Tras alcanzar la fama mundial por su participación en cintas que definieron el llamado “nuevo cine mexicano”, como «Amores perros» de Alejandro González Iñarritu e «Y tu mamá también» de Alfonso Cuarón, Gael García Bernal hizo su debut como director con la cinta “Déficit” el 2007, protagonizada por él mismo. Doce años después, emprende su segunda aventura detrás de las cámaras con «Chicuarotes», estrenada en el reciente Festival de Cannes y presentada en la edición 23 del Festival de Cine de Lima. La película, que se desarrolla en un barrio marginal de la Ciudad de México, se centra en dos adolescentes que dejan atrás sus andanzas de ganar dinero en buses y los delitos menores para meterse en tierras más peligrosas. Sin importar el medio que utilicen, el objetivo es encontrar un futuro mejor, uno que quizás nunca estará destinado para ellos. Lamentablemente, es una premisa interesante que termina con una ejecución fallida y decepcionante.
El principal problema con «Chicuarotes» es que no está muy segura de lo que es realmente: por momentos pretende ser una comedia escandalosa con crítica social, luego funge de melodrama familiar, y de la nada se concentra en la violencia. Tiene una estructura muy desordenada que se abre por muchos frentes sin saber por qué. Hacia el final, la película de García Bernal se siente agotadora, pero no por un exceso de ideas, sino porque las que tiene nunca llegan a entenderse por completo. Evidentemente, hay una intención por contar una historia sobre la vida en medio de la pobreza y las consecuencias de las desigualdades sociales, pero el guion de Augusto Mendoza ( «Mr. Pig» y «Abel» de Diego Luna) y la descuidada dirección de Gael impiden que la denuncia encuentre el tono adecuado y que los personajes tengan elementos que justifiquen muchas de sus acciones y decisiones.
‘Cagalera’ (Benny Emmanuel) y ‘Moloteco’ (Gabriel Carbajal) viven en San Gregorio Atlapulco, un pueblo de Ciudad de México que busca recuperarse de un reciente terremoto. Ambos trabajan como payasos en los buses, pero cuando los pasajeros no les colaboran, sacan un arma y proceden a asaltarlos. Pero eso no es suficiente. Para dejar atrás la pobreza, ‘Cagalera’ se mete en problemas y arrastra a ‘Moloteco’ en una misión delictiva de alto alcance. Es aquí donde el guion de Mendoza empieza a tropezar de forma más frecuente: se abre una subtrama con la madre que atropella la narración principal, algunos personajes tienen cambios bruscos en sus desarrollos, otros aparecen en la trama sin mucho piso de donde sostenerse. Esto último sucede con ‘El Chillamil’, un delincuente excarcelado interpretado por Daniel Gímenez Cacho («Zama»), quien de golpe se convierte en el villano de la historia. A partir de esto, se propician secuencias incómodas con los protagonistas, diálogos clichés, contradicciones y resoluciones con poco sentido e injustas con los propios personajes.
El lado positivo es el descubrimiento de talentos interesantes. Además de Emmanuel y Carbajal, la participación de Leidi Gutiérrez y Pedro Joaquín también resulta llamativa y prometedora. Ellos interpretan a la novia y al hermano de ‘Cagalera’, respectivamente. Algo bueno que hace Gael es darles libertad a sus actores, aun así a los muchachos se les siente limitados. Da la impresión de que el equipo no terminó de comprender la visión del mundo de un joven de la edad de los protagonistas ni cómo plasmarlo en diálogos y situaciones realistas. Hay ganas de hacerlo, pero muy poco hilo de dónde jalar. Así es «Chicuarotes» de Gael García Bernal, un intento fallido por ofrecer una historia de denuncia y que no encuentra ni fabrica los elementos correctos para ser verdaderamente efectiva y sentirse necesaria.
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