En cuestión de nominaciones y premios la mexicana «Roma», disponible en Netflix, ha marcado un hito: es la primera película en español en competir por un Premio Oscar en la categoría principal, y la quinta en hacerlo en simultáneo por la de mejor película extranjera (la última fue la francesa “Amour” de Michel Haneke, en 2012), así como la segunda de habla no inglesa en acaparar nominaciones (la última fue “El tigre y el dragón”, de Ang Lee, en 2000, igualmente con diez).
Los otros ocho rubros a los que aspira el filme mexicano son los de mejor director, mejor actriz, mejor actriz de reparto, mejor edición, mejor guion original, mejor diseño de producción, mejor mezcla de sonido y mejor fotografía. Para obtener la mayor cantidad de estos premios, la compañía de streaming, Netflix, su productora, no ha escatimado en pagar por su primer producto en esta competencia la que posiblemente sea la campaña publicitaria con miras al Oscar más cara de la historia, unos 20 millones de dólares, lo que demuestra que no le basta con que su película sea, además, la primera de habla no inglesa en ganar los Critics’ Choice Awards, así como que se haya alzado hasta ahora con más de 60 premios entre los que destacan el Globo de Oro, el León de Oro de Venecia, los Premios Independent Spirits, los Premios del Círculo de Críticos de Cine de Nueva York y los Premios Goya.
Con estos precedentes no es extraño que quien se dispone a verla por primera vez se ponga frente al televisor con la esperanza de quedar impactado como su propio público quedó con “Cinema Paradiso”, de Tornatore, “La lista de Schindler”, de Spielberg, “Odisea en el espacio”, de Kubrick, “Los siete samuráis” o “Rashomon”, ambas de Kurosawa, o “Ciudadano Kane”, de Welles, por citar solo algunas de las tantas indiscutibles obras maestras de las que está poblada, felizmente, las tradiciones cinematográficas de Oriente y Occidente.
Pero no, lo que pasa con «Roma» ha pasado con varias películas, sobre todo en los últimos años, que deben su ubicación en los palmarés más al poder de las compañías que las sostienen o a las circunstancias políticas que rodean las premiaciones. No es que «Roma» sea una mala película. Al contrario, en muchos ámbitos su calidad es portentosa y solo por ellos merece desde ya toda la atención que viene recibiendo, pero tiene aspectos que a los ojos del espectador pueden parecer demasiado débiles y que la hacen perder verosimilitud, pero sobre todo sustancia, como cuando se prepara un cebiche con exquisitos pescado fresco, cebolla, limón de Chulucanas, sal y ají, pero se termina sirviéndolo embadurnado con mayonesa de sobre.
La película
Después de “Y tu mamá también” (2001), su primer gran éxito, basado en sus recuerdos de juventud, “Roma” es la cinta más intimista de Alfonso Cuarón Orozco (Ciudad de México, 1961). En ella el director recrea con un realismo paradójico sus recuerdos de infancia. Paradójico porque si ya es imposible aspirar a imprimir realismo a los recuerdos de un adulto cualquiera, lo es más si se trata de los de un niño de diez años, periodo de la vida en que las vivencias aparecen décadas después como sueños, ilusiones, o borrosas imágenes, olores, sabores que a veces se hacen inasibles.
Paradójico porque incluso como recurso cinematográfico no hay mucho logro: la puesta en escena resulta irreal, pues se advierte impostada desde el inicio hasta el fin, desde cada vericueto de la casa que es presentada la mayor de las veces con una larga parsimonia que es complicado seguir y que requiere demasiada buena voluntad del espectador, hasta las tomas panorámicas de la ciudad de México y sus suburbios, donde sus gentes se mueven como si estuvieran en una enorme coreografía, o también desde la presentación de hechos históricos como “El Halconazo” (la brutal represión del gobierno que usó paramilitares contra una movilización estudiantil el 10 de junio de 1971), donde la violencia callejera está notoriamente presentada como si de un ejercicio de danza moderna se tratase, en el que cada violentista arroja una piedra, da un palazo, huye, recibe un disparo y cae como si marcara el ritmo de sus movimientos.
