En «Familia sumergida», filme de María Alché, las presencias que más importan son justamente las que yacen ausentes. Aún dolida por la muerte de su hermana Rita, Marcela (Mercedes Morán) continúa con su vida familiar hasta donde le es posible. Su esposo está en un viaje de trabajo, su hija mayor acaba de terminar con su enamorado y su hijo menor está fallando sus exámenes. En tanto, ella no deja de visitar con frecuencia la vivienda de su difunta hermana, llena de plantas, ropa y fotografías, manifestando una presencia que no se ha desvanecido del todo.
Los recuerdos de tiempos lejanos –no todos agradables- impregnan el hogar en cada esquina, a veces imprevisibles y tenebrosos, como fantasmas que comparten su frustración a la descendencia. Tal vez por esto es que los momentos más trascendentes del film ocurren dentro de la casa principal (apoyándose en una puesta en escena y una fotografía notables), espacio que para la protagonista es a la vez un refugio y una cárcel.
Más allá del luto, las mujeres en la familia de Marcela no la han pasado bien estando casadas. Algunas vivieron con ello, otras intentaron huir como sea, y Marcela teme convertirse en la hereda de estas decepciones. La película no desperdicia un solo encuadre para manifestar la soledad del personaje de Morán. Alché se asegura de ubicar a su personaje al costado de sillas vacías, arrinconada en un encuadre lleno de gente o al centro de una habitación sin luz. Su vida familiar, aunque llena de momentos bellos, llega a ser asfixiante, y cualquier intento por escapar o romper la monotonía, es una oportunidad que luce cuanto menos emocionante.
Es dentro de este marco que la relación entre Marcela y Nacho (Esteban Bigliardi), un amigo de su hija, se torna significativa. No es casual que trascienda un lazo afectivo entre la ama de casa y el joven que, de repente, perdió una oportunidad laboral en el extranjero. Para los dos, el sentido que ordenaba la vida se ha interrumpido, y toca reconstruirlo, incluso si es en medio de una relación con límites ambiguos. Su viaje al campo, lejos de esa ciudad que los angustia, puede leerse como un simulacro de una huida real, pero esta sigue siendo pura fantasía. El destino de Marcela sigue estando cerca de su familia, entidad paradójica que la alegra y aliena a la vez.
Al final, no se puede huir nunca del todo. Hundiéndose en las rutinas, en las reuniones obligadas o los encargos del hogar, Marcela es engullida por la vida que años atrás eligió seguir. Nada ilustra mejor esto que la reunión que cierra esta historia, a la que en principio ella no quería ser partícipe. En medio de su familia, su medio hermano y otros parientes, el personaje de Morán deambula por la pista de baile con pasos aletargados, mientras poco a poco se anima a danzar. No porque quiera, sino porque es lo que todos hacen, o, aún peor, lo que le toca hacer.
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