La mula es una refrescante e irónica fábula otoñal sobre la tolerancia y el egoísmo masculino (y artístico). Especie de road movie simpática y encantadora sobre la tercera (y más) edad, dirigida y protagonizada por un octogenario Clint Eastwood que da vida a un nonagenario Earl Stone, otrora exitoso criador de lirios que –al quebrar su negocio– se enrola como transportista de droga para el cartel de Sinaloa en Estados Unidos.
La edad de la inocencia
Gracias a ello, Stone puede cumplir algunos deseos y fantasías con mujeres despampanantes en divertidos encuentros triangulares de incierta efectividad. Más o menos cuando, de igual forma, el escritor Mario Vargas Llosa, tras ganar el Premio Nobel de Literatura, decidió abandonar a su esposa y unirse a una antigua amiga de la pareja, la socialité (también algo veterana) Isabel Preysler; declarando que –a sus 80 años– ya no le quedaba mucho tiempo. Se asumió que quería pasar sus últimos años haciendo realidad una fantasía sentimental de quizás tardío exotismo filipino. Algo de esto hay en la historia –basada vagamente en un caso real– de este veterano de la guerra de Corea que se divierte representando situaciones románticas que podrían haber sido tomadas de los relatos eróticos del poeta, el personaje y alter ego del entonces joven Vargas Llosa, en su famosa novela “La ciudad y los perros”.
Ya desde el comienzo del filme es posible vislumbrar los prejuicios, en este caso, sobre la tercera edad. Stone es una persona de avanzada edad, le gusta viajar (es parte de su negocio) y nunca ha tenido infracciones de tránsito, por lo que es candidato ideal para convertirse en transportista de narcotraficantes. Como bien le dice su ex esposa Mary (Dianne Wiest), no se espera ya que una persona de 90 años viva con este tipo de trajines y menos que se inicie en un lucrativo aunque peligroso e ilegal empleo.
Pero a Stone también le encanta hacer felices a terceros y –como todo narco que se respete– empieza a utilizar sus crecientes ingresos económicos para ayudar a otros necesitados, ya sea a su alicaída asociación de veteranos como a pagar la universidad de su nieta; aparte de recuperar su vivienda. Su avanzada edad no es una limitación ni representa una atadura sino que, al contrario, lo hace sentirse más libre que nunca para hacer lo que desee. Por consiguiente, en principio, no actúa por algún sentimiento de culpa sino porque le nace, es sociable, disfruta dando oportunos consejos, cantando y bromeando con tacto y encanto. Un poco old fashion el tío, aunque finalmente termina cayéndole bien a todos o casi todos, incluyendo al público. Aunque no es exactamente el caso, se siente por momentos un poco un Robin Hood que utiliza el dinero mal habido para hacer el bien, disfrutar de la vida y hacerla disfrutable a quienes lo rodean.
El encantador padre ausente
Pero justamente al tratar de obtener el reconocimiento de todos se topa con un pequeño detalle: el profundo rechazo de su familia, sobre todo de su hija Iris (Alison Eastwood) –que no le habla– y su ex esposa Mary. Otro caso de padre ausente, como los que vimos recientemente en «Roma» de Cuarón, solo que desarrollada desde el punto de vista masculino y en el rol de padre cumplidor en lo económico pero no en lo emocional (tiempo, presencia, dedicación). A diferencia de Vargas Llosa, Stone no traiciona a su esposa: ya la había traicionado mucho antes, solo que no por otra mujer sino (por varias y) por su dedicación al cultivo de los lirios. Un caso de egoísmo profesional: Stone es un marcianito del cultivo de una flor –como veremos, simbólica– al punto de encerrarse en su obsesión laboral y relacionarse bien con todos los de su entorno profesional (floristas o narcos, por igual), menos con su familia directa (salvo con su comprensiva nieta Ginny/Taissa Farmiga y solo por iniciativa de ella misma).
