Con esta película, Pablo Larraín se ha posicionado como uno de los cineastas más originales de la actualidad. Poseedor de un estilo propio e inconfundible, su cine también nos ofrece una mirada crítica a la historia chilena reciente y una proyección universal de los asuntos que toca. En esa línea, «Neruda» ofrece una visión personalísima del gran poeta y Premio Nobel de Literatura, una reflexión sobre vida y creación literaria y, al mismo tiempo, una crítica a la izquierda chilena en el marco de una estructura audiovisual plena de sentidos y complejidad formal.
«Neruda» se explica a través de un policía de su creación
No estamos ante un biopic tradicional ya que el director ha escogido un corto periodo de la vida de Pablo Neruda (Luis Gnecco) ocurrido en 1948, en el cual sufrió la persecución (junto a un ilegalizado Partido Comunista) del gobierno del presidente Gabriel Gonzales Videla (Alfredo Castro), a quien ayudó a elegir. Para desarrollar esta historia, Larraín utiliza un esquema tradicional que luego transforma; a saber, inventando un personaje ficticio a través del cual conocemos al protagonista principal. Este mecanismo fue usado, por ejemplo, en Beethoven Monstruo Inmortal, de Agniezka Holland y El Último Rey de Escocia, de Kevin Macdonald; en ambos casos, las películas giran principalmente en torno a los personajes ficticios, los que se desarrollan a partir de su relación con los personajes históricos.
En el caso de «Neruda» sucede lo contrario. A raíz de la persecución política surge un inspector de policía, Óscar Peluchonneau (Gael García Bernal), el cual nos va contando –mayormente en off– su perfil profesional, su pasado y sus interrogantes y opiniones sobre el ya famoso poeta. Desde el principio, el inspector se relaciona con el entorno político local y hasta familiar de Neruda, en el marco de sus pesquisas. Sin embargo, luego vamos advirtiendo que el supuesto Peluchonneau es una creación del propio Neruda, en el contexto de la conversión de la persecución en una especie de novela policial que estaría escribiendo el vate (admirador de este género literario).
De esta manera, todo adquiere un nuevo sentido. El esquema que usaron Holland y Mcdonald resulta rebasado, puesto de cabeza y transformado por Larraín. Lo que venía siendo una película histórica y política se va transformando en una reflexión sobre vida y literatura; ya que «Neruda» se cuestiona a sí mismo a través del citado personaje y el personaje, a su vez, tiene sus propios cuestionamientos y desafíos en relación con el poeta, la novela policial y hasta consigo mismo.
De esta forma, se invierte el mecanismo tradicional y pasamos a un esquema en que el personaje histórico desarrolla su punto de vista sobre el personaje ficticio; más aún, Neruda interpreta su circunstancia política y vital como parte de su creación literaria, en un nuevo contexto en que el creador y su creación interactúan para ofrecernos una multiplicidad de miradas –unas complementarias, otras contradictorias– sobre el poeta, el político y la coyuntura política e histórica; para ello se añaden los puntos de vista del director, de la compañera del protagonista –la pintora Delia del Carril (Mercedes Morán)– y de militantes comunistas. Sobre esta base, se alcanza una visión sobre lo que Pablo Larraín ha denominado “lo nerudiano”.
Burgués Bon vivant, sibarita, hogareño, ególatra
Para ello, el director presenta una visión desacralizada de Neruda, mostrándolo como un personaje de múltiples y no siempre agradables facetas. Ante todo, un burgués bon vivant que en más de una oportunidad se escapa, se enfrenta y pone en riesgo a los militantes encargados de protegerlo. Luego, un sibarita, aficionado a pequeñas orgías y conocido en burdeles donde disfrutaba de los placeres que allí se ofrecen. Al mismo tiempo, el autor del «Canto General», cuyos poemas –conforme los escribía– se iban distribuyendo clandestinamente a las células y militantes perseguidos para levantarles la moral. El marido cariñoso que –en escondites más reducidos– parecía integrar un hogar de clase media, manteniendo una íntima colaboración con su pareja, Delia, tanto para los asuntos domésticos (le cocinaba) como para las peripecias de la clandestinidad; aunque luego primara su egoísmo y aversión a las responsabilidades que subyacen bajo los pequeños placeres hogareños. Finalmente, el ególatra, que a través de su vanidad artística no solo se sentía por encima del resto de mortales sino que se comportaba como tal, al punto de considerar que la persecución política estaba dirigida hacia su persona antes que hacia el Partido Comunista. Más aún, el director presenta la persecución como un duelo mental entre Neruda y su perseguidor Peluchonneau. De esa forma, este episodio de la historia chilena era, para Neruda, un asunto literario –una especie de metáfora policiaca– que giraba exclusivamente en torno a él y para su mayor gloria.
