Hace ocho años Adrián Saba realizó «El limpiador», película visionaria y apocalíptica sobre la expansión de un virus misterioso que acababa con la vida de las personas.
En este film que parece el espejo de la actualidad, Lima afronta el resultado de una enfermedad que en pocos días terminaba con la vida de las personas sin poder determinar con exactitud las causas. Si bien es cierto, aquella visión que Saba nos mostró en pantalla en el año 2012 se asemeja mucho a lo que hoy vivimos (la pandemia de la COVID-19 que enfrenta el mundo), la atención del realizador no recae en la enfermedad en sí.
No tenemos claro si la cuarentena también era una condición establecida en esta historia, pero en todo caso, los protocolos sanitarios, como las mascarillas, los trajes y toda la desinfección que hoy hemos normalizado, sí lo son. A pesar de eso, la distancia social se siente desde la primera escena, impactando con fuerza en el arranque y acompañada con un ritmo que parece no perder la tranquilidad. El cielo gris limeño en combinación con las locaciones elegidas en donde la precariedad y el deterioro dan el marco a una ciudad que agoniza, refuerzan la desolación y desesperanza.
El primer actor nacional Víctor Prada es Eusebio, el limpiador. Además de convincente, es la personificación de una ciudad fría, deshumanizada y desconectada entre sí. Él se gana la vida limpiando, desinfectando y encargándose de los cadáveres que el virus mortal va generando. Cumple una existencia sin mayores sobresaltos, ni expectativas, en completa soledad y silencio. Sin embargo, el tema principal no recae necesariamente en esa suerte de temor generalizado por un desenlace fatal. Sino más bien subyacen otras situaciones que reflejan el desgaste de una sociedad.
Desgaste que se reproduce en el anonimato y desesperanza. En realidad lo que agoniza son los vínculos humanos, como el que tiene el protagonista con su padre abandonado, el cual sufre al parecer de alzhéimer, hundido en la automatización, con el único interés de mantener el orden de lo que perdió. Eusebio enfrenta ese vínculo deteriorado con su padre desde que aparece otra persona en su vida, Joaquín, un niño del cual se tiene que ocupar cuando este pierde a su madre por causa del virus y cuyo padre nunca asumió su responsabilidad.
A raíz de cómo se va relacionando Eusebio con el pequeño, intenta a su vez recuperar la relación con su propio padre y acude a visitarlo a pesar de la completa desconexión con él.
Aquí todos los personajes han perdido, pero el temor a perder la vida solo lo tiene el niño, quien busca esconderse en este nuevo hogar al lado de Eusebio, primero en una pequeña habitación o posteriormente llevando una caja o casco en la cabeza para no morir, en clara necesidad de protección.
Después de todo, la visión de Saba no es tan apocalíptica y aunque con un predecible desenlace, el hilo de la narración es bastante convincente.
La muerte siempre deja una estela de vida y en este caso una luz de esperanza que Joaquín representa. Pero no solo se trata de un simple proceso dialéctico. Hay una suerte de inercia que parece ser el sentimiento general, al que el niño se opone con el deseo de buscar la tumba de su madre, de rezar por la mejoría de Eusebio y jugar en la playa. Lo nuevo se impone ante la mirada de quienes han perdido cualquier deseo de lucha y de cambio, a quienes ya dejó de importarles su propia vida. El origen y resolución de esta historia es de un esquema espiral, que repite patrones, como el abandono mismo que sufre Joaquín por parte de su padre.
El limpiador del título encontró el sentido de su vida cuando permitió que el caos se apodere de la misma. Esta película de impecable hechura no solo es el espejo de la realidad de nuestros días, sino el retrovisor de la precariedad de los vínculos personales en un sistema social que se cae a pedazos.
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