“En el camino,
bajo los arcos que nos ciernen
los retratos y cuadros de familia,
nos reciben con su mirada de ‘no te vayas’
míralos aquí fija-mente en tu mente
y verás qué tan vivos están
cada vez que de vez en vez
pasas por allí tratando de reconocerte
en esos ojos y labios siempre
tiernos, siempre abiertos”
— Juan José Beteta, “Tantas veces, ya entonces, en el otoño”, p. 26.
Cada persona es un mundo. Cada uno de nosotros tenemos nuestras historias y recuerdos privados; y, entre los más importantes, los de nuestros padres, ya sea si los conocimos como si no. Para bien o para mal, nos acompañan siempre. También tenemos preguntas que hubiéramos querido hacerles o temas sobre los que conversar; y nos arrepentimos de no haberlo hecho en su momento, cuando aún estaban entre nosotros. Sobre todo, si esas incógnitas figuran en cartas y fotos que nuestros progenitores nos dejaron o –como en el caso del director Andrés Di Tella– las que su padre Torcuato le entregó antes de morir. Ese material es el punto de partida de la película que comentamos, la cual completa una trilogía que exprime recuerdos familiares de Di Tella, y que está compuesta adicionalmente por “Yo y la televisión” y “Fotografías”; y son las que –asumo– están citadas en esta tercera entrega.
- «Ficción privada» se puede ver en streaming en CCPUCP en casa, hasta el 22 de julio.
Fotos y cartas nos introducen a unas vidas que creíamos conocer pero que más bien nos interrogan. Es el pasado que retorna y se actualiza, se vuelve presente. Pero, a la vez, sabemos que el presente no existe ya que apenas lo vivimos se convierte en otra cosa, en pasado y –si lo anticipamos– pasa a ser futuro. El presente se pierde en el flujo continuo de tiempo, tal como ese río de Heráclito, que nunca es el mismo. De allí que los cultores de la espiritualidad consideren el presente como un salto hacia lo invariable y nos sometan a arduos ejercicios de concentración en torno a la respiración, la gradual anulación de los pensamientos que intoxican de pasado y futuro nuestra mente, hasta lograr estados de consciencia cercanos al vacío y la eternidad. Ejercicios que se ejecutan mejor en el Tibet o en las zonas más elevadas de la India.
Todo lo cual nos lo podemos ahorrar, en algo, con la fotografía, arte que captura “el misterio de un instante” (cita de mi poemario “El canto fue ave”, p. 30). Misterio, porque la imagen fotográfica, al fijar el presente, nos muestra la entrada a lo permanente, nos ofrece un atisbo a la eternidad. Al actualizar el pasado viendo una foto, “saltamos” por encima del tiempo hacia ninguna parte, vivimos el presente como una especie de resumen de lo vivido y que acaba allí, encapsulado en la foto; después de lo cuál ya no hay nada, salvo esa sensación que llamamos nostalgia. Di Tella nos hace sentir –y compartir– esa nostalgia que produce el revisar los viejos álbumes de fotos familiares, sentir “qué tan vivos están” aquellos que ya no están entre nosotros; o, incluso, qué tan vivos estamos a partir de lo que sentimos al verlas.
Sensaciones todas que también las podríamos tener con las fotos en nuestro celular, pero con una gran diferencia: las que muestra Di Tella son imágenes fijadas en película, han sido reveladas e impresas en un soporte físico; es decir, que –tecnológicamente– se trata de testimonios de una pre historia reciente que enfatiza y reitera el salto en el tiempo, la actualización del pasado en el presente, apuntando hacia lo invariable, lo perenne, lo intemporal. Pero también al vacío, ya que estos materiales son elementos físicos e inertes. Lo que los vuelve a la vida e impregna de humanidad es el trabajo artístico, en este caso, cinematográfico. A través del arte representamos ese tránsito del vacío a lo eterno.
Lo mismo ocurre con las cartas, las cuales también fueron escritas para permanecer. Di Tella comenta la letra de su madre Kamala, vemos la textura del papel, el hecho de que puedan tocarse y que haya que protegerlas y buscarles un espacio físico para guardarlas. En la infinitud de documentos escaneados o digitalizados que hoy acumulamos en nuestros discos duros o en la nube (otro tipo de intemporalidad), las cartas escritas a mano parecen un vestigio de alguna época anterior a la imprenta; mientras que el origen indio de Kamala deja su impronta de civilización milenaria en su caligrafía. Todo ese pasado se empoza en el presente, como si hubiera ocurrido hace poco y se estuviera repitiendo ahora que lo escuchamos. Se genera así una sensación de estar por encima del tiempo y de tratar de buscar o entender qué hay en ese visillo que se abre hacia la intemporalidad.
