Era cierto: entre los montículos de desmonte sobresalían cráneos destrozados, huesos astillados, fragmentados en mil pedazos. Los desmontes estuvieron cubiertos por tierra no se sabe por cuánto tiempo, pero la lluvia y la erosión los sacaron a flote. Recuerdo a cuatro chiquillos jugando con un maxilar al que trataban de encajarle unas muelas.
Este acontecimiento revivió la esperanza de doña Alicia, la esposa del señor Crispín, de poder enterrar siquiera el fémur del que fuera su hijo mayor, Javier, que se preparaba para ser profesor de educación física cuando fue detenido y desaparecido en 1989. Doña Alicia le pasó la voz a la madre de Temístocles Cusi, y ella a la hermana de Edwin Rodríguez, quien a su vez convocó a la esposa de Luis Manrique. Formaron un compacto piquete de mujeres que se pasó más de veinte días en el lugar, sin moverse, velando los restos y prendiendo las velas que iluminaban las fotos de sus desaparecidos. La población las llamó las guardianas de los huesos.
La esperanza se desvaneció y el surrealismo macabro se hizo evidente cuando un equipo del EPAF llegó al lugar, y después de hacer el estudio correspondiente, determinó que se trataba de huesos muy antiguos, posiblemente preincas, entreverados con huesos de animales.
Siempre pensé que esa era una historia muy buena para hacer una película sobre los desaparecidos. Me perseguía la idea. Pero después de ver «NN» creo que ya todo está dicho.
Este artículo fue publicado originalmente en la Revista Ideele.
Deja una respuesta