Una película claramente inspirada por el género western, a partir de sus arquetipos y ciertos esquemas, pero que estructuralmente encaja a una vertiente francesa que, por ejemplo, una directora como Mia Hansen-Love compone a manera de complementar el desarrollo personal de sus protagonistas. Mi hija, mi hermana (2015) surge a propósito de una ausencia, en principio, no se sabe si a causa de una fuga o un secuestro. El director Thomas Bidegain para esto ya habrá preparado un terreno emocional y alusivo: una familia francesa visita una feria en donde coinciden otros amantes de la fantasía western, el padre canta un vals country que expira melancolía y que luego bailará junto a su hija. Al final de la jornada, la hija habrá desaparecido y nada volverá a ser igual. Inicia a partir de ese instante una búsqueda incesante de un padre a su hija, indagación que se extienda casi de manera imperceptible. Bidegain es un sutil constructor de las elipsis que iremos percibiendo a partir de ciertos detalles, declives, desgastes íntimos y físicos que expresan los miembros de esta familia escindida.
El filme apunta a lo dramático, a la pesquisa desesperada y aparentemente inútil del padre obstinado que va de lugar en lugar y no se fatiga ante los sucesivos fracasos. Lo cierto también es que casi siempre parece estarle pisando los talones a la desaparecida. Alain (François Damiens) va construyéndose a partir de lo ausente, esa hija que nunca pudimos conocer, y que solo conocemos a partir de la obsesión del padre, amargado y estancado en una temporalidad que no le permite observar ni el presente ni el futuro, y que de paso convive con una imagen que ya no le pertenece a la hija, a propósito de esas evidencias que se le ocultan y prueban que, a la quien busca, ha emprendido una nueva vida. «Mi hija, mi hermana» se vaticina como el ocaso de un “cowboy” que cabalga entre tribus ajenas –las colonias musulmanas– exponiéndose al peligro, siempre entre la penumbra teñida por una fotografía entristecida y enturbiada. En paralelo, es también el padre aleccionando al hijo. Kid (Finnegan Oldfield) será el lazarillo del viejo dentro de esa empresa que heredará a fuerza hasta apropiársela por propia determinación.
Si bien «Mi hija, mi hermana» se desarrolla y sostiene dentro de una coyuntura global en crisis, el filme no tiene claro interés en estimular una conciencia política. Su director intenta en su lugar gestar un deseo personal. Esencial es el episodio en donde el hermano, quien ha tomado las riendas de la búsqueda, se encuentra con un estadounidense rastreador de personas. Ambos son neutrales confesos, solo que, en código western, uno está atado a su lazo filial, mientras que el otro a sus aspiraciones como un cazarrecompensa. Esto, además de la moral de cada uno, es el detalle que los diferencia y que además terminará por dividir el camino de estos dos personajes atados a sus deseos personales. Caso Kid, él no rehuirá ante cualquier oportunidad en que esté al alcance de auxiliar a alguien, acto que no tiene que ver con el reparar un error o llenar ese vacío provocado por su hermana ausente.
Limitado a un formato panorámico, hallando ocasionalmente el panorama espectacular que hace apología al género del viejo oeste, el filme de Thomas Bidegain se inclina a una mirada íntima, personajes atados a una responsabilidad filial que se despliega mediante un argumento que encara a lo épico, género que de paso atiende a la formación de los protagonistas durante un largo periodo. Es Kid madurando y acogiéndose a esas responsabilidades familiares que le inculcó su padre, responsabilidades que lo motivaron a aplazar en su momento su búsqueda, y luego a retomarla. Pero está también la fidelidad abnegada hacia los tuyos, detalle que, por ejemplo, refleja un segundo padre, aquel que calla, no por vergüenza, sino por amparar. En «Mi hija, mi hermana» no hay un juicio moral de una familia hacia sus propios miembros, prueba de ello es su final, el cual es consecuente con su trama.
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