Un detalle importante de este documental viene a propósito del uso de la ciudad como puente y herramienta para entender y desarrollar el concepto del amplio circuito musical a descubrirse. «Lima grita» (2018) gira en torno a la producción de un estilo musical ajeno a las convenciones, un ejercicio que por su naturaleza underground bien exigiría de características y pautas básicas para llegar a un espectador ajeno a este universo. Sin embargo, las directoras Dana Bonilla y Ximena Valdivia optan por acercarnos a estas composiciones musicales al estilo de esa misma música, es decir, mediante un ejercicio empírico.
Salvo por unas líneas introductorias, no habrá más intento por definir esta forma de expresión musical. De ahí en adelante, será la música expresándose y dándose a entender por sí sola, siempre asentada al panorama limeño. Son los sentidos por encima de la teoría.
«Lima grita» es un filme que genera una propuesta visual y sensorial, que es básicamente lo que intenta estimular esa breve lista de expresiones musicales que se oyen durante el largo. En principio este documental pueda ser asociado a una estética del videoclip, pero es más que eso. De pronto la nocturnidad, la iluminación de neones, los efectos de sobreimpresión, el uso de teleobjetivos y lentes que juegan con la profundidad de campo y la distorsión de la imagen, van más allá del criterio estético y dinámico. Sucede que estos utensilios y recursos generan un significado complementario a la música en reproducción.
Mencionábamos que Bonilla y Valdivia ejercen una narrativa o adiestramiento introductorio que construye los conceptos musicales en base a la percepción. Lo visual se convierte en una vía rápida al estímulo sensorial de los sonidos desorientados que en algún momento encuentran su propia estructura.
Por su lado, lo contextual se convierte también en un significado complementario. Aquí Lima está puesta en el lente, pero está dominada por el estímulo sensorial de la música. Importante reconocer que la expuesta es la Lima no oficial, la no comercial, la que no se asoma en publicidades más que para alentar el discurso cursi o hasta huachafo. Esto no es gratuito. Obviamente no es un comportamiento que intenta hacer honores a lo reconocido por muchos como lo periférico, sino más bien un gesto de autoreconocimiento.
De pronto este género musical se reconoce dentro de este entorno, dando a entender sus raíces emergentes desde espacios no convencionales. Está además una lectura ambigua que puede verse tanto en el espacio como en la música. Las tomas de angulaciones a edificios del Centro de Lima, además de las luces incandescentes de la noche limeña, sugieren una ciudad próspera, futurista, cuando no es tanto así. Similar lectura genera esta música poco difundida, aunque dando señas de un concepto evolucionado. El final de «Lima grita» retrae a la memoria las palabras introductorias: la música como un medio que provoca un viaje, a partir de la experiencia sensorial, sin despegarte de tu lugar.
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