[Crítica] Festival Lima Alterna: «El tiempo y el silencio», de Alonso Izaguirre


El teletrabajo ha resultado ser más estresante que el antiguo trabajo presencial. El viernes pasado tuve un día muy agitado, entre asuntos de la oficina, del dentista, el fanpage y temas domésticos. Fue un frenesí de multitasking, mientras que llegaban constantemente todo tipo de notificaciones de distintos grupos de Facebook y WhatsApp. Tuve que silenciar algunos, menos el de mis amigos de Cinencuentro, siempre pródigos en información del alborotado ecosistema cinematográfico; aunque, la verdad, casi ni les prestaba atención de tan ocupado que estaba. Hacia el fin de mi jornada alcancé a ver un mensaje de Antolín Prieto sobre una nueva película peruana, que decía: “Sería interesante la visión de Juan José, porque cita música clásica y En busca del tiempo perdido”. Y para no quedar mal con Anto, le pedí el link y, concluidas mis labores, me sumergí en este filme de 75 minutos.

Lo primero que apareció fue la iglesia de San José, en el distrito limeño de Jesús María, el lugar donde me bautizaron, hace ya unos buenos 60 años. Luego, algunas calles adyacentes, como la Av. Mariátegui, a una cuadra de donde vivió mi abuela, en la calle Huamachuco; y por las que transité en mi infancia y adolescencia. Viví en ese barrio hasta cumplir los 23 años, en la calle Horacio Urteaga, aunque a partir de los 18 años prácticamente solo iba a dormir allí (surgieron entonces otros espacios urbanos en mi vida). 

A continuación, vinieron imágenes del complejo residencial San Felipe, en el mismo distrito, donde conocí a amigos y familias en distintas etapas de mi existencia. También se aprecia, en interiores, el teatro de la Asociación Peruano-Japonesa, donde vemos una sesión de cineclub; actividad en la que también estuve involucrado –en otro local– en la primera mitad de los años 80, luego de trabajar cinco años en una agencia de aduana. 

Sigue luego en la película el Campo de Marte, por muchos años, el mayor parque limeño y un área verde inmensa, en uno de cuyos extremos hay una “Concha Acústica”, donde escuché por primera vez (y luego, en muchas ocasiones) un concierto sinfónico en vivo, durante mi adolescencia.

Saliendo de Jesús María, la acción del filme sigue en interiores de la Casa de la Literatura, ubicada en una antigua estación de tren llamada “Desamparados”, junto al Palacio de Gobierno, en el otrora único centro de la capital, y a la que dediqué un poema en un breve ciclo dedicado a Lima, en mi primer libro, “Abraxas”. No pude evitar recordar que allí asistí a algunas pocas aunque significativas presentaciones de libros; incluso participé como presentador en una ocasión. 

Volviendo a la película, en tan ilustre local se realizan las reuniones de un taller literario dedicado a “Por el camino de Swann”, primer tomo de la monumental obra de Marcel Proust “En busca del tiempo perdido”. Curiosamente, mi última actividad de ese viernes, antes de ver la película, fue asistir a la primera sesión de un taller literario, aunque sobre literatura policial, en forma remota dada la situación de pandemia.

Luego, de pronto, en la cinta veo al protagonista (Manuel Siles) que va caminando por el malecón de La Punta, en el Callao, justamente por unas casas por las que yo había pasado hace apenas tres semanas, en que fui un domingo a pasear para airearme de este encierro al que nos tiene sometido –como habitantes del planeta Tierra– un virus nuevo, peligroso y poco conocido. Lo vi, de espaldas, en la misma glorieta y en la misma posición en la que estuve aspirando entonces todo lo que podía de brisa marina. Conocí La Punta de niño, cuando mis padres me llevaron a sus playas de piedras; luego, cuando trabajaba en el Callao de despachador aduanero (¡y donde llegué hasta sacar el título de Agente de Aduana!) y conocí buenos huecos cevicheros en Chucuito y Cantolao.

