Bella película autobiográfica sobre la infancia del director Alfonso Cuarón, narrada desde el punto de vista de un niño en torno a su empleada doméstica, con un fuerte grado de estilización formal puesta al servicio de una historia cargada de nostalgia y que ilustra la solidaridad entre las mujeres por encima de las diferencias de clase.
Recreación al dedillo
Lo primero que llama la atención es el extraordinario trabajo de reconstrucción histórica para mostrar con gran detalle el entorno principalmente urbano de Roma, una colonia de Ciudad de México, entre otros lugares (céntricos, urbano-marginales y rurales), a inicios de los años 70 del siglo pasado; así como la vivienda de una familia de clase media alta integrada por una pareja de padres profesionales –Sofía (Marina de Tavira) y Antonio (Fernando Grediaga)–, sus hijos pequeños (Daniela Demesa/Sofi, Diego Cortina Autrey/Toño, Carlos Peralta/Paco, Marco Graf/Pepe), la abuela Teresa (Verónica García) y dos trabajadoras del hogar mixtecas: Adela (Nancy García) y Cleodomira Gutiérrez, Cleo (Yalitzia Aparicio), personaje central en torno a la cual gira la estructura coral de la película.
La casona familiar fue moderna en los años 50 y no es propiamente una casa de estilo señorial, aunque quienes vivían en ella mantenían al menos un aspecto típico de las relaciones tradicionales que las albergaban: la ambigua relación de la familia con las sirvientas, en la que ellas oficiaban casi como madres sustitutas.
Si bien la película tiene un argumento convencional, dedica un relativamente amplio espacio de tiempo para la reproducción de la cotidianeidad, tanto la hogareña como urbana, incluyendo algunos episodios del contexto sociopolítico. En varias ocasiones, la acción dramática es cortada o interrumpida –casi siempre de manera casual o sutil– por episodios caseros mostrados desde el punto de vista de un niño: la limpieza de las habitaciones, el tendido de colchas y sábanas en las camas, el orden de los objetos, la preparación de la comida y los desayunos, todo ello realizado por las empleadas domésticas, las que también hacen dormir a los niños; así como la partida al colegio, el saludo del perro de la casa, el grupo familiar viendo televisión, pero siempre en compañía de las sirvientas, etc.
Vuelve la vida de barrio
También hay imágenes callejeras, “de barrio”, como el paso del afilador de cuchillos ambulante, avisando de su presencia con un silbido característico (producido, en realidad, por una antarita o zanfona de plástico bastante simple), el ensayo del desfile escolar en la calle y hasta detalles como el baldeado del garaje interno de la casa, cada vez más insuficiente ante las continuas deposiciones de la mascota familiar. Estas escenas urbanas y caseras se repiten más de una vez y traen a la memoria las épocas de la vida de barrio, con episodios y personajes que subsisten en la actualidad.
Otras locaciones relevantes son el típico hospital público, más o menos hacinado de pacientes, algunas avenidas céntricas con su bullicio bien estudiado y (re)producido, las viejas salas cinematográficas, con sus enormes pantallas, escenario y hasta cortinas (como bien lo recordaba mi amigo Roy Sandoval, eran los movie theaters de antes, no los multicines actuales); todos emparentados con la arquitectura de la casona familiar. Pero también la casa-hacienda, esta sí, señorial, en una zona rural próxima a la capital o un enorme descampado en Ciudad Nezahualcóyotl, un emblemático barrio marginal en el Distrito Federal.