Trabajadores ‘cuadran’ a Neruda
En este marco desmitificador y brutalmente crítico (marca de casa), Larraín vuelve a cuestionar a la izquierda chilena mostrando las diferencias de clase entre el entorno de Neruda y los trabajadores de base comunistas. Esta contradicción no se expresa en términos ideológicos ni políticos, ya que tanto el PC como su ilustre senador defienden un mismo programa, sino en términos de comportamientos sociales y marcadas diferencias culturales, que los militantes de base no se ahorran en evidenciar abiertamente ante Neruda, dejándolo callado en alguna oportunidad. Así, en una lectura y fiesta clandestina, Silvia (Antonia Zeghers), una militante comunista –algo entonada– le explica que el gobierno en realidad no quiere tomarlo preso, “le conviene perseguirlo pero no lo quiere capturar porque entonces tendría un grave problema internacional” (hipótesis posible pero discutible). Mientras que, en otro momento, su cuidador –Álvaro Jara (Michael Silva)– también le aclara que las dilaciones de su huida para darle el halo de “gigante popular” ponían en riesgo a los verdaderos militantes que estaban siendo detenidos o asesinados. De esa forma, quedaba claro que para los militantes de base no había una real voluntad política por capturarlo y le solicitaban (Jara) que fuera “un poco más humilde”.
También es interesante, al comienzo de la película, el diálogo amistoso pero premonitorio entre el futuro presidente Alessandri (Jaime Vadell) y el poeta sobre la “solución” al problema del comunismo en Chile; así como la posterior aparición del joven oficial Augusto Pinochet, a cargo de uno de los campos de concentración en los que se recluía a los detenidos. Estos detalles complementan el juicio del director sobre este movimiento político en películas anteriores y, al mismo tiempo, registran tempranos orígenes (a modo de advertencia) de lo que luego sería la dictadura militar de los años 70.
Como se apreciará, la crítica a la izquierda y al protagonista es profunda y a la vez compleja, considerando que es un tema recurrente en su cine, aunque tratado desde diversos ángulos en busca de un enfoque histórico. No se ocultan los atropellos cometidos por el régimen de Gonzales Videla pero la película tampoco desarrolla este ámbito de la coyuntura política sino que toma otra ruta: la del policial. Es aquí donde aparece el inspector Peluchonneau, quien irá pisando los talones de Neruda en sus varios escondrijos; y, al mismo tiempo, conociendo y mostrando las múltiples facetas arriba mencionadas.
Del policial a la creación literaria
Casi al comienzo de la película, en una escena al interior del enorme baño del Congreso, un senador oficialista se burla de que Neruda haya cambiado su nombre original, Ricardo Neftalí Reyes Basoalto. Este es el temprano aviso de lo que serían los múltiples disfraces y diversas facetas del escritor a lo largo del filme. De esta forma, las necesidades de mantener la clandestinidad mediante diversos atuendos y caretas comienzan a entrelazarse con procesos tales como el tránsito de lo político (la vida) a la ficción, la relación entre el creador y su obra (en este caso, su personaje) y las etapas donde se confunden y entremezclan realidad política y una supuesta ficción policiaca.
Peluchonneau no tiene del todo claro su origen y conforme va descubriendo los lugares donde estuvo Neruda, va vinculándose con el poeta; lo cual es aprovechado por el mismo Neruda, quien le va dejando novelas policiales a manera de “pistas”, pero también para que lo “conozca” más, y hasta le concede un episodio con su primera esposa; lo cual le comienza a generar sutiles inseguridades que lo obligan, a la vez, a acelerar la búsqueda hasta reunirse con la misma compañera del poeta, Delia. Ella le “aclara” todo y, de paso, se lo termina de aclarar también al espectador.
