Esta es una película que te abre los ojos. Aunque se trata de un documental sobre la reforma agraria del gobierno militar y su líder, el general Juan Velasco Alvarado, convierte este asunto en un motivo para explorar los orígenes de la discriminación social en el Perú; especialmente del indio y las poblaciones nativas, aunque también de las mujeres. En tal sentido, es un filme sobre el presente y también sobre el pasado, una reflexión histórica donde podemos reconocernos e identificarnos con (y en) unos hechos para algunos desconocidos, para muchos invisibilizados y para otros, quizás olvidados.
Al mismo tiempo, es una de las más fascinantes antologías de cine peruano, desde casi sus orígenes hasta el presente, con énfasis en la producción nacional de los años 70 del siglo recientemente pasado. Películas que ilustran, desde distintos ángulos y épocas, el asunto de fondo del filme. Pero los testimonios visuales van más allá, incorporando –pero, sobre todo, recuperando– material documental y televisivo de ese periodo. Son imágenes contundentes y abundantes con los que el director Gonzalo Benavente estructura –resignificándolos– una investigación y un discurso convincentes sobre la reforma agraria velasquista.
Visualmente deslumbrante, esta obra es un ejemplo de cómo la cultura y la comunicación son fundamentales para promover cambios sociales profundos en una sociedad. En el Perú todavía se cree que el desarrollo se mide exclusiva o principalmente por el crecimiento económico. El documental muestra que los procesos de cambio social (y sus consecuencias económicas) se generan y apoyan en la creación cultural. Pese a esta evidencia, se sigue menospreciando al sector cultural, al que muchos consideran un factor de tercer orden y hasta un gasto superfluo.
De hecho, la creencia –dominante en los años 50 a 70 del siglo pasado– en la necesidad de una reforma agraria tienen una base firme en la literatura, las artes y la investigación social; lo cual se expresaba en un amplio consenso en la opinión pública. Incluso los propios afectados por esta medida –algunos de los gamonales o terratenientes– reconocían la necesidad de poner en marcha este proceso. En tal sentido, el documental que comentamos muestra muchos elementos de contexto que permiten tener una visión y conocimientos más amplios sobre este proceso de cambio. Más aun, desmitifica la figura de Velasco y ofrece información que humaniza al personaje.
El factor cultural en esta obra se puede apreciar a dos niveles. De un lado, en cuanto a su contenido, se utilizan numerosos productos artísticos –asociados o no a la reforma agraria– que se generaron o impulsaron al gobierno militar. Para empezar, el posicionamiento de Túpac Amaru II como figura simbólica de la revolución militar, representado por el icónico afiche de Jesús Ruiz Durand, la recuperación del famoso poema de Alejandro Romualdo (“Canto Coral a Túpac Amaru, que es la Libertad”, publicado en 1958) y la película de Federico García (“Túpac Amaru”, protagonizada por Reynaldo Arenas), entre los numerosos testimonios audiovisuales y fotográficos (Martín Chambi) con los que se construye esta notable obra. Se escucha la voz de José María Arguedas, partes de una entrevista al escritor Manuel Scorza y al dirigente campesino Hugo Blanco, entre otros testigos de la época.
De esta forma, en “La revolución y la tierra” se recogen, crean, recrean y recuperan multitud de percepciones, sentidos e imaginarios que sustentaron el apoyo a la reforma agraria del régimen militar y ese contexto cultural construido durante décadas en torno al –y en contra del– gamonalismo. Fueron estos contenidos intangibles los que movilizaron y empujaron una transformación radical del régimen de propiedad en el agro peruano. Esta producción cultural generó un contexto sociopolítico del que la reforma agraria fue el componente central y, a la vez, el gran impulso para otras acciones reformistas del gobierno militar.
De otro lado, tenemos las cualidades artísticas intrínsecas de la película. Primero, la perfecta concordancia entre las intervenciones de especialistas (y testigos directos de algunos de los hechos) y los fragmentos de varios filmes y otros testimonios audiovisuales; lo que –unido a un tempo relativamente rápido– garantiza una narrativa fluida y clara de temas más bien abstractos. Los variados niveles de calidad de las imágenes y sonido enfatizan el carácter histórico de los materiales; lo cual refuerza su verosimilitud, a pesar de ser –varios– relatos de ficción. Segundo, el ya mencionado despliegue de fragmentos de películas peruanas ayuda decisivamente a la comprensión del enfoque del director. No hay una sola toma que no tenga un sentido inequívoco y, al mismo tiempo, aporte a la concatenación de los componentes de la narrativa audiovisual. Estamos no solo ante un impresionante homenaje al cine peruano, sino también –por momentos–, un homenaje al arte cinematográfico en general.