Un pasado idealizado
Estas situaciones y locaciones recuerdan lo parecido que pueden ser Ciudad de México y Lima, la capital del Perú. Para la gente de mi generación, aquí en Perú, todos estos lugares encuentran una réplica muy parecida en similar período histórico, aunque a una escala más reducida. Las casa-haciendas aún se pueden reconocer en las afueras de Lima (Chaclacayo, Chosica), mientras que en el sur de la ciudad está Villa El Salvador, un gigantesco barrio popular construido sobre los arenales, en los años 70. Los ruidos de la urbe y varios de sus personajes, son muy parecidos a los escuchados en la colonia Roma. Se trata de espacios urbanos y conexos que figuran en algunas de las primeras grandes novelas de Vargas Llosa (y otros autores costeños), pero sin el tono agudamente crítico y expresionista de esas páginas. En cambio, en la película de Cuarón la mirada es más bien nostálgica, un poco idealizada, en la cual la vida familiar parecía transcurrir apacible y rutinaria. Incluso la relación con el personal doméstico al interior del hogar, tal como se muestra en «Roma», es muy similar a lo que ocurría (y aún se mantiene hoy, con ligeras modificaciones en materia laboral) en la sociedad peruana.
Mientras veía esta película me transportaba al mismo tiempo a mi infancia, rescatando mis recuerdos más tempranos, como por ejemplo el tranvía –que estaba a punto de desaparecer cuando llegué a Lima y tenía apenas dos años de edad–, o el afilador de cuchillos y su típico silbato, la época escolar inicial, el deslumbramiento con la gran pantalla de cine o el visionado de la televisión, compartido en familia, entre otras escenas que creía olvidadas.
Pero este ejercicio de memoria también aplica a públicos más jóvenes, ya sea por la persistencia de esta relación con la servidumbre doméstica como por algunas vicisitudes que pueden ocurrir en la infancia de cualquiera, en cualquier parte. De hecho, los acontecimientos centrales y conclusivos del argumento son episodios propios del entorno familiar, raramente olvidables. Más aún, incluso los millennials que desconocen la historia o no se preocupan por ella podrían estar recuperando o incluso inventándose recuerdos a partir del visionado de esta cinta. Esto ocurre más a menudo de lo que parece. Hay una palabra alemana que lo define: fernweh, que se traduce –según @AitorJaroit– como “el sentimiento de echar de menos un lugar en el que nunca hemos estado”.
Una mirada luminosa
Pero esta construcción cinematográfica de los procesos de la memoria no se da solo en el plano de los contenidos sino que se apoya en todo el aparato formal de la película. En primer lugar, la fotografía en blanco y negro, que refuerza la sensación de que estamos en el pasado, no solo por el contexto sociopolítico que aparece ocasionalmente sino por la obsesión en mostrar la vida cotidiana de aquellos años en específico y “tal cual era”. Incluso pareciera que no hubiera llegado el color al cine y la televisión de entonces (lo que no es muy exacto). Lo segundo, es que la iluminación tiende hacia la claridad y la luz “natural” para asegurar la certeza sobre los recuerdos. Salvo por la secuencia nocturna en la casa-hacienda y alguna que otra escena, la mayor parte de la película evita la penumbra o, por ejemplo, la iluminación contrastada; las que podrían cuestionar la fiabilidad de la memoria o apoyar determinadas tensiones dramáticas.
De otro lado, el extraordinario trabajo de reconstrucción histórica genera una sensación de ultrarrealismo, pero la fotografía limita esa sensación mediante una cuidadosa labor destinada a mitigar (graduar) las asperezas en lo dramático y suavizar las de los episodios sociopolíticos. Prima una sensación de claridad asociada a lo vívido del recuerdo y la memoria, así como de pureza, denotando la inocencia de la mirada infantil. Mientras que la iluminación casi no apoya el conflicto; el cual, sin embargo, está presente en esta obra, pero va de lo sutil hasta alcanzar intensidad dramática apenas en algunas secuencias (por cierto, memorables).
El cazador de los recuerdos
El trabajo de cámara también va en ese sentido. Destacan los travellings circulares y los laterales. En el primer caso, la cámara explora en cuasi plano secuencias envolventes la vida cotidiana hogareña a la que nos referíamos más arriba, para establecer la casa como espacio fundacional, impregnado de vivencias atrapadas por la cámara. Tenemos así diminutos tiempos muertos de rutinas cotidianas y reiteradas que nos hacen sentir el paso del tiempo pero fijado en la memoria. Mientras que las tomas laterales apoyan el avance de la acción dramática, que constituye la base sobre la que se sostiene el segundo gran plano (narrativo y) de significación del filme: el de las peripecias de Cleo.