La corrección política
Hasta aquí, el conflicto interno del protagonista. En paralelo, va desarrollándose la otra parte de esta historia, que sería estrambótica (bueno, hasta cierto punto lo es), sino fuera porque está tratada con sutil humor negro. Aquí Eastwood introduce, de manera ingeniosa, su crítica a lo que entiende como excesos de corrección política; y lo hace de forma también provocadora, en el buen sentido. Para ello cuenta con el apoyo involuntario de un policía, el detective Colin Bates (Bradley Cooper), quien evidenciará en divertidas y fallidas cacerías las paradojas generadas por el racismo imperante alrededor de la ruta de la droga que atraviesa el país del norte, desde la frontera mexicana hasta Illinois.
No hay nada más loco, en los Estados Unidos de hoy, que exista un hombre blanco del Medio Oeste y encima veterano de guerra que se lleve bien y respete a los chicanos, al punto de paparruchear amigablemente palabras en castellano. Y, peor aún, que incursione en el más terrible de los delitos que prejuiciosamente se atribuyen a los mexicanos: el tráfico de drogas. Recordemos que en su campaña electoral Trump afirmó que los mexicanos «traen drogas, crimen, son violadores y, supongo que algunos, son buenas personas». Stone es lo contrario: respeta a los mexicanos (quizás porque simpatiza con la imagen que se ha hecho de ellos, como gente afable y despreocupada) y, en general, actúa de buena fe con todos, sin consideraciones raciales o discriminatorias. Así, por ejemplo, cuando se topa con su primer supervisor chicano del cartel, que actúa prepotentemente, exclama, aparentemente asombrado: “Oye, ¿tú eres mexicano?”. Esta actitud irónica, de por sí, es altamente provocadora en el escenario norteamericano actual.
Pero la provocación va más allá. Recordemos que Stone es un obsesivo de las flores, al punto que esta ocupación –más su conservadurismo y los años– lo han desconectado de la tecnología (desconoce Internet y desconfía de los celulares, que apenas sabe usar), de las tensiones sociales del país y del mundo; y, sobre todo, lo ha alejado de su propia familia. Así que, de manera involuntaria, utiliza palabras (hoy consideradas) ofensivas hacia lesbianas y negros en contextos que no son discriminatorios sino todo lo contrario. Es decir, la película presenta situaciones comunicativas en las que por encima de las (involuntarias) expresiones discriminatorias predominan iniciativas o relaciones basadas en la colaboración y apoyo que apuntan hacia la confianza mutua. Más aún, son episodios irónicos, que parecen extraídos de una comedia de equivocaciones.
Como sabemos, para Eastwood (y para muchos conservadores y no), la prohibición social del uso de palabras e incluso humor que pueda ser considerado ofensivo limita la libertad, ya que se puede basar en un exceso de susceptibilidad o en la creencia de que eliminando tal lenguaje (palabras o imágenes) va a desaparecer el fenómeno de la discriminación o el racismo.
Aprendizaje de la tolerancia
Esta idea ya la había llevado Eastwood a la pantalla en “Gran Torino”, en la cual hay una reveladora escena que muestra a un par de adultos (bien) mayores –uno de origen polaco y otro italiano– intercambiando bromas mutuamente racistas en una barbería ante un joven de origen camboyano. Son tan buenos amigos que esa relación (amical y de confianza mutua) los coloca por encima de los mutuos dardos racistas y evita que les afecten negativamente. Y, viceversa, pueden disfrutar con esas bromas ya que comparten valores (no expresados en palabras sino en tono de voz, gestos, intencionalidad y sentido; no explícitos sino implícitos) que los protegen del entorno discriminatorio. Y ese es justamente el mensaje (aprendizaje) que quieren inculcarle al joven recién llegado a un contexto urbano en el que la violencia racista se extiende al propio grupo de migrantes asiáticos, como violencia a secas (pandillaje).
Este enfoque se ha refinado aún más en el «La mula» ya que, desde un punto de vista dramático, su protagonista (Stone), efectivamente, no exhibe comportamientos discriminatorios pese a que suelta expresiones que sí lo son, pero por involuntario desconocimiento; sustentado en la otra cara de su carácter sociable: el aislamiento o encasillamiento (condicionamiento) profesional y la edad, que lo separan de algunos aspectos de la vida moderna y sus tensiones sociales o culturales.