Cabe resaltar los notables desempeños actorales de Luis Gnecco –genial en su parecido físico y su inestable talante que oscila entre lo dionisiaco y la soberbia apolínea del gran poeta chileno– y Gael García Bernal –cuyo temperamento seco y sobrio, no le impide mostrar tanto atisbos de inseguridad pero también de obsesión y capacidad de agencia, sobre todo en el tramo final–, así como los del resto del elenco, compuesto por conocidas figuras del cine chileno, aunque en papeles muy puntuales.
Contraluces, penumbra, noche
Otro aspecto de la puesta en escena es la ambientación. Muchas locaciones tienden a la penumbra –construida por la entrada de haces de luz desde las ventanas, generando constantes contraluces– y, ocasionalmente, a la sordidez; y una considerable parte de la cinta trascurre de noche o en interiores. Destaca la reconstrucción histórica de la bella casa del poeta (aunque una misteriosa vocecita en off lo niegue) y de diversas locaciones de época, como el burdel que frecuentaba el ilustre vate, entre otras. Todo esto apoya tanto lo concerniente a lo policial como a lo histórico.
En cuanto a lo policial, junto a la iluminación –a veces muy contrastada– la mayoría de episodios dentro de vehículos tanto de Neruda como de su perseguidor Peluchonneau (y sus respectivos acompañantes) utilizan el infaltable croma posterior con los lugares por donde transitan, como en los viejos filmes policiales norteamericanos. Además, merced a un excelente montaje, la cinta avanza con un tempo ágil; muchos diálogos (sobre todo, iniciales) ocurren en diversas locaciones y momentos, lo cual alivia el recargamiento informativo. Asimismo, Larraín utiliza en las escenas de conjunto travellings circulares y, también, cámara en mano. Suma así al buen ritmo narrativo general, técnicas que enfatizan los riesgos de la persecución y buscan crear una sensación de inestabilidad y tensión.
Pese a ello, no hay exactamente un suspenso propio de la intriga policial, al punto que Peluchonneau dice a manera de queja: “a esta persecución le falta terror”. Ello se debe a que la velocidad de la acción sea desacelerado y finalmente ralentizado por la planificación; la cual abre secuencias y transiciones con Neruda y su perseguidor en contrapicado, a veces muy marcado. En otras ocasiones, ambos personajes son tomados en el mismo tamaño de plano pero desde ángulos distintos, rompiendo alegremente la regla del eje; asimismo, hay una cierta predilección por los planos medios con personajes conversando de perfil (y, casi siempre, en contraluz o penumbra). Son elementos que apuntan a unas ciertas solemnidad y estatismo, a los que debe añadirse –en el tramo final– los dilatados contenidos de la voz en off de Peluchonneau (literarios y que, por momentos, suenan algo confusos).
Un suspenso mediatizado
En consecuencia, no hay propiamente un marcado suspenso policial a partir de la persecución, sino más bien una “enunciación” de tal seguimiento, dado esos elementos un poco solemnes y estáticos señalados anteriormente. Por tanto, conforme avanza la película, lo policial deviene en un mero ropaje y apariencia que, en lo formal, mediatiza el suspenso y lo trasciende hacia un plano más abstracto y hasta cierto punto contemplativo: el de la combinación de vida y obra, como parte de un proceso de creación literaria en el marco del género policial. Lo que vemos como “policial” es en realidad la reproducción cinematográfica del proceso de creación literaria de un policial y la gradual construcción de un de un personaje ficticio (Peluchonneau) por un personaje histórico (Neruda).
Llegamos así a la extraordinaria secuencia en los Andes nevados del sur chileno. El cambio lumínico es total: estamos en exteriores, a plena luz y en un espacio cubierto de nieve, donde ocurre la etapa final de la persecución. Esta locación es muy apropiada por sus alusiones a la muerte pero también a la trascendencia propia de la creación artística. Hasta ahora no entiendo bien por qué esta escena me resulta tan conmovedora, dado los elementos formales de distanciamiento emocional que utiliza el director; incluyendo aquí la perorata en off del inspector de policía. Esta es quizás la secuencia más fascinante de la película, por otra parte, pródiga en escenas y situaciones sorprendentes.
