El primer largometraje de Óscar Catacora es un manifiesto de rebeldía sublime como pocos. Por lo pronto porque desde el inicio nos obliga a hacer algo que cada vez nos cuesta más a todos en estos tiempos en los que la opinión desinformada es la divisa de cambio: quedarnos callados un rato para entender mejor qué está pasando.
El silencio, por cierto, es crucial tanto dentro de la película como fuera de ella: «Wiñaypacha» apenas tiene diálogos, además de estar rodada íntegramente en aymara y no tener musicalización alguna -cosa que se vuelve sostenible en buena cuenta gracias a un trabajo exquisitamente prolijo de mezcla y posproducción de sonido, vale resaltarlo.
Y aunque escribir y dirigir un largo en aymara es una proeza hasta ahora inédita en un país al que tanto le cuesta verse a sí mismo, esa es la menos obvia de las razones por las que esta cinta es rebelde y valiente. La audacia de «Wiñaypacha» reside en el hecho de que nos compele -desde el inicio- a enfrentarnos a dos temores universales y particularmente estigmatizados en esta época: envejecer y quedarse solo.
Y para ello, el director y guionista puneño no se vale de efectismo sentimental alguno, sino que nos sitúa en un imaginario que al menos desde Lima solemos exotizar o simplemente ignorar por completo. A través de Willka y Phaxsi, una pareja de ancianos del altiplano y los únicos personajes de la historia, Catacora construye un relato dramático esencialmente sencillo que se sostiene en la peripecia -la vieja confiable, según Aristóteles- para atraparnos desde los primeros minutos aunque su lenguaje visual esté más cercano al documental antropológico que a la ficción.
En el plano argumental, los dos viejitos que viven en el campo y hacen frente juntos a los embates de la edad, el frío y el olvido, podrían ser los ingredientes perfectos para una película complaciente, paternalista, reduccionista o todas las anteriores. Pero Catacora resiste a tales imposiciones normalmente dictadas desde Hollywood o -peor aún- alguna agencia de marketing y relaciones públicas en Lima. El registro paciente de prolongados planos con la cámara estática tanto en interiores como en exteriores es un recurso que facilita la inmersión del espectador en la cotidianidad de los protagonistas. Sus silencios, discrepancias, alegrías y temores se nos revelan al mismo ritmo en el que discurren sus vidas.
Sin poner la pata en alto, pero bien plantado en sus trece, el director autodidacta de 30 años se la ha jugado por hacer ese cine peruano que no distingue a la audiencia de Lima de la del resto del territorio nacional. Que no categoriza como si la geografía, el idioma o los rasgos fenotípicos nos hicieran seres que viven, sienten, sufren, aman y mueren de maneras distintas. Y lo logra. Lo ha dicho en más de una entrevista, pero su mejor argumento es su propia obra. «Wiñaypacha» es un testimonio de resistencia al prejuicio, a la adversidad y al lugar común. Y que el boca a boca de la gente haya logrado que al momento de escribir estas líneas siga en cartelera no solo en la capital es prueba de ello.
Mucho se ha hablado del silencio que reina en las salas de cine en las que se proyecta «Wiñaypacha» una vez que esta termina. Algunos lo atribuyen al dramatismo intenso de las escenas finales, otros a la reflexión que la película suscita en torno a temas gravitantes a esta como la pobreza, la precariedad y el abandono de la tercera edad. Y aunque todo eso es cierto, creo que la razón por la que tantos nos quedamos sin nada que decir incluso muchas horas después de ver la película es porque experimentamos gratitud. Esa mezcla de desconcierto, paz y deslumbramiento a la que parece que estamos cada vez menos acostumbrados cuando vamos al cine. Gracias por todo, Óscar Catacora.
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