En consecuencia, la película apuesta por la tolerancia y el respeto a todo nivel, utilizando un personaje (Stone) aparentemente cándido, pero en realidad nada ingenuo. Como buen veterano de guerra, se sabe manejar en situaciones de conflicto o desconfianza interpersonal para proteger (y protegerse) de ocasionales personajes o actitudes agresivas y discriminatorias (también por la edad), tanto en el bando policial como en el delincuencial. De hecho, al ubicar a su protagonista fuera de la ley, Eastwood añade un elemento de ambigüedad que pone contra la pared a los discriminadores de ambos bandos, ya que Stone –pese a haber caído en el delito– demuestra ser más comprensivo y humano que un policía racista o unos narcos mexicanos y abusivos.
La naturalización del racismo
Esto es un paso adelante hacia la tolerancia; sin embargo, es un paso limitado ya que las expresiones ofensivas siguen siéndolo fuera de tales situaciones o grupos; o sea, desde un punto de vista social general (estadístico). En un mundo ideal, sin racismo ni discriminación, con elevados estándares de confianza social (digamos, a un nivel escandinavo mejorado), ocasionales bromas o humor racista probablemente serían excepcionales e irrelevantes. Pero en el mundo real –en el que resurge el odio racial, el machismo, la misoginia, xenofobia, homofobia y otras formas de discriminación– tal crítica a ciertos excesos de “corrección política” son insuficientes (eventualmente, equívocos) para combatir este fenómeno.
Ciertamente, la prohibición social y/o legal de determinadas expresiones (palabras) o imágenes ofensivas hacia grupos discriminados o minoritarios no elimina el racismo, pero mantiene a raya a los racistas y discriminadores. A ello deben sumarse pasos adicionales para reducir y mitigar estos males sociales. Esto nos conduce al meollo de la cuestión: la naturalización del racismo. Es decir, justamente los pecadillos de Stone, lo que llamamos su “involuntario desconocimiento”. Dado que las actitudes y comportamientos discriminatorios y/o excluyentes son parte de hábitos aprendidos en el hogar y/o la escuela, y han devenido (reforzados) en condicionamientos sociales o culturales, no los visibilizamos ni consideramos como lo que son: racismo y discriminación. De allí lo de “involuntario” o el “desconocimiento”.
Dicho de otra forma, se asumen como “normales” actitudes y comportamientos discriminatorios. Esto ocurre porque está tan afincada (normalizada) en la mente la percepción de una presunta igualdad social que simplemente no se es capaz de reconocer la situación de discriminación hacia Otros. Ello conduce a reforzar las estructuras discriminatorias y a no detectar o identificar expresiones ofensivas como tales. En su versión más extrema (hoy en alza), el racismo naturalizado puede ser fuente del negacionismo y llevar a satanizar a los movimientos sociales que luchan por visibilizar y combatir la discriminación en sus diversas manifestaciones. De otro lado, incluso cuando se es consciente y opuesto al racismo y la discriminación puede ocurrir que se mantengan comportamientos (o se “escapen” expresiones o humor) ofensivos, debido a la fuerte interiorización de estos patrones raciales, de género u otros prejuicios.
Lo que siempre me ha fascinado del feminismo y otros movimientos sociales –aparte de su variedad ideológica y programa político (legítimos)– es que apuntan al cambio de actitudes, comportamientos y conductas. En otras palabras, puede ocurrir que personas de pensamiento conservador exhiban un comportamiento tolerante y solidario, mientras que personas de –por ejemplo– ideología feminista tengan una práctica machista o reproduzcan en su vida patrones de género tradicionales. Y es que los cambios de ideas pueden ser rápidos (ya lo dijo Groucho Marx: “Estos son mis principios, pero si no le gustan, aquí tengo otros”); mientras que los cambios de comportamiento son –por lo general– de más difícil realización y a largo plazo.
Un espacio para ilustrar estos –muchas veces complejos– desencuentros entre palabra y acción es el arte, incluyendo el cinematográfico. Y aquí retornamos a Eastwood, un conocido miembro del Partido Republicano de Estados Unidos, que en esta película (así como en “Gran Torino”) demuestra que se puede ser conservador hasta el tuétano y, al mismo tiempo, tolerante y actuar en un sentido de justicia, independientemente de a qué lado de la ley se encuentre. Ya es bastante.