Tercero, el director se ha focalizado en una idea básica –la ya citada discriminación social y racial–, dejando de lado muchas otras características interesantes del fenómeno velasquista, no relacionadas directamente con esta; incluyendo algunos que le podrían haber sido útiles (por ejemplo, su peculiar ideología). De esta forma, al examinar los diversos aspectos del asunto vuelve una y otra vez a la descripción audiovisual del gamonalismo como un sistema injusto, discriminador y racista. Gracias a ello, logra mantener la atención del público a la vez que despliega una visión compleja y muy reveladora del contexto social e histórico; lo que no hubiera sido posible si la película se hubiera desperdigado en otros aspectos de ese proceso político. Lo anterior genera, forzosamente, un sesgo claro en favor de la reforma, pero no por ello el director Gonzalo Benavente deja de dar voz a sus detractores y opositores. Ayuda también que algunos testimonios sean autocríticos o –como el del ex guerrillero Héctor Béjar– contundentemente autocríticos.
Cuarto, y dada sus características arriba descritas, el documental apela a esa cualidad tan cultivada por el cine de Hollywood: la nostalgia. Para quienes vivimos ese proceso en nuestra adolescencia y juventud ha implicado revivir recuerdos, imágenes, símbolos y hechos de otra época. Para los cinéfilos, supone encontrar un nuevo sentido a la producción cinematográfica nacional, una justificación, una necesidad y hasta un deber ser; ya que películas de diversos enfoque, orientación y calidad son puestas al servicio de un fin realmente nacional. Y esto es lo interesante: que la nostalgia no es solo de una época sino que se proyecta mucho más atrás, hacia percepciones –masivas, subyacentes– sobre el origen, las raíces, la resistencia a la conquista hispánica; fuentes que abonan esa entidad que llamamos Perú. Por esta vía se cumple también la famosa definición hitchcockiana del cine: llenar butacas.
Quinto, al igual que “La revolución y la tierra” muestra el impacto del factor cultural en la reforma, el documental –como obra artística por sí misma– tiene un papel clave en el presente, al impulsar la revaloración de la figura de Juan Velasco Alvarado; un personaje odiado e invisibilizado prácticamente desde su muerte y que en los últimos tiempos ha despertado creciente interés en ambientes académicos y en las propias redes sociales. Para ello, el director recurre a historiadores (Antonio Zapata, Paulo Drinot), sociólogos (Marisa Remy, Nelson Manrique, quienes también son historiadores), antropólogos, comunicólogos (Alexander Huerta-Mercado), críticos de cine (Ricardo Bedoya), cineastas (Nora de Izcue, Federico García) y politólogos (Carlos León Moya), entre otros; quienes aportan nuevo conocimiento sobre el presente (discriminación, racismo), apelando a un hecho controvertido del pasado relativamente reciente (la reforma agraria de los 70).
No obstante –y empiezo aquí a señalar algunas omisiones importantes, incluso dentro del enfoque del director–, hubiera sido interesante incorporar a algún economista (si no me equivoco hay uno pero solo de pasada) que explique claramente o abunde en el punto de vista de quienes sostienen que la reforma fue un fracaso económico. No soy economista, pero encuentro en El Comercio un artículo de Richard Webb que lo hace:
“La extrema desigualdad en la propiedad de la tierra era una realidad harto conocida y comentada durante siglos, pero recién en 1961, con la realización de un censo agropecuario, esa realidad fue convertida en un número. Según el censo, apenas dos mil familias poseían el 70% de la tierra agrícola mientras que casi un millón de familias vivían con menos de cinco hectáreas cada una… La cifra del censo fue llamativa y tuvo una fuerte influencia, quizá decisiva sobre el curso de las políticas, pero no fue una sorpresa… La sorpresa vino unos años después, con el trabajo del economista José María Caballero, respetado profesor en la Pontificia Universidad Católica, miembro del Instituto de Estudios del Perú, especializado en economía agraria y simpatizante de la reforma. No obstante sus simpatías progresistas, Caballero refutó la cifra del 70% tomada del censo, y calculó más bien que la propiedad de los grandes terratenientes era apenas el 12% del total de tierra agrícola. Según Caballero, una cosa era el número de hectáreas de un fundo, otra la productividad de esa tierra. Sumar hectáreas sin distinguir si se trataba de tierra con o sin riego, o de tierra cultivable o solo pasto, era hacer caso omiso a enormes diferencias de productividad y rentabilidad. El error sería igual al de calcular un capital inmobiliario solo tomando en cuenta los metros de calle de una edificación, sin incluir el número de pisos. El cálculo de Caballero tomó en cuenta esas diferencias, y reveló una estructura de propiedad mucho menos desigual”.
