Los lazos de parentesco y afectivos resquebrajados, producto del conflicto armado interno, es el eje alrededor del cual se articula la reciente película de los hermanos Vega. La historia, enmarcada en 1991, narra la llegada de Roberto (Jorge Guerra) a Montreal, en donde lo espera Bob Montoya (Roberto Palacios), su padre que reside allá varios años y a quien no ve hace buen tiempo, producto de la separación con su madre, a quien apenas conocemos por llamadas telefónicas que tiene con Roberto, puesto que ella se encuentra en Lima. El propósito de su estadía es terminar su educación básica y, a la vez, recuperar su relación distante con su padre. De este modo, la película nos propone un relato desde las perspectivas de cada uno de estos dos protagonistas principales y sobre cómo recuperar los vínculos distantes entre ellos.
Ya desde la primera escena vemos a Roberto descargando esa potencia suya sobre una señalización de ‘stop’, escena metafórica que nos remite a Cristo cargando la cruz antes de ser crucificado, anticipándonos así su desbordante violencia performática que iremos conociendo poco a poco. En el ambiente familiar de Bob, todo es aparente tranquilidad. Su esposa Sophie (Isabelle Guérard) y su hija Claire (Luna Maceda) exhiben la imagen de respeto ante las leyes cívicas. Bob, por el contrario, lleva una convivencia a doble cara: en el espacio privado es un buen padre, pero fuera de este encarna el símbolo de la “pendejada” peruana, específicamente concerniente a la infidelidad conyugal.
Cercano a sus códigos sociales se encuentra Toño (Rodrigo Sánchez Patiño), su amigo peruano de farra que también vive con ellos. Entonces, si el par de roles femeninos son la buena cara de la tranquilidad democrática, este par de protagonistas masculinos son su lado obsceno, siendo Roberto el punto de intersección -rechazando el modelo de hombre canalla que le dictan aquellos y aceptando la sinceridad y ternura de ambas figuras femeninas. El filme complejiza más estas relaciones masculinas estableciendo el punto conflictivo cuando Roberto se enamora de Michelle (Sandrine Poirier-Allard), la amante de su padre. La lógica masculina queda en tensión aquí, reforzándose los antagonismos en la relación padre-hijo. Esto exacerbará aún más los afectos entre este trío masculino, detonando la violencia reprimida en el punto clímax de la película.
Para representar la violencia, los hermanos Vega se sirven de dos elementos importantes: tanto de la fotografía, así como de la actuación. Respecto del primer elemento, la tonalidad de contrastes empleados en “La bronca” es destacable. El frío de los espacios exteriores y la luminosidad de los interiores contraponen la sensación de Roberto: esa ira contenida por dentro que debe ser controlada para no causar problemas en el espacio público normativo. Sobre la actuación, se nota la importancia puesta en los gestos de los protagonistas, ya que, por medio de planos medios y primeros planos abiertos, se acentúa las performances individuales, completándose la construcción minuciosa de estos protagonistas acosados por la violencia a nivel estructural. Asimismo, estos elementos mencionados son instrumentalizados en una puesta en escena bien cuidada, donde casi nada desempeña un papel prescindible, logrando una disposición de un todo unificado.
De este modo, los hermanos Vega logran plantearnos algo destacable desde el cine peruano: hacernos pensar por medio de imágenes sobre todo ese nudo social problemático que es la violencia, la cual nos atraviesa como sociedad y que no solo nos acosa dentro del Perú, sino que también la llevamos hacia otras partes del mundo. Se logra, también, derruir la alegoría del sueño americano que se encarna efectivamente en Bob, símbolo de la lógica del emprendedor capitalista que por sí mismo busca salir a flote a contracorriente. Así como en “El mudo”, su anterior película, los hermanos Vega continúan revelando los puntos sintomáticos de la sociedad peruana, planteándonos interrogantes pendientes sobre el imaginario peruano. “La bronca” no da respuestas concretas, pero insiste todavía por preguntar hasta qué punto debemos desentendernos de lo que acontece en nuestra realidad social.
Deja una respuesta