Leonardo DiCaprio dijo anoche, con el Óscar a mejor actor en la mano, que The Revenant es acerca de la relación del hombre con la naturaleza. Me permito disentir. Con dos horas y media de duración, la película es acerca del sufrimiento (el de DiCaprio) y poco más. «The Revenant» ni siquiera tiene un punto de vista sobre el sufrimiento humano, a menos que uno considere la idea operando detrás de esta película –“el dolor es cinematográfico”— como un punto de vista interesante.
De hecho, la película es un ejemplo claro de separación entre forma y fondo, que es lo que distingue a las obras deshonestas. Se ha hablado de las similitudes entre «The Revenant» y algunos planos del cineasta ruso Andrei Tarkovsky –este video lo hace de manera brillante, y yo solo añadiré que la imagen de un ave saliendo del pecho de un muerto fue usada también por Jodorowski en La montaña sagrada (1973)– y resulta ilustrativo analizar The Revenant desde esta óptica: lo que en Tarkovksy es esencia, el centro de lo que su cine intenta comunicar, en González Iñárritu es decorado, “arte”.
El director mexicano ha reconocido en Tarkovsky una “inagotable fuente de inspiración”, pero creo que sería más adecuado hablar, en este caso específico, de plagio. El video ilustra mejor mi punto, y aunque los grandes planos de la historia del cine no le pertenecen a nadie –le pertenecen a la humanidad, en todo caso— encuentro interesante señalar una de las ideas con las que al parecer se trabajó aquí, porque es una idea ingenua. Es algo como esto: el valor artístico de un largometraje está dado por sus planos.
El mismo Tarkovsky se reiría de este marco mental con el que, da la impresión, el director mexicano ha emprendido su arduo y vacío trabajo: el cine es un lenguaje, y depende de una gramática que articule los planos. Haciendo una trasposición a la literatura, es como creer que las palabras “prestigiosas” encierran un valor en sí mismas (parafraseando a Cortázar, es como creer que resulta mejor escribir “descender las escaleras” que “bajar las escaleras”). De hecho, puedo imaginar a un editor astuto recortando treinta minutos de planos de árboles y nieve, de secuencias con gráciles travellings mientras suena el viento, y obteniendo con este recorte una mejor película, mucho más cercana a su verdadera identidad. Porque «The Revenant» es, en el fondo, una película de superación de la adversidad al estilo de ¡Viven! (1993), cruzada con una película de venganza en la línea de Búsqueda frenética (1998). Y, con dos horas y media de duración, la película falla en un asunto básico: no logra que el espectador conozca al protagonista o se interese por su lucha.
De hecho, es probable que lo único que se recuerde de este personaje es que estuvo protagonizado por Leonardo DiCaprio (las estrellas de cine distraen siempre de la película, como apuntó alguna vez el también mexicano Carlos Reygadas).
En ese sentido, un actor anónimo –un “modelo”, en la línea de Bresson o del mismo Reygadas– hubiera tenido más transparencia, y hubiera servido mejor al propósito “universal” al que parece apuntar Gonzáles Iñárritu, puesto que su cámara se centra en el desempeño físico de DiCaprio, y parece asumir que hay trascendencia en eso. Pero lo que el filme muestra es, sencillamente, a Leonardo DiCaprio sufriendo en medio de la nieve, luego de haber sido atacado por un oso. Y el guion tropieza, porque en mi opinión el conflicto del protagonista hubiera sido más interesante si los espectadores tuviéramos más detalles sobre su vida anterior a los eventos del filme: por qué este cazador tiene un hijo indio, por qué lo ama tanto, quién era su mujer y cómo se enamoró de ella. Algo que le permita al espectador –un ser humano— relacionarse con los personajes de ficción de la película, que son seres humanos también. Se supone.
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Pero «The Revenant» explica todo con flashbacks rápidos, y por tanto el conflicto central emociona poco. Del hijo indio, por ejemplo, sabemos apenas que es lacónico, al igual que DiCaprio, y que tiene el rostro grumoso, lleno de marcas de acné: Gonzáles Iñárritu está interesado por las superficies, como también lo estaba Tarkovsky, pero su película es falsamente poética. Apunta a la trascendencia y cree que la alcanza a través de los planos. Y si no es con los planos, parece asumir que una voz en off recitando lugares comunes (“Siempre estaré contigo”) es capaz de conmover o es más “artística” porque habla en un idioma nativo. Es el arte como fetiche, como acumulación. Es, también, el reino de la sensación, de la sangre y del agua salpicando el lente de la cámara.
Tampoco sabemos gran cosa sobre el antagonista de DiCaprio, el asesino de su hijo, pese a que sus motivaciones -esencialmente, la sobrevivencia– son muy entendibles.
Es verdad que hay planos hermosos en este filme –el travelling sobre el agua en la secuencia inicial, las nubes acercándose a la cámara desde lo alto de una montaña– y parte de su efectividad está relacionada con el diseño sonoro, que encuentro intachable. Técnicamente la película sobresale, pese a la evidencia de los efectos digitales –estelas de humo, personas, nubes, cerdos, el oso que ataca a DiCaprio: todo evidentemente hecho en computadoras, todo evidentemente falso– y al verla ayer pensé nuevamente en aquel misterio enorme que supone ver el rostro de una persona, muy de cerca, proyectado en un ecran de cuatro metros de alto.
Encuentro cierto también que González Iñárritu se ha convertido en un planificador virtuoso de sus planos secuencia –la escena inicial de enfrentamiento con los indios es extraordinaria— pero su película carece de una gramática interesante: es, en el fondo, una película muy convencional, sin ningún punto de vista sobre la vida o la naturaleza. Es, también evidentemente, una película con altísimos costos de producción, costos que luce en sus múltiples planos secuencia, que desembocarán en una secuencia de tono gore hacia el final, mucho más honesta que todo lo visto antes.
Hay también hacia la última parte del filme un plano hermoso, de unos pocos segundos, de unas hormigas montándose unas sobre otras: si este plano cumplió alguna función dentro de la película –excepto la función acumulativa que parece guiar su ejecución– es el misterio mayor que he encontrado yo. La película se hace gradualmente menos interesante, gradualmente más pretenciosa. Y su cierre es de antología: DiCaprio mirando hacia la cámara, rompiendo la cuarta pared, al estilo de «Los 400 golpes», «Las noches de Cabiria», «Breaking the Waves» y tantas otras. En películas como aquellas era un recurso que apelaba a la interpelación y a la emotividad. Aquí es impostura. Mis felicitaciones a todos los inversionistas del filme.
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