Cuarón no parece preocupado en llegar al público. Como lo ha declarado en varias ocasiones, tal vez su objetivo principal era contar a Libo, su nana, a su familia, o contarse a él mismo, una historia que su memoria retenía y volvía a él reiteradamente y que por eso mismo necesitaba retratar con lo mejor sabe hacer, las herramientas del cine. O tal vez está más interesado en volver a ganar todos los premios posibles, manipulando sentimentalmente, entre otros, a la Academia, como su compatriota Gonzáles Iñárritu lo hizo con las exageradas “Birdman” y “El renacido”.
Por eso la mayor parte de la crítica, para justificar su aplauso, ha debido recurrir a un análisis metalingüístico de la historia y de la puesta en escena: que si la protagonista es Cleo (una excelente y conmovedora Yalitza Aparicio, la mejor del elenco de lejos), la casa, la ciudad de México; o que si se critica a la sociedad clasista y racista de esa época, que se extiende hasta ahora, o que si el avión que aparece reflejado en el agua al inicio, o en el cielo al final refleja el paso del tiempo, o que si la caca de perro significa más que caca de perro, o que si se hace un alegato feminista en el que las mujeres de las clases sociales altas y bajas están sometidas por igual a una estructura patriarcal. O que si al subir la casi infinita escalera, vista en contrapicado, Cleo está metafóricamente subiendo al cielo, ese cielo moral que la hace, desde su sometimiento de clase, superior a sus patrones.
Lo cierto es que la historia es sencilla, y que como ruta de sucesos cabe en pocas líneas: narra en paralelo el drama de la patrona, a la que abandona su marido junto con todos sus hijos, y el de la empleada y nana de la casa, a la que abandona su pareja al enterarse de que está embarazada del hijo de ambos. Es una construcción típicamente melodramática, de guion con altibajos e insuficiencias, que no se convierte en un capítulo típico de telenovela mexicana porque Cuarón se ha encargado de revestirla de un lenguaje cinematográfico de altísimo nivel, empezando por la elección del blanco y negro, que varios se han atrevido a llamar “poesía en estado puro”, mezclado con ingredientes de aquel cine que se atreve a explicar a partir de una historia pequeña un país y una época. En este aspecto el trabajo es tan bueno que en el Oscar «Roma» quizá merece los premios a mejor edición, mejor diseño de producción, mejor mezcla de sonido y mejor fotografía.
Un troppo
Pero la poesía, la buena poesía, cuando se encuentra a solas con su lector, no necesita de explicaciones, de justificaciones razonadas y teóricas, de metalenguaje; esas pueden venir después. En la soledad entre poema y lector, como entre película y espectador, la poesía solo se defiende con su capacidad para generar sentimientos, de decirle algo que solo quien lee entiende de un modo que a veces es incomunicable, pero que lo cambia para bien o para mal. Ojalá pase eso con los espectadores de «Roma», puesto que en ese blanco (al menos en lo que se refiere a los que deciden los premios) parece haber puesto Cuarón todas sus balas. Nos permitimos dudarlo, sin embargo.
En una clase maestra que dictó en el septuagésimo Festival de Cannes en 2017, el seis veces candidato al Oscar dijo sobre su tercera película (“Grandes esperanzas”, 1998): “Nunca tuve que haberla hecho. (…) Y el error fue solo mío. No hay la amargura de Dickens en aquel texto. (…) Un día le dije al ‘Chivo’ (su amigo, el celebrado director de fotografía Emmanuel Lubezki) por qué estaba toda aquella puesta en escena tan estilizada y tan bien diseñada, y me respondió: ‘Es un poco tarde ya para decirlo, ¿no?’. Otro ejemplo: la música es preciosa, pero todo junto al final es lo que los italianos califican de troppo (demasiado)”.
Nos es inevitable pensar que lo que le pasó entonces le ha pasado otra vez con «Roma».
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