Algunos de ustedes, estimados lectores, se preguntarán qué importancia puede tener el conocer fotos y cartas de un cineasta, por más conocido que sea; y, sobre todo, por qué toda esta perorata sobre el tiempo. La razón es la forma como la que Di Tella cuenta esta historia (o sea, sus valores cinematográficos) y cómo lo que se muestra –en términos audiovisuales– ilustran estas (y otras) reflexiones, dentro y fuera de la película; lo que paso a exponer.
El comienzo es muy original. Al revisar viejos álbumes de fotos uno se imagina sentado en un sillón, pasando las hojas. Di Tella, en cambio, nos va enseñando las fotos caminando por distintas calles y momentos junto a su pequeña hija Lola. Las vemos tal como él se las va mostrando, es decir, en planos cerrados de una cámara subjetiva en picado; lo suficientemente cerrados como para que casi no veamos el entorno urbano y suburbano, solo las fotos. Luego de un buen rato de paseo recién empezamos a verlos a ambos en primerísimos y primeros planos, intercambiando comentarios, ya en locaciones interiores. Hasta que finalmente los ubicamos en planos abiertos.
Todo este juego de planificación busca, de un lado, mantener nuestra curiosidad por saber quiénes conversan, mientras que, por otra parte, estamos obligados a ver numerosas fotos en las que –finalmente– aparecen los personajes ausentes: Torcuato y Kamala, los padres del realizador. A partir de este ingenioso comienzo, el filme separará e intercalará estos dos tipos de locaciones y, entre ambas, siempre las cartas, más algunas fotos, diapositivas y hasta películas caseras.
En efecto, las locaciones exteriores inicialmente no mostradas se convierten en imágenes puramente citadinas, de esas que se usan como tomas de ubicación o hasta de relleno, con gente aglomerada y vehículos de transporte de pasajeros en Buenos Aires, Hyderabad y Londres; donde vivieron sus padres. Representan ese río de tiempo, siempre en movimiento, que mencionábamos más arriba. Son tomas neutras, inespecíficas (salvo cierta calle de la capital británica), calles cualquiera, algunas con graffiti, alguna otra la parte trasera de un edificio; en suma, sitios que van de lo convencional a lo deslucido.
Las escenas en interiores, iniciadas por el director con su hija, se continúan ahora bajo encuadres propios de entrevista a cargo generalmente de Di Tella, el cual ha contratado a dos actores –Julián Larquier Tellarini y Denise Groesman– para que lean las cartas y representen a sus padres de jóvenes. Además, aparece por allí el escritor y también cineasta Edgardo Cozarinsky, aparentemente haciendo el papel de Torcuato ya mayor. El director los interroga, consulta, conversa, aclara y supervisa mientras se va desarrollando la cinta. A través de estos diálogos y otros que realizan por su cuenta los jóvenes actores, vamos conociendo a punta de retazos la vida de los padres del realizador, pero también sus proyectos y diferencias de personalidad.
Lo insólito es que, conforme avanzan su trabajo de construcción de los dos personajes, la pareja de actores se van apropiando de los textos y, aparentemente, inician una relación. No queda claro si como parte de la narrativa de la película o como una narrativa propia, aunque también incorporada al filme, ya que ambos utilizan el material que les entrega Di Tella para sus propias elaboraciones: Larquier como cantante de rock y Groesman como pintora. Incluso, en algún momento, ambos ensayan citas de las cartas como el ritmo de una pieza musical, con ayuda de un metrónomo.
La vida de Kamala y Torcuato se continúa en Denise y Julián, mientras que la relación filial entre Andrés y Torcuato se bifurca hacia la relación igualmente filial entre Lola y su progenitor. De esta forma, los procesos familiares que explora el realizador se expanden –circularmente, como ondas en el curso del tiempo– al interior de los procesos artísticos de la puesta en escena e incluso van más allá de la misma, hacia relaciones de pareja, en parte, fuera de la película.
