[Crítica] Festival de Lima: «Socrates», de Alexandre Moratto


La decadencia es uno de los esquemas narrativos más impregnados en nuestra cultura. Uno se entusiasma al ver a su personaje corrompiéndose, rebajándose, siendo destruido, solo para remontar a su antigua gloria. «Socrates», película del brasilero Alexandre Moratto, nos obliga a preguntarnos qué ocurre si ese esplendor pasado nunca existió, y si la degradación es solo un viaje de ida.

En esta situación se halla el chico que da nombre a la película (Christian Malheiros). Luego de perder a su madre en la primera escena del film, la narración se apresura en construir a Socrates como un verdadero desgraciado, iniciando un vía crucis tan ininterrumpido como demoledor.

Incapaz de conseguir un empleo, Socrates se enamora de Maicon (Tales Ordakji), quien, luego de ser víctimas de un ataque homofóbico, le da la espalda. Intenta recuperar las cenizas de su madre, pero la funeraria le pide que esté acompañado de su padre, a quien prefiere evitar a toda costa. Poco después es echado de su departamento al no pagar el alquiler, y se ve obligado a deambular en las calles de Sao Paulo, en donde su suerte solo empeora.

La cámara en mano es la mejor forma en que se pudo haber seguido el viaje de Socrates. El devenir errático del protagonista empalma con el movimiento dinámico del aparato que filma, mientras se le va despojan de todo lo que tiene.  Aunque para algunos puede resultar excesivo, Moratto deja en claro una y otra vez que no está en sus planes apiadarse de su protagonista, colocándolo ante los ambientes más sórdidos de la metrópoli, donde la agresividad y la indiferencia matan por igual.

Otro mérito: si bien Moratto y Mantesso (ambos a cargo del guion) no dudan en manifestar la homosexualidad de Sócrates, en ningún momento lo reducen a ella. Si bien la homofobia es causante de muchas de sus peripecias, otros ejes del personaje son explorados: su vida sentimental, su perseverancia, la relación con su padre y, por supuesto, con su difunta madre. La verdad es que, aunque su muerte sea lo primero que vemos, su presencia nunca abandona a su hijo, y la narración ciertamente tampoco lo hace. El duelo que atraviesa Socrates es parte integral de la trama, proceso análogo a su destrucción ética y existencial. Eso sí, no siempre de forma evidente, pero no por ello menos real.

La relación del personaje de Malheiros con la mujer que le dio la vida es tal que, incluso, no está dispuesto a morir sin su compañía, decisión de la que en último momento se arrepiente. Curiosamente, el vía crucis llega a su fin no con el regreso a la ciudad, sino con el esparcimiento de las cenizas, ese segundo funeral, íntimo y poderoso. Que todo vaya a mejorar después de esto es una predicción ingenua, pero nadie podrá negar que, al menos, se ha atravesado un umbral. La película termina sugiriendo esa irrefutable verdad: vivir demanda coraje, perseverancia y algo de terquedad, incluso (sobre todo) cuando uno se halla en la ruina.

«Socrates» se cuenta lejos de todo efectismo, de una forma directa y que lo dejan a uno sin aliento, verdaderamente en la carne de su protagonista.


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