Esto puede ser visto de la siguiente manera: si la reforma agraria era un proceso redistributivo de la tierra y la riqueza, pues no había mucho por redistribuir o esta riqueza quizás no era tanta como se creía.
Mientras que el punto de vista del documental quizás podría estar representado por el artículo “Reforma Agraria y productividad. Ensayo sobre las razones de la pobreza rural en el Perú”, del investigador Sven Schaller; el cual sostiene en sus conclusiones que:
“Una redistribución de la tierra de los terratenientes basado en una reforma ‘capitalista’, es decir con altas indemnizaciones para los bienes expropiados, cerraría desde los inicios las posibilidades para el desarrollo del campo porque la deuda agraria impide cualquier financiamiento para inversiones. El Estado peruano no sólo no tomaba en cuenta este punto crucial, sino además usaba las ganancias de las cooperativas para financiar la industrialización según la substitución de las importaciones. De esta manera quedaban las cooperativas fuertemente controladas por agentes estatales. Los problemas de este modelo se veían rápidamente: en la parte económica, se observaba un colapso en el financiamiento de las empresas asociativas debido al sobre endeudamiento; en la parte social, se notaba un aumento de la corrupción primero entre los agentes estatales, después de los mismos miembros… Analizando las razones para tal situación se concluiría que el cambio del modelo de la producción en la hacienda a la de los minifundios no es ceteris paribus como asume el modelo. Se cambian las condiciones de trabajo en desventaja de los campesinos por la pérdida de las redes de distribución de la cosecha, la falta de financiamiento para los insumes y una educación deficiente, entre otros” (pp. 339-340).
Sea por las razones que fuere, la reforma agraria resultó –en general– un desastre (o, al menos, derivó en un estancamiento) económico; dependiendo de la zona, ya que en algunos casos el sistema cooperativo funcionó (y funciona hasta la actualidad) mientras que en otros muchos no.
Esto no significa que no debió hacerse. Como hemos visto, su ejecución era necesaria e inevitable por la profunda inequidad del gamonalismo, la baja productividad de gran parte del agro y la terrible miseria a la que estaban condenados los campesinos (especialmente en la Sierra). Lo cual solo demuestra que los cambios sociales tienen un costo económico, aparte de otros costos humanos y simbólicos. Hablamos de transformar un régimen de propiedad de la tierra basado en un sistema social semi feudal (el gamonalismo) que se mantenía desde el siglo XIX (y, en algunos aspectos, desde el siglo XVI). Y de generar ciudadanos y no súbditos.
Quizás la solución hubiera sido hacer las cosas en su momento. Resolver un problema que lleva siglos de retraso inevitablemente va a tener un costo. Quizás se trate de hacer las cosas a tiempo y de no “patear” los problemas para más adelante. Esta es una procastinación de dimensiones históricas solo atribuible al conservadurismo peruano. Baste recordar que Perú fue el último país de Sudamérica en independizarse y para ello tuvieron que venir ejércitos foráneos a hacerlo, no sin resistencias (e indiferencia) internas que se manifiestan hasta el presente en forma de añoranzas hispánicas; tal como, por otra parte, lo muestra –quizás de manera involuntariamente irónica– un episodio de este documental.
Una segunda omisión es la mención a la población afrodescendiente, la cual también era explotada en las haciendas costeñas, mientras que algunos de sus representantes culturales de alcance nacional que emergieron en aquella época –por ejemplo, Nicomedes y Victoria Santa Cruz– tampoco aparecen. Una tercera omisión se relaciona con la evolución de los movimientos indígenas hacia la defensa y preservación del ambiente y la lucha contra el cambio climático. Puede ser que sea el caso de los dirigentes que aparecen en el documental, pero no de otros sectores indígenas que todavía quizás no están informados, o no toman consciencia ni valoran estos temas. Cierto que es un punto secundario en el filme pero de todas maneras termina por ofrecer una visión sesgada del presente.
Pese a lo anterior, “La revolución y la tierra” es una de las mejores películas de este año gracias a la revaloración de un proceso de cambio social que explica mucho del Perú actual, a la vez que expone la persistencia de algunas de las causas que dieron origen a esa transformación; específicamente, la discriminación y el racismo. Al mismo tiempo, que hace un despliegue de fragmentos de obras icónicas del cine nacional en torno a una investigación sólida que da voz a protagonistas de la época e investigadores del presente. Todo ello para abrir un debate necesario sobre estos temas. Gran película.
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