De otro lado, junto a las imágenes en interiores (mayormente en estudio) hay otros planos donde siguen interactuando los actores y protagonistas de la cinta, los que transcurren en exteriores y casi siempre con ellos en movimiento. Así, los vemos varias veces en estaciones (o dentro de vagones) de trenes, en bicicletas, dentro de taxis, caminado solos (o juntos) por las calles, de día o de noche, en parques, áreas comerciales, el cementerio, pero casi siempre en movimiento. Todo esto refuerza la sensación del permanente flujo de tiempo, al mismo tiempo que reduce casi totalmente la sensación de estatismo de las cartas e imágenes fijas. Y crea un ritmo el que el movimiento constante se combina con momentos de reposo, en los que el espectador puede “digerir” los contenidos e ir sintiendo la nostalgia que va poniendo en marcha el director.
A lo anterior hay que sumar los constantes enlaces de audio entre las distintas secuencias del filme. Así, por ejemplo, mientras la cámara se queda con el rostro de Lola descansando, el audio nos transmite una conversación entre Di Tella y Cozarinsky, que luego continúa ya en imagen; asimismo, mientras vemos a Julián, escuchamos lo que va leyendo Denise (y viceversa), o sino lo que va recitando el propio realizador. En ocasiones el enlace combina audio e imagen. Este mecanismo integra a los personajes al mismo tiempo que contrasta –como en un juego de espejos– presente y pasado, pero también realidad y ficción (como examinaremos más adelante).
En cierto momento, Di Tella muestra uno de esos muros algo sucios, con sus manchas y graffitis casi borrados, y una reja de fierros cerrada, durante la noche en una calle transitada. Pero lo que vemos allí son solo sombras en movimiento que se proyectan contra luces posiblemente de vehículos en medio de un tráfico que solo oímos. Aquí vemos representado esos recuerdos del pasado, medios nebulosos, en forma de sombras que aparecen y desaparecen transitando por esa vieja pared. Lo cotidiano se vuelve irreal y quisiéramos que la reja de ese muro fuera el umbral hacia la eternidad, donde podamos saciar la curiosidad sobre el pasado que no se alcanza a atrapar.
A esta secuencia siguen unos ensayos de Denise y Julián en el estudio, que desembocan justamente en la constatación de que ellos quieren superar, ir más allá de la identificación con Kamala y Torcuato. Este momento de transformación de los personajes se ve de pronto apoyado por un juego de luces al interior del estudio, similar al juego de sombras de la escena anterior, que ellos atribuyen a Andrés; pero que en realidad ilustra el cambio hacia otra identificación (¿mutua?): el desprenderse de las sombras de los fallecidos y dirigirse hacia otros desarrollos, ya propios. Y lo que sigue ya es el juego de luces en un concierto donde Julián está cantando con su banda. Este aparentemente simple mecanismo audiovisual integra distintos niveles de sentido que transcurren sucesivamente en la cinta, haciendo avanzar la acción.
En otra ocasión nocturna, algunas fotos han caído al piso de una calle mojada por la lluvia y se hunden (o pierden) en unos charcos; sugiriendo esa cierta fragilidad de la memoria, esos vacíos mentales que quisiéramos llenar o completar, y que –como veremos más adelante– constituyen el principal interés de Di Tella. Al mismo tiempo, ilustran ese tránsito sutil pero constante entre pasado y presente, que conduce a la indagación del realizador sobre la vida de sus padres durante su infancia e incluso antes de nacer. Todo esto es cine en estado puro.
Ahora bien, cabe precisar que Di Tella se ha concentrado solo en algunas frases y lugares sobre los que vuelve “de vez en vez”, como lo digo en la cita del poema que encabeza esta reseña. Su indagación no es detallada sino más bien focalizada en esas frases –tomadas de las cartas– que reitera y a las que retorna con los actores, los textos y las fotos. Mientras que en cada repetición hay una ampliación de la información, de tal forma que aborda los asuntos por aproximaciones sucesivas. En consecuencia, su investigación es inquisitiva, exploratoria y circular, antes que lineal.
Para esto se apoya en la música que repite una nota tocada en una cuerda con intensidad creciente. Ese punteo es como una llamada de atención sobre los textos que importan al director, las reiteraciones se incrementan hacia el final de la cinta y en la secuencia del metrónomo Denise y Julián llegan a entremezclar casi todos esos textos; lo cual supone, además, una narración acumulativa. Esta insistencia nos conduce, como lo sugiero más arriba, a tratar de romper ese muro de sombras o de secar esos charcos que diluyen asuntos que se le escapan. La búsqueda conduce a lograr la trascendencia, mediante la perennización a la que aspira toda obra artística.
