Opulencia y apariencia han ido históricamente de la mano, a tal punto que la segunda se toma casi como una consecuencia inevitable de la primera. En «Las niñas bien» ocurre algo muy parecido, pero también muy distinto. La película gira en torno a Sofía (Ilse Salas), quien tiene el privilegio de vivir en uno de los barrios más acomodados de México. Es a principios de los años 80 que la economía familiar empieza a decaer. Su esposo (Flavio Medina) se entrega al alcohol mientras Sofía busca que su círculo social no conozca sus problemas financieros, aunque el chisme puede ya estar circulando más allá de su control.
La tragedia de la protagonista va más allá que la mera desgracia económica. Es sobre todo una decadencia simbólica, una opulencia que deja de ser real y se convierte en mera simulación. Se vive con un prestigio falso que se tambalea ante un estilo de vida efímero. Justamente esto permite hilar la película de Márquez con su no tan distante presente. La necesidad de mostrarse y consumir, parecerse y, paradójicamente, querer sobresalir, son operaciones que aún determinan el devenir de las élites, cuestiones que los sociólogos quizá conocen más de cerca que los realizadores de cine.
No obstante, la cámara de Márquez ofrece una mirada próxima de la corrupción financiera y moral de la protagonista, el tipo de mujer cuyos “amigos” son parte de un cálculo egocentrista, que no quiere que sus hijos “se junten con mexicanos”, y que no tiene reparos en robar de quien consideraba su amiga (amistad que siempre fue mera conveniencia). La relación entre prestigio y patología se revela de esta manera y, sin embargo, nos sentimos comprometidos con ella, implicados en su creciente precariedad.
Avanzamos a paso lento, pero de la mano de un montaje dinámico, lleno de cortes fugaces que no temen fragmentar la linealidad de la escena, la misma que para otros directores parece ser incuestionable. Son detalles mínimos, pero que sirven de justa contraparte a la complejidad de un guion que apuesta por la psicología de sus personajes. Es un enfoque que nos despierta —porque esa es la palabra— a un mundo donde la angustia y la amoralidad son los paradigmas reinantes, tratamiento visual que resulta llamativo e incómodamente cercano.
Es justamente por los 80 —la misma época en que se ambienta la película— que se escuchaban las primeras voces sobre la era del vacío, el famoso ensayo homónimo de Lipovetsky. Cuarenta años después, «Las niñas bien» nos llama la atención diciendo que estamos lejos de superar esta época. De hecho, los bienes con los que pretendemos enmascarar esta vacuidad son bastante débiles, puede que ahora más que nunca.
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