Identificación y proyección
Lo que presenciamos aquí (y en el subsecuente desenlace) es el punto final de la construcción de Peluchonneau como personaje, pero una construcción caótica y algo desordenada, en paralelo con el ordenado y secuencial proceso de persecución y huida de Neruda. El joven inspector es, en realidad, una tabula rasa (“vengo de la página en blanco”, dice, al presentarse formalmente en off ante el público), en la que Neruda va colocando las piezas en momentos distintos de su huida; y sus últimas palabras en la penúltima secuencia son: “yo era de papel, ahora soy de sangre”. En el intermedio vemos cómo se ha construido un falso origen como el hijo ilegítimo del fundador de la policía y sospecha que su madre era una de esas putas con las que gozaba el poeta en sus ordalías, con lo cual empieza su identificación con el vate. Otros elementos de identificación son las novelas policiales que Neruda le va dejando y los versos del «Canto General» que recitan los presos comunistas en los centros de reclusión y que él escucha. Finalmente, Delia –en su entrevista final– le advierte que “te escribió a ti pensando en él” y adelanta una explicación que afecta el déficit de suspenso en la persecución: “siempre estarás a 100 metros de la vida”.
Pero esta “identificación” de Peluchonneau con Neruda es, en realidad, una proyección del poeta en su personaje. Incapaz de identificarse con la clase trabajadora –según la visión de Larraín– Neruda construye un personaje lo más cercano a lo popular que es capaz de encontrar dentro de sí. Hurga, entonces, en su afición por los burdeles y las novelas policiales; y los proyecta sobre ese personaje que se va redescubriendo en su participación en esa falsa épica de la huida de un “gigante popular”. Dada su visión grandilocuente de sí mismo y del episodio de este “escape grandioso”, Peluchonneau exige un reconocimiento final a Neruda y este se lo concede, mencionando su nombre. “No soy un actor secundario”, afirma entonces el joven inspector –sonriente– hacia el final del filme y refutando a Delia, que lo había minimizado en la conversación que sostuvieron anteriormente. De otro lado, queda claro que Peluchonneau es una proyección de lo que quería ser Neruda, como intento de acercamiento a lo popular y especie de puente hacia los militantes comunistas, ya que el vate le hace decir a su inspector: “no se acuerdan [los trabajadores] de los poemas de amor sino de los poemas de furia”, claro que en ese “mundo [que los poetas] imaginan”.
Un cine malhumorado
Si hay algo que me gusta del cine de Larraín es la sensación de mal humor con la que construye situaciones y personajes en sus obras. Por ejemplo, Peluchonneau casi no sonríe sino que se mantiene ceñudo o por lo menos serio a lo largo de todo el metraje; a diferencia de Neruda que exhibe una gama más variada de emociones, aunque también con un énfasis hacia la seriedad. De igual forma, su crítica hacia la izquierda y determinados acciones del poeta sugieren una cólera apenas contenida por parte del realizador. Algo parecido sucede en su película No, donde la crítica a la izquierda es aún más fuerte, aunque en un sentido distinto; mostrando su congelamiento en el pasado, el alejamiento de la juventud y de los códigos “massmediáticos” y de la publicidad. En esta película, el protagonista –un talentoso creativo publicitario– permanece casi siempre con el gesto adusto y se comporta como un cascarrabias renegón. Mientras que en El Club, la mirada de Larraín sobre un grupo de curas pervertidos encerrados en una casa de retiro es tan feroz que destila giros sardónicos y farsescos, aunque sin dejar de revelar el trasfondo profundo de la maldad intrínseca de estos personajes y, en esta vena, su humanidad. No hablemos ya de la también notable Post Mortem. Por eso me cae bien Larraín.
Lo histórico, lo policial, lo abstracto y lo irónico en música
Otro aspecto relevante de este realizador es su erudición musical que se manifiesta también en «Neruda». Aparte de la música original de Federico Jusid, tenemos las canciones de Carlos Cabezas Rocuant, que sugieren o remplazan a los boleros y otros géneros al uso en los lupanares que visitaba el protagonista; pero que también apoyan esa faceta pequeñoburguesa y sórdida de su personalidad. Al mismo tiempo, Larraín incluye música de compositores más bien complejos, como Ives, Penderecki o Galvin Bryars para sostener los aspectos más misteriosos y abstractos del guion, centrados en la creación literaria. Y, entre ambos aspectos, fragmentos de Grieg y Mendelssohn, destinados a lograr una especie de ilusorio punto medio o síntesis en el duelo mental entre Neruda y su perseguidor.