Por si fuera poco, hacia el final, los dos protagonistas del film se juntan a conversar en un pequeño café, que luego observé en los créditos que se trataba del famoso “Romeo”, ubicado originalmente en la esquina entre Húsares de Junín y la Av. Brasil, de vuelta en Jesús María. Aquella fue una panadería y café en la que de niño compraba churros y, sobre todo, las “bombas”, rellenas de crema pastelera y vestidas de novia (o sea, azucaradas por fuera). Varios años después, era una esquina de paso diario camino a la universidad, frente a una sinagoga a la que entonces no le prestaba la menor atención y que ahora añoro al verla convertida en un enorme supermercado. Ese mismo “Café di Romeo” es hoy un pequeño local reemplazado en la esquina y desplazado al costado por un casino; el cual en la película se convierte en un lugar de encuentro de otras vidas, de otras historias, apenas punteadas en este filme, como en mis recuerdos.          

La cinta se llama “El tiempo y el silencio” pero debería llamarse más bien “El silencio y el tiempo”, porque en su primera parte los personajes permanecen en un silencio casi absoluto –aunque los vemos en parsimoniosa acción, mostrando qué hacen y cómo viven– y luego, en una segunda gran parte, ya se habla un poco, siempre con el trasfondo de un sonido ambiental. Es decir, primero el silencio y, sin que nos demos cuenta, aparece el tiempo; que sin embargo estuvo desde el comienzo. En un par de ocasiones, el protagonista principal escucha fragmentos de Bach. 

En este tipo de cintas –ansiolíticas–, las tomas son fijas, generalmente abiertas, distantes, con pocos primeros planos (aquí creo que ninguno) y el tempo es lento. Sin embargo, hay dos travellings, uno nocturno y otro diurno. El primero por el inicio de la Av. Salaverry, bordeando del Campo de Marte (única secuencia con apropiada música ambiental); el segundo, a lo largo de la Av. Garzón. Allí vemos a la otra protagonista (Diana Collazos) en su motoneta. Previamente la habíamos visto en una piscina olímpica, que sería la del Colegio Melitón Carvajal ubicado en Lince, un distrito vecino. Lince asocia a este personaje con otro (Óscar Ludeña), secundario, que la acompaña al Tip Top, un restaurante que aún subsistía antes de la pandemia y en el que a uno le podían servir en el carro. De allí recuerdo el famoso hot dog “kilométrico” o el “Tip Torella”, una especie de sándwich triple bañado en queso derretido con orégano, cualquiera de los dos acompañado por un potente milkshake.                         

Hay otras secuencias en locaciones interiores, que uno puede asociar a estos distritos de clase media, así como el pasillo del Cine Star Las Américas; que inicialmente confundí con la entrada al auditorio de la Derrama Magisterial (lo que ya hubiera sido el colmo). Este multicine fue el antiguo cine San Felipe, donde –de pequeño– iba a ver mis primeras películas, ya que estaba cercano a casa; a la vez, con los años, esas cuadras de la calle Hermilio Valdizán se convirtieron en uno de los points de venta minorista de droga en Lima. Actualmente, el multicine aparece como cerrado en forma definitiva.

En suma, prácticamente todas las locaciones exteriores en las que transcurre la mayor parte del filme las conozco. Me retornaron a mi pasado, a muchos recuerdos (aquí solo he referido los primeros que me vienen a la mente). Es evidente que esta cinta no busca rescatar estas locaciones limeñas para fines documentales o estéticos, sino que tienen un sabor autobiográfico del director, Alonso Izaguirre, un crítico de cine y gestor cultural; actividad, esta última, de la que trata su película. 

Lo que me parece fascinante es cómo compartimos estas locaciones, asociadas con momentos de mi vida, aunque con veinte años de diferencia. Y cómo todo esto ha podido ocurrir por el puro azar, que empezó con una casual atención a un comentario en un chat de Facebook, visto muy de pasada (quizás ni le hubiera prestado atención de haber estado más ocupado) y que me condujera a tantas conexiones impensadas y casi austerianas. 