Pero antes de entrar a ese ámbito, cabe destacar que lo importante de los movimientos de cámara es que –como espectadores– seguimos y acompañamos a los personajes, y compartimos esa mirada (la de los recuerdos de la infancia) del director. En otras palabras, con estos travellings y paneos circulares y laterales nosotros mismos vamos “introduciéndonos” en el relato e impregnándonos de esa mirada nostálgica de Cuarón. Somos partícipes de todo un proceso de construcción de la memoria a partir de esos movimientos –circundantes, acogedores, tiernos, pero también tensos, preocupantes–, que empiezan en la casona familiar, siguen en pacíficas calles para pasar a locaciones más congestionadas o violentas, y van conduciéndonos fuera de la cinta, a nuestra propia memoria, a nosotros mismos, como parte del proceso de la recepción del filme por el público. Vamos comprendiendo también que todo esto es arte cinematográfico del más alto nivel, ejercicio soberbio de comunicación estética, cine en estado puro.
Emociones distantes
Vayamos ahora sí al relato de Cleo. De un lado, ella es (como nosotros) una espectadora de todo lo que sucede en la casona familiar, pero también de lo que le ocurre a ella, dentro y fuera de ese espacio fundamental. Casi al mismo tiempo, debe enfrentar su principal dilema a partir de la relación con Fermín (José Antonio Guerrero), su ocasional novio. Se combinan en Cleo tanto el componente contemplativo del filme (más exactamente, una observación participante que se apoya en el proceso de construcción de la memoria) como el de la acción dramática (donde ella debe resolver un agudo conflicto interno), al tiempo que va evolucionando como personaje. De igual forma, en el entorno familiar se produce un conflicto parecido entre Sofía y su esposo Antonio, aunque solapado y en un plano narrativo secundario.
Otro elemento importante es el tempo lento en el que transcurre el filme (en realidad, menos lento de lo que parece, debido a los contenidos redundantes). Parsimonia necesaria para la gradual asimilación de los procesos de memoria por el espectador y para que la acción vaya surgiendo de entre estos contenidos reiterados que cimentarán un relato de solidaridad femenina por encima de las diferencias de clase, entre la familia y sus empleadas domésticas. Si uno no se engancha con esos recuerdos iniciales, es muy posible que se tome una buena siesta durante la primera mitad de la cinta.
Destaca también el predominio de los planos abiertos (de conjunto y panorámicas) sobre los planos más cerrados y, especialmente, sobre los escasos primeros planos. Esto determina un cierto distanciamiento emocional. De un lado, porque los primeros planos (el rostro) tienen una fuerte carga emotiva, mientras que las tomas más abiertas reducen y hasta pueden diluir considerablemente esa carga. De otro lado, esto se complementa con lo señalado más arriba en el sentido de que la intensificación dramática es limitada (y espaciada) por las constantes y repetidas rutinas caseras. Esta combinación produce una “amortiguación” de tensiones y es clave para la construcción de la memoria, puesto que así se describe cómo el tiempo “cura” las heridas del pasado; al mismo tiempo que suaviza en mayor o menor grado los conflictos –de clase, género, étnicos, políticos y personales– que se desarrollan a través de la acción dramática en el filme.
El tempo lento y este relativo distanciamiento emocional, a su vez, se complementan con una dirección de actores y, específicamente, con la actuación de Yalitzia Aparicio como Cleo. En general, su interpretación es contenida –retraída, sumisa y sutilmente expresiva– cuando está frente a la dueña de casa o cuando enfrenta las situaciones de tensión que la conducirán a una abrupta y temprana madurez; mientras que con su compañera y amiga Adela se muestra más abierta, así como servicial y amorosa con los niños, o en las labores del hogar. No obstante, conforme se acumulan sus conflictos, va adoptando una posición más activa y estoica, hasta que finalmente –en el clímax– su arriesgada acción externa resultará decisiva para resolver su conflicto interno. Todo ello realizado en un entorno intimista, con un recogimiento emocional que se quiebra solo en un par de momentos decisivos.