Algunos títulos resultan algo irónicos; por ejemplo, «La Pregunta sin Repuesta» de Charles Ives, que alude a las inseguridades, dudas y angustia reprimida de Peluchonneau sobre su origen o la obertura «Mar Tranquilo, Próspero Viaje», de Félix Mendelssohn, título que desea un feliz viaje final a joven inspector, antes que un buen resultado de la huida del poeta. En todo caso, una combinación que ayuda a sostener los tres niveles de sentido de esta película: lo histórico coyuntural, lo policial y lo más bien abstracto (creación literaria); por supuesto, con los temas debidamente intercalados y adecuadamente insertados en la banda sonora de acuerdo a la acción. Otro aspecto disfrutable en las películas de este director.
Tratando de salvar la brecha social
Con «Neruda», Larraín ha creado una obra sobresaliente, con una puesta en escena fascinante por su creatividad y propuesta desmitificadora. De un lado, sugiere que la persecución a Neruda no era tan terrible ni riesgosa como la que él quería pintar y, de otro, que la épica encarnada en su perseguidor Peluchonneau no era más que el reconocimiento ficcional de sus diferencias de clase en relación con los trabajadores y el PC; el joven inspector así lo observa y comenta claramente, lo que evidencia que Neruda era perfectamente consciente de esta realidad.
Como un intento de superar esa brecha social, el poeta crea un personaje en el cual se proyecta como una especie de héroe literario (“me escribió una muerte fabulosa: una muerte policial”, exclama Peluchonneau). Y, al mismo tiempo, Peluchonneau percibe (mejor dicho, autopercibe y a la vez lo/se autocuestiona) este intento de superación de la brecha social de la única forma que Neruda conoce, la de la creación literaria; por una parte, a través de su poesía (y específicamente su «Canto General») y, por otra, de esta versión novelada (imaginaria) que la película ofrece. Lo más cercano a la resolución de tal brecha ocurre cuando la militante comunista Silvia pregunta cómo sería la gente en el comunismo: si como ella o como Neruda. El vate contestó que como él: “comeríamos en la cama y fornicaríamos en la cocina”.
Confusiones poéticas
Como se puede advertir, esta no es una película fácil. Los contrastes formales así como los de contenido la convierten en una obra exigente y provocan opiniones encontradas. En particular, porque la construcción del personaje Peluchonneau –desordenada y complicada– se expresa en sus parlamentos en off, que pueden ser algo confusos al inicio y algo excesivos hacia el final de la cinta. Al inicio, en la secuencia donde el inspector hace acto de presencia en la casa de Neruda se presenta en primera persona en off pero, de pronto, aparece otra voz en off que lo menciona en tercera persona. Podría ser la del propio realizador, en cuyo caso este se confundiría o identificaría con el punto de vista del joven inspector; podría ser la de Neruda, aunque casi no tiene otras intervenciones en off (que yo recuerde); o, también, podría tratarse de un error garrafal. Mientras que, al final, el reclamo de este personaje se ve lastrado por un lenguaje literario en el cual se mezclan contenidos poco claros con otros fundamentales, ambos a un mismo nivel; lo cual genera cierta confusión.
De otro lado, en cuanto a lo formal, la mediatización de los códigos del policial y su paulatina conversión en una reproducción de los procesos de la creación literaria apuntan a ofrecer una versión algo reverencial de los protagonistas, lo que iría un poco en contra de los componentes críticos y desmitificadores de Neruda.
Pese a estas debilidades, estamos ante una película extraordinaria, por su coherencia estilística, su análisis crítico sin concesiones de una figura emblemática de la cultura chilena, latinoamericana y mundial; así como por su estructura compleja y una audacia formal que abarca distintos planos de sentido, desde lo político e histórico hasta lo estético.
Neruda
Chile, Francia, España, Argentina, 2016, 107 min.
Dirección: Pablo Larraín
Interpretación: Luis Gnecco (Pablo Neruda), Gael García Bernal (Óscar Pelochunneau), Mercedes Morán (Delia del Carril), Alfredo Castro (Gabriel Gonzáles Videla), Jaime Vadell (Arturo Alessandri Palma), Pablo Derqui (Víctor Pey), Michael Silva (Álvaro Jara), Antonia Zeghers (Silvia). Guion: Guillermo Calderón. Fotografía: Sergio Armstrong. Dirección artística: Estefanía Larraín. Música: Federico Jusid.
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