Es más, haciendo memoria, recordé haber visto antes una de las primeras tomas de la Residencial Santa Felipe que aparecen en la película: una amplia explanada por la que pasea el personaje interpretado por Diana Collazos en su bicicleta. Meses atrás, estuve exactamente allí (mi esposa es testigo), íbamos camino a almorzar luego de unos trámites bancarios, y vimos de pasada a unos jóvenes grabando a una chica en su bicicleta. Pensé que eran estudiantes de audiovisuales haciendo algún trabajo académico, y lo olvidé completamente; hasta ahora. Nuevamente, otra conexión pero ya no dentro de la película sino fuera de ella, como un posible y fugacísimo detrás de cámara, como un anticipo de lo que casualmente hoy comento.                 

El otro gran asunto que ocupa la segunda parte del filme es, por supuesto, la citada obra de Proust; de la que se leen breves fragmentos, al tiempo que se muestran fotos del famoso escritor. Hay también la lectura de un interesante poema, que se soporta en la proustiana llegada de un tren a la Casa de la Literatura. Pero lo increíble es que la noche previa al inesperado visionado de esta hasta entonces desconocida película, había leído justamente sobre Proust en “Un antropólogo en Marte”, obra del escritor y neurólogo Oliver Sacks, y en la que este afirma: “la imagen de la vida que tenía Proust era la de ‘una colección de momentos’ cuyos recuerdos ‘no están al corriente de lo que ha ocurrido desde entonces’ y permanecen ‘herméticamente sellados’, como tarros de conserva en la despensa de la mente”. Y luego, para precisarlo, cita “En busca del tiempo perdido”: “No hay duda de que uno de los puntos débiles de las personas consiste en no ser, en definitiva, más que una colección de momentos; pero también reside ahí su gran fuerza; es algo que depende de la memoria, y nuestra memoria de un momento no está al corriente de todo lo que ha ocurrido desde entonces; este momento que ha sido registrado todavía perdura, todavía vive, y con él la persona cuya forma está esbozada en él” (Sacks, Oliver, “Un antropólogo en Marte”, Barcelona, Anagrama, pp. 216-7). Quizás, este podría haber sido un aporte al grupo de estudio que se observa en la película.        

Sacks utiliza esta idea del narrador francés para ilustrar la memoria fragmentaria de un niño autista que se expresa casi únicamente mediante el arte pictórico. En cambio, Izaguirre, si bien nos presenta una “colección de momentos”, los va hilando gracias a la casual e involuntaria coincidencia de los distintos personajes en determinadas locaciones (como azarosas son también las conexiones temporales que tengo con esta obra). Los va construyendo, juntando y separando con unos pocos trazos; en unos encuadres urbanos distantes, oxigenados, descongestionados, a veces casi vacíos, en los que estos pasean, transitan e interactúan. Algo que disfruté es cómo esas ocupaciones marginales, alejadas de la tecnología actual (o, más bien, que refieren a tecnologías audiovisuales antiguas o la simple lectura), podían ser tan libres, tan relajadas y, como espectador, tan relajantes.

«La soledad parece ser el resultado de este cruce del tiempo con el silencio».

El tratamiento objetivo y distanciado del director nos invita a disfrutar del simple paso del tiempo, de sentirlo y saborearlo incluso, gracias a los recuerdos o a una ilustración de los mismos. Pero no se llega a la nostalgia, pese a las alusiones a las cámaras y proyectores no digitales. Como bien explica Sacks, “la nostalgia es precisamente una fantasía que nunca tiene lugar, que se manifiesta por no poderse llevar a cabo” (op. cit., p. 212). Y en esta película sí ocurren cosas deseadas, hay una historia que se narra y resuelve. A diferencia de los autistas, los personajes de Izaguirre no están aislados pero sí son solitarios; o quizás lo son, en el caso de los protagonistas, por tener oficios solitarios. Y así los muestra el director en varios momentos de la película. La soledad parece ser el resultado de este cruce del tiempo con el silencio.

Todo transcurre de una manera tranquila y pausada, incluso cuando el protagonista reniega un poco, aunque quizás ya esté apaciguado por la resignación. Cuando concluyó la película obtuve una situación de paz mental, de necesaria calma y sin necesidad de alguna catarsis previa. Sobre todo por el distanciamiento social (aunque sin protectores respiratorios) que allí se observa entre los personajes y de cuyos intersