En coincidencia con el 25 aniversario de la captura del líder terrorista de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán Reynoso, «La hora final», sexto opus del director peruano Eduardo Mendoza de Echave, fue estrenada con gran despliegue publicitario en más de ochenta salas de todo el país. Se trata de una película bienintencionada que, sin embargo, considero que desperdicia una oportunidad histórica.
El cine peruano sobre la época del terrorismo
Buena parte del público suele pensar que en la cinematografía peruana se ha retratado en exceso el periodo de la violencia terrorista, por lo que hemos dedicado algunos artículos anteriores a desmontar ese prejuicio. En particular, creemos que aún hay muchos tópicos sobre esta época que podrían (y deberían) ser contados como parte de una necesaria reflexión colectiva que garantice que hemos aprendido la lección, sobre todo hoy que parece que voces como las del Movadef vuelven a tener un público dispuesto a escucharlas.
No hay tal exceso si tenemos en cuenta que más de setenta años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, en Hollywood y en el cine europeo, principalmente, se siguen produciendo películas que abordan ese conflicto bélico desde nuevos puntos de vista. Incluso una saga de lo que podríamos llamar “cine de puro entretenimiento”, como la de «Los Vengadores» de Marvel, tiene a esa época como eje. En España, por tomar un ejemplo nacional destacado, siguen estrenándose obras que intentan comprender la guerra civil que ensangrentó a ese país entre 1936 y 1939. La nominada al Oscar a mejor película extranjera en 2007, «El laberinto del fauno», de Guillermo del Toro, ambientada en ese entonces, es un ejemplo magnífico de cómo se puede construir una metáfora potente desde la fantasía para explicar una realidad histórica.
En un sentido parecido, varias de los mejores filmes peruanos estrenados entre los años 80 y el 2017 fueron dedicadas al período de la violencia terrorista. De entre ellos destaca nítidamente «La boca del lobo», la realista obra mayor de Francisco Lombardi, estrenada en 1988, que se convirtió además en un documento de denuncia del horror que los militares infringían a los campesinos quechuahablantes. La segunda cumbre en esta temática (cronológicamente hablando) podría ser «La teta asustada», de Claudia Llosa Bueno, Oso de oro del Festival de Berlin 2009 y hasta ahora la única película peruana nominada al Oscar, cuyo enfoque se centra en las secuelas de la violencia en una muchacha ayacuchana desplazada, que vive en Lima. En este grupo bien podrían estar también «Magallanes» (2015), de Salvador del Solar, y «La última noticia» (2016), de Alejandro Legaspi.
Hay otras obras de un nivel menor y dispar: «Coraje» (1998), de Alberto Durant, «Paloma de papel» (2003) y «Tarata» (2009), de Fabrizio Aguilar, «Las malas intenciones» (2011), de Rosario García Mantero; «Viaje a Tombuctú» (2014), de Rossana Diaz Costa; y «La última tarde», de Joel Calero (2016). Están en este grupo incluso obras más ligeras como «¡Asu mare!» (2013), de Ricardo Maldonado; y «Av. Larco» (2016), de Jorge Carmona. Un punto en común de todas ellas es que sus historias son contadas desde un punto de vista citadino, preponderantemente limeño, a pesar de que las zonas más afectadas por la guerra interna fueron Ayacucho, Huancavelica y Apurímac. Le dan voz, por lo general, a quienes apenas tuvieron noticias del conflicto o vivieron las partes menos trágicas; las verdaderas víctimas aparecen muchas veces como decorados exóticos, cuando no como personas dignas de lástima y nada más. Dependiendo de la pericia de guionistas y directores las obras han brindado narrativas más o menos convincentes y retratos más o menos superficiales, sesgados o incompletos.
De este modo el cine termina siendo un reflejo del país, porque, debemos admitirlo, nuestra sociedad todavía no termina de asimilar lo que sucedió en aquellos años. Las causas que originaron el nacimiento de Sendero Luminoso y el MRTA todavía existen, como existen las taras que permitieron que casi 70 mil peruanos entre los más pobres y excluidos fueran masacrados por terroristas, pero también por agentes de las fuerzas del orden. Aun hoy hay un gran sector de peruanos que reivindica el terrorismo de Estado como remedio frente a ideologías totalitarias. Cambiar todo ello requiere de políticas públicas que permitan un permanente ejercicio de justicia, reparación y memoria en todas los ámbitos de la sociedad, en escuelas, hogares, prensa, y por supuesto también en artes como el cine.
El tiempo de «La hora final»
Aun cuando el director demuestra oficio en el manejo del lenguaje cinematográfico, Mendoza de Echave desaprovecha la efeméride de la captura de Abimael Guzmán para aportar en este ejercicio de memoria y reflexión. El problema radica principalmente en el punto de vista escogido para narrar la historia, que resulta deficiente por la misma razón por la que han fracasado la mayoría de películas peruanas sobre la materia: falta de verosimilitud. En este caso esta deficiencia guarda directa relación con la aparente débil comprensión sobre el fenómeno de la violencia terrorista y sobre la importancia, incluso simbólica, de una operación policial que a estas alturas ya es legendaria.
En vez de centrarse en construir un thriller policial sobre los pormenores de la operación policial de captura, Mendoza opta por divagar a partir de una historia demasiado impostada, la de dos policías (que no existieron en la realidad) que terminan enamorándose, en una secuencia de hechos en las que se mezclan clichés de principiante: el hermano terrorista de la policía que investiga terroristas; el agente del SIN que sin mayor explicación secuestra y tortura a los protagonistas para obtener información de ese mismo hermano. Hay, por lo demás, un exceso en el uso de frases puestas en bocas de diversos personajes para explicar lo que debiera ser explicado por las acciones. E incluso se desaprovecha el momento máximo, la captura, con la presentación de un Abimael Guzmán que está más cerca de ser un maniquí, y no el ser mítico que ese delincuente era por entonces.
Como ocurre en buena parte de este tipo de películas peruanas (por ejemplo, pasa lo mismo en «La última tarde», de Calero) el guionista se aparta del objetivo de narrar con solvencia y emocionar al espectador, y busca sorprenderlo de un modo completamente innecesario, como si no se pudiera prescindir del dato escondido como técnica narrativa, de la violencia o el desnudo gratuitos, de la reiteración de clichés.
A pesar de todo ello hay dignidad en esta historia que, sobre todo gracias a los buenos registros de Toño Vega y Nidia Bermejo, invita a volver sobre esa época y sirve para dar a conocer a los más jóvenes, al menos de un modo incipiente, una realidad que no debe repetirse.
(Publicado originalmente en el suplemento “Semana” del diario El Tiempo de Piura, el 24 de septiembre de 2017, y en el blog Colpacwal)
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