El último romántico
Sin embargo, Eastwood no se detiene en su crítica a lo “políticamente correcto” sino que también –desde el punto de vista de la honestidad intelectual y artística– su personaje se mantiene fiel a sí mismo hasta el final. Su espíritu de tolerancia (en lo sociopolítico) y comprensión (en el ámbito familiar) lo empujan a la búsqueda de la redención. En ese sentido, su enfoque tiende hacia la salvación mediante la inmolación (caso “Gran Torino”), o el sacrificio o la aceptación (caso de “La mula”); lo cual es un enfoque típicamente romántico. La inmolación por el amor es una de las líneas conductoras de las grandiosas operas wagnerianas; pero, a diferencia de estas, Stone asumirá sus culpas en aras de la justicia, antes que por amor.
Sin embargo, esta no es la conclusión final ni la más importante de esta película. Pese al reconocimiento de sus deudas con la familia y la sociedad, Stone regresará al cultivo de los lirios; es decir, a lo que originó su desconexión de todas las vivencias y experiencias que le han mostrado ese mundo que él habría querido ignorar a lo largo de su dilatada existencia. De esta manera, luego de pasar por una especie de compleja sanación, retorna egoístamente a su actividad profesional, centrada en la crianza de un tipo de lirios que viven un día. Lo que podría simbolizar dos aspectos del personaje. Uno, lo fugaz de la existencia: una reflexión propia de un nonagenario que, además, ha estado rodeado de asesinos y en riesgo de muerte. Dos, la belleza de la flor, una belleza que debe recrearse diaria y continuamente: la entrega total a una vocación artística.
Esto último puede ser también una reflexión del director sobre las consecuencias familiares y los compromisos políticos que envuelven su carrera profesional como cineasta; lo cual convierte a Stone en un alter ego del propio Eastwood. Recordemos que en la confesión sobre el origen de su bonanza económica ante Mary, Stone no deja de alardear con algunas de las cualidades que podrían atribuirse a otros personajes interpretados por el veterano realizador. Además, su propia hija interpreta el papel de Iris, la hija de Stone, lo que en este caso refuerza la relación entre vida y arte; al punto que cabe preguntarse cuántas culpas no estará pagando el realizador con esta cinta. En todo caso, el director se mantiene fiel a sí mismo tanto en lo personal como en lo político; hasta el final es fiel a su conservadurismo, lo asocia a su quehacer artístico y a ciertas características personales, centradas en el egoísmo machista y una soledad quizás no buscada deliberadamente.
Para concluir, solo me queda reconocer la extraordinaria solvencia profesional de Clint Eastwood. Estamos ante un realizador en la cúspide de sus poderes, que ha entregado una película hermosa, irónica y provocadora. En su papel como Earl Stone destaca por un despliegue actoral impresionante para caracterizar a este abuelito lleno de recursos a partir de la exploración de una vejez emocionalmente precaria, aunque «feliz»; mientras que el resto del reparto cumple con acostumbrado talento profesional roles secundarios. Si bien estamos ante una obra menor dentro de su producción, esta película de Eastwood se crece cuando la examinamos en relación con el contexto sociopolítico contemporáneo, no solo estadounidense sino también global. Sin duda, una película muy bien hecha, entretenida y que invita a la reflexión a distintos niveles, algunos controversiales, los que hemos reseñado en esta nota. Espero que la disfruten tanto como yo.
La mula
Estados Unidos, 2018, 116 min.
Director: Clint Eastwood
Interpretación: Clint Eastwood (Earl Stone), Bradley Cooper (Colin Bates), Laurence Fishburne (jefe policial), Michael Peña (agente Treviño), Dianne Wiest (Mary), Andy García (Laton), Alison Eastwood (Iris), Taissa Farmiga (Ginny), Ignacio Serricchio (Julio), Loren Dean (agente Brown), Victor Rasuk (Rico). Guion: Nick Schenck.
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