Los largos de Albert Serra han hecho expedición a épocas y personajes que remiten a un imaginario universal. El director español manifiesta una atracción por la propiedad histórica, aludiendo, por ejemplo, a la vieja Europa y lo que esta representa. Hay un sentimiento por el arraigo, cuestión que podría adicionar también a su ópera prima «Crespia» (2003), asumida como una alegoría pastoril “moderna” de una comunidad de jóvenes en un ámbito catalán –lugar de origen del director– al desarticular un contexto tradicionalista, aún latente, mediante las vagancias y conciertos musicales de los protagonistas. Y, a propósito de ello, la afición de Serra por ese arraigo no le impide explorar una imagen distinta de lo que representa. Caso en Honor de caballería (2006), vemos a un Quijote abstemio de aventuras, en donde se incluye una secuencia de un Sancho rebelándose, mientras el caballero andante responde con una condescendencia casi paternal; en tanto, en «Historia de mi muerte» (2013), desde el título Serra adultera la biografía de Casanova, a quien pondrá como vecino al mismísimo conde Drácula.
La muerte de Luis XIV (2016) alude también a esa dinámica por desmitificar el pensamiento inmediato. Aquí vemos al monarca, gran ídolo del absolutismo, consumiéndose producto de una herida en la pierna. Todavía falta mucho para la Revolución Francesa, pero la agonía del rey parece un preámbulo de la decadencia del reinado. Así como lo hizo con el Quijote, Serra convierte a este monarca en una presencia lejana a las glorias que dictan los libros de historia. Lo único que nos hace recordar de sus logros son sus súbditos, quienes atienden con fidelidad a su benefactor a punto de morir. Un detalle interesante en la fílmica de Serra es el concepto de lo servicial que parece explayarse en los contextos históricos a los que ha hecho alusión. Es Sancho al Quijote, los reyes magos rindiendo tributo al niño Jesús («El canto de los pájaros», 2008), el criado de Casanova y luego Drácula mordiendo y sumando sirvientes. Hay una serie de hombres al servicio de otros, aquellos que son símbolo de una riqueza cultural tradicional.
A pesar de eso, en «La muerte de Luis XIV», al igual que en los filmes mencionados, la servidumbre no deja de reservarse en un segundo plano. Aquí lo que prima es el letargo del enfermo, los tiempos muertos y el silencio que estimulan la espera que parece extensa, rota ocasionalmente por una medicina ridiculizándose y el cuchicheo de los criados prediciendo lo que luce evidente. En ese aspecto, el nuevo filme de Serra se acerca a «Honor de caballería»; es el cumplimiento de una trama avanzando a pasos cortos. Por otro lado, la película encumbra un logro estético. «La muerte de Luis XIV» trasluce un acabado pictórico producto del diseño de arte y el de la luz, con una intencionalidad similar a la que el director había compuesto en «Historia de mi muerte», en donde también vemos el ocaso de una época, marcada por las sombras y el oscurantismo, anunciando el declive de Casanova e inaugurando el dominio de Drácula. Albert Serra provoca la melancolía, a partir de la opacidad, las lumbres que anuncian lo mortuorio, el fin de un período, un universo monárquico tan opuesto a lo que representa Sofía Coppola en Maria Antonieta (2006), filme con el que valdría la pena hacer un comparativo.
Publicado originalmente en Fotograma Gourmet.
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