El crítico de cine y docente, Ricardo Bedoya, es siempre una voz a escuchar con atención cuando hablamos de cine en Perú. En esta oportunidad le pedimos a Ricardo, a manera de balance de fin de año, un análisis respecto al momento actual de la actividad cinematográfica en nuestro país, la cual engloba tanto la producción como la exhibición y distribución de las películas nacionales. Aquí sus reflexiones:
¿Existe una audiencia para el cine peruano?
El 2015, un año de muchos estrenos peruanos. El más nutrido de toda la historia, es cierto. ¿Pero eso garantiza la expansión del cine peruano o, al menos, su continuidad? ¿Es sostenible ese impulso?
Tal vez, por efecto de la inercia del movimiento, se mantenga en 2016. Pero nada asegura que persista luego.
Hay varios motivos que provocan dudas. El primero: la producción se incrementa sobre bases precarias. Los recursos otorgados por el Estado se mantienen invariables desde tiempo atrás. Aumenta el volumen de la producción, pero no del presupuesto que podría estimularla. En el reciente concurso de cortometrajes participaron cerca de noventa títulos y se premiaron menos de diez. Y lo mismo puede decirse de las expectativas que acompañan los proyectos regionales, experimentales, de difusión, entre otras que aspiran a recursos congelados.
Aunque en los últimos años se ha cumplido con la entrega del total de los recursos previstos por la ley, el decrecimiento de la economía y los cambios políticos que se avecinan pueden cancelar esa puntualidad.
Otro motivo de inquietud: la renuencia del público frente a las propuestas cinematográficas más reflexivas o críticas.
¿Existe una audiencia para el cine peruano?
No, no existe.
Existe público para cierto tipo de cine peruano: el que llega a las salas contando con una masiva promoción mediática, gracias al apoyo de las marcas involucradas en la producción. Y el que apela a los imaginarios de la televisión.
Las tres películas más exitosas de la historia del cine en el Perú [N.E.: Asu Mare, A los 40, Asu Mare 2] lanzan guiños a la generación «Pataclaun». Esa que creció durante el caos y la violencia, pero que ya no quiere recordarla.
Pero ni siquiera el público afanado con los géneros y las figuras de la tele ha mostrado apego a las fórmulas previsibles durante 2015.
Ya había ocurrido con las películas de animación. Luego de un arranque auspicioso en taquilla, los siguientes estrenos animados estuvieron por debajo de las expectativas de ingresos. Este año lo hemos visto con el terror. El éxito de Cementerio general (2013) y Secreto Matusita (2014), en los años anteriores, impulsó una seguidilla de estrenos terroríficos -en todos los sentidos del término- que no logró colmar ni las salas de cine ni los deseos de sus productores. ¿Qué pasó? ¿Las fórmulas genéricas se desgastaron con rapidez? ¿El público se hartó de los «fakes»? ¿La saturación es veloz en un mercado estrecho como el peruano?
Hay otras señales que llaman la atención: una película de acción y suspenso como Desaparecer, de buen empaque de producción y lanzamiento comercial amplio, tampoco logró el objetivo comercial que buscaba. Y Lusers, a pesar de obtener buenos resultados en la taquilla local -ya que no en Chile, uno de los países coproductores-, quedó por debajo del millón de espectadores previsto.
Sin duda, queda el camino pendiente de la formación de públicos. Para ello se requiere un cine comercial que se arriesgue a algo más que exprimir la receta del éxito anterior –o a envilecerla, como en el caso de esos vehículos fílmicos al servicio de algunos cómicos televisivos- , pero también de películas de perfiles distintos, que necesitan de un tiempo para construir su audiencia.
Películas como las que se realizan en muchas regiones del país, pero que están marginadas de la programación de las cadenas de salas que se abren aquí y allá. Y aquellas que logran estrenarse, pero con permanencia amenazada y constreñida a pocas funciones. Magallanes hubiera pasado desapercibida si una cadena no le hubiera dado la posibilidad de mantenerse en cartelera cuando recién empezaba a hablarse de ella.
Los exhibidores tienen un papel clave en ello. ¿Es esperar peras del olmo el imaginar la proyección de cortometrajes en las salas –acaso con el auspicio de las municipalidades y el incentivo de un porcentaje del impuesto a los espectáculos no deportivos- y la posibilidad de un trato ponderado con películas peruanas que no vienen catapultadas por importantes campañas de publicidad? Sí, tal vez lo sea.
Síntoma de todo ello es que las mejores películas peruanas de 2015 (junto con NN) recién las veremos en 2016 (si es que logran estrenarse): Rosa Chumbe, de Jonathan Relayze; A punto de despegar, de Robinson Díaz Sifuentes y Lorena Best Urday, y Solos, de Joanna Lombardi. También Videofilia (y otros síndromes virales), de Juan Daniel Molero.
Síntoma de un sistema comercial que posterga, excluye y desconfía de lo mejor o que condena a la invisibilidad a muchas películas: ¿Cuándo veremos La cosa, de Álvaro Velarde? ¿Cuándo se estrenarán en Lima las películas arequipeñas de Miguel Barreda?
Más de tres millones de espectadores para “¡Asu mare 2!” es, qué duda cabe, una cifra formidable y un hecho excepcional, como lo fue el suceso de la anterior. Pero sostener que ha nacido una industria y que el “efecto Cachín” ha impulsado una bola de nieve capaz de arrastrar taquillas en beneficio de toda la producción peruana y sin necesidad de leyes de apoyo –como llegaron a decir algunos economistas-, resulta desencaminado.
Lo cierto es que se requiere una legislación renovada, un público curioso, un circuito de salas interesadas en ofrecer oportunidades al cine peruano más “frágil”, y seguir contando con la creatividad y el empuje de los cineastas que surgen en todo el país.
Así fue la larga conversa que tuvimos con Ricardo Bedoya, autor del libro “El cine peruano en tiempos digitales” ► http://t.co/vCSodo8sCb
— Cinencuentro (@cinencuentro) August 17, 2015
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