Una chica retraída
En este sentido, me pareció fascinante cómo este carácter retraído de Cleo –omnipresente en el espacio familiar (y en buena parte de la película) – se compagina con la forma sutil en que se producen y resuelven los conflictos en el contexto familiar; los que transcurren casi fuera de pantalla. Su retraimiento es compatible con la forma en que los problemas entre Sofía y Antonio se ocultan y disimulan, no sin algunos raspones del automóvil familiar y puntuales estallidos de cólera de la jefa de casa. Así como la actuación de los niños y la anodina abuela, que se pierden un poco en el predominio de los planos abiertos. En cambio, en el mundo (marginal y de pobreza) de Cleo, el conflicto con Fermín es explícito, cercano, amenazante y hasta brutal; como lo serían las consecuencias de esa relación.
Gran parte de su actuación estriba en lo no dicho, pero sí evidenciado por otros personajes y por los conflictos que aquejan a los padres; ya sea encubiertos o furtivos, aunque finalmente revelados, luego de haberse resuelto fuera de cámara. El cambio en ella ocurre cuando los problemas sociopolíticos que observa (en el campo) y los que le afectan directamente (en el hospital y durante el halconazo, una masacre de estudiantes ocurrida en 1971) la empujan en busca de refugio emocional en el afecto y comprensión de la familia (sustituta) y los niños; lo que se reforzará al tomar riesgos para protegerlos.
Machismo quiebra familias
El punto en común entre ambos conflictos de pareja es el machismo de los personajes masculinos, que los lleva al abandono familiar, ya sea por ausencia como por rechazo. Se genera así una solidaridad implícita entre ama y esclava, la que luego se volverá explícita en el clímax de la película.
Es interesante observar cómo el machismo rompe la unidad y destruye (o impide la formación de) una institución tan tradicional como la familia patriarcal. Y cómo las mujeres son las que deben asumir la responsabilidad principal de la familia, asumiendo el costo emocional además del material (ya sea total o parcialmente). Al punto que, paradójicamente –en el caso de esta película–, ellas mantienen los roles de género tradicionales que justamente las aprisionan en ese marco familiar.
Pero, pasando de un enfoque de género a otro de clase, «Roma» muestra cómo la mujer de extracción popular e indígena, Cleo, logra conquistar finalmente un mayor grado de autonomía que su par de clase media alta, Sofía. Al mismo tiempo, ella demuestra ser más responsable que la propia madre biológica como protectora de los niños y, emocionalmente hablando –en su papel de madre sustituta–, lidera al grupo familiar, tanto en la secuencia de clímax como en el campo del recuerdo y la memoria, en el cual se desarrolla toda la película.
La complejidad de lo humano
Esta obra es tributaria de una cierta estética naturalista. Por una parte, la cinta no oculta la explotación y hasta maltrato de las empleadas domésticas por sus amas (la madre y la abuela), pero también muestra cómo la relación laboral les ofrece seguridad material (vivienda, comida, salud, jornal) y hasta cierto punto emocional (comprensión, apoyo y un cierto reconocimiento derivado de su rol como madres sustitutas). Se crea así una relación ambigua, con algún grado de codependencia emotiva, pero que no impide una mirada crítica (y autocrítica) sobre las condiciones laborales de las trabajadoras del hogar. Al mismo tiempo, y de otro lado, el filme muestra cómo los personajes están fuertemente condicionados por su clase social, género y condición étnica. Al punto que no les es posible escapar o romper con esos roles sociales establecidos y permanecer condenados a cumplirlos per saecula seculorum.
En tal sentido, y aunque los problemas y conflictos planteados en el argumento de la obra sean convencionales o poco originales, la puesta en escena de Cuarón los explora en toda su complejidad humana. La relación de dependencia de la servidumbre doméstica, por ejemplo, no es un relato esquemático ni maniqueo, sino enriquecido por factores sociales, políticos y de género, además de históricos.