Adicionalmente, y desde un punto de vista de géneros cinematográficos, “Ficción privada” es en realidad un documental que –como su nombre lo indica– incorpora elementos de ficción. Desde los primeros comentarios de Di Tella queda claro que busca llenar e incluso “imaginar” los vacíos que existen en los materiales recibidos de su padre; al punto que construye una segunda puesta en escena con actores y testimonios adicionales, al interior de la primera y mayor. Pero, al mismo tiempo, esta superposición se hace exactamente con los mismos materiales objetivos (fotos, cartas), los que interpelan al realizador pero a los que él también interpela. Y todo el despliegue de recursos audiovisuales estructurados que hemos descrito constituye el puente que nos conduce –casi con los mismos elementos– de la realidad a la ficción y nos retorna simultáneamente de la ficción a la realidad.
El punto de partida para estas operaciones de sentido, enunciada por Di Tella al inicio de su película, es que de cualquier grupo de imágenes disímiles es posible hallar un sentido, siguiendo las reglas del arte cinematográfico que el realizador mostrará, comentará y sobre las que reflexionará a continuación, pero utilizando las fotos y cartas familiares. No nos contará una historia convencional pero sí producirá un cúmulo de emociones sobre la relación con sus padres, con cabos sueltos por doquier, pero dejando una imagen definida de lo que ellos fueron (o quizás pudieron ser). Esto encaja con esas lagunas y vacíos que funcionan como visillos de tránsito ente pasado y presente, hacia esa exploración de lo intemporal que anida en lo profundo de la memoria.
El único punto en el que Di Tella abandona la realidad es cuando recorre –personalmente, con su cámara y hasta utilizando Google Maps– una calle en Hampstead, Londres; lugar en la que se le presentó su madre fallecida. El testimonio de esta visión es uno de los hitos de toda esta puesta en escena a partir de fotos, textos, trabajo actoral y demás componentes audiovisuales. Me recuerda cuando hace algunos años, en 2014, estaba destacado en una refinería en la costa norte de Perú y vivía en un departamento unipersonal. Raramente recuerdo mis sueños y casi nunca he tenido pesadillas; sin embargo, una madrugada me desperté de golpe y vi frente a frente a mi padre fallecido un par de años antes. Fue solo un momento y aunque su imagen mostraba un talante tranquilo, me quedé aterrorizado por un buen rato. Aún recuerdo la inmensa sensación de soledad que sentí luego, al mirar por el ventanal el estacionamiento bien iluminado pero vacío y silencioso. El campamento era espacioso y había sido construido por los norteamericanos allá por los años 50 del siglo pasado. No era Hampstead pero, bueno, la escena me retornó a la modernidad de aquellos años.
Años antes de ese episodio, quizás en 2008, estaba viendo en el cine la archiconocida película “Titanic” de James Cameron y cuando la protagonista, ya muy mayor, cuenta la parte final de su historia de pronto me puse a llorar inconteniblemente. Y no entendía por qué, ya que –vamos– no era para tanto. Solo después comprendí que me estaba despidiendo de mi madre, que había fallecido meses antes y –como en el caso de mi padre– tuve que encargarme de los pesados trámites del funeral; labores tensas y agotadoras que no me habían dejado completar el duelo. Fueron días llenos de recuerdos recuperados y de fotos, que los amplificaban; días que conservo vivamente en la memoria.
Algunos de ustedes, pacientes lectores, se preguntarán qué tienen que ver estos recuerdos personales con la película que comento. Pido disculpas por el atrevimiento. En esto sigo los pasos de Denise y Julián, quienes crean su propia narrativa a partir de su participación en esta película. Algo parecido podemos hacer quienes nos sentimos identificados con estos ejercicios cinematográficos sobre el tiempo y la memoria (sin llegar a los excesos de la comentada serie teutónica “Dark”). Es más, si ustedes, enigmáticos lectores, han visto esta obra y han revivido recuerdos íntimos, siéntanse en libertad de utilizar el espacio de comentarios para compartirlos; aunque también pueden mantenerlos, atesorados como sus propias ficciones privadas, en sus corazones.
Ficción privada
Argentina, 2019, 78 min.
Director: Andrés Di Tella
Interpretación: Edgardo Cozarinsky, Denise Groesman, Julián Larquier Tellarini, Lola Di Tella, Andrés Di Tella.
Guion: Andrés Di Tella.
Director de fotografía: Juan Renau.
Montaje: Valeria Racciopi.
Música: Sami Buccella.
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