Nostalgia une arte con cultura de masas
Asimismo, el argumento se narra por elementos puramente audiovisuales (especialmente, movimientos de cámara), así como por silencios, alusiones e insinuaciones; pero también por componentes explícitos. Todo perfectamente combinado para no desorientar y mantener el interés del espectador hasta el final. De esta forma, los conflictos de Cleo y su resolución se elevan hacia un plano de trascendencia a través de su persistencia en la memoria, la cual es conseguida por una puesta en escena pródiga de procedimientos de gran valor estético.
Por ello, «Roma» es una película “de festival” (o “de autor”) destinada al deleite de los críticos de cine, pero que –a la vez– también podría ser un filme taquillero y popular. Sobre lo primero, y por si no fuera suficiente lo analizado, basta ver las primeras imágenes de la cinta para comprenderlo. El picado vertical sobre el piso enlosetado de la casona familiar, que abre la película con su agua jabonosa mientras es trapeado me evocó inmediatamente al famoso travelling vertical sobre un charco en «Stalker», la película de Tarkovski (aunque sin el movimiento de cámara). Mientras que la escena siguiente, el travelling semicircular al interior de la casona, me recordó ese lento paneo que aparece al inicio de «El hombre de Londres», de Bela Tarr. Y así, sucesivamente. Obviamente, en ambos casos, estos procedimientos cinematográficos han sido vaciados en «Roma» de todo contenido metafísico o expresionista. En la película que comentamos, todo está dirigido hacia generar y estimular un mismo gran objetivo estético (gancho): la nostalgia.
Al mismo tiempo, todo el trabajo sobre la memoria y la nostalgia también está dirigido a captar al gran público. De allí la obsesión del director mexicano por alimentar todo este proceso de construcción de la memoria con una multimillonaria inversión para una reconstrucción fiel y minuciosa de las locaciones interiores y exteriores en las que transcurre el filme. Más aún, restableciendo la arquitectura, ambientación, sonidos, vestimenta de la época y hasta de los rostros de los participantes de los acontecimientos narrados. Cuarón aporta aquí su exitosa experiencia en la dirección de superproducciones mainstream; mientras que un posible tercer gancho hacia el público masivo es justamente el relato convencional presidido por ese enfoque crítico pero que finalmente termina encuadrado en un concepto conservador. De esta forma se garantizaría el arrastre del público masivo, lo que no lo sabremos (al menos, de momento) dado que no hay autorización para revelar esas cifras ya que la distribución ha sido adquirida por la plataforma masiva Netflix.
En suma, una película que nos transporta al pasado en suaves y súper detalladas imágenes en blanco y negro, con una tendencia a la claridad, mediante movimientos de cámara pausados y envolventes, encuadres abiertos y una estructura coral en torno a una empleada doméstica que con pocas palabras y una interpretación contenida sufre un acelerado proceso de madurez, pasando de madre sustituta a virtual cabeza de una familia sustituta. El talento de Cuarón reside en su capacidad para articular estos recursos audiovisuales de manera perfectamente equilibrada, con las dosis justas de reiteraciones y contraposiciones –sutiles y finalmente abiertas–, para que nada falte ni sobre en este magnífico fresco autobiográfico. Altamente recomendable.
Roma
México, 2018, 135 min.
Dirección: Alfonso Cuarón
Interpretación: Yalitzia Aparicio (Cleodomira Gutiérrez, Cleo), Nancy García (Adela), Marina de Tavira (Sofía) y Fernando Grediaga (Antonio), Daniela Demesa (Sofi), Diego Cortina Autrey (Toño), Carlos Peralta (Paco), Marco Graf (Pepe), Verónica García (Teresa), José Antonio Guerrero (Fermín). Guion: Alfonso Cuarón. Fotografía: Alfonso Cuarón, Galo Olivares. Montaje: Alfonso Cuarón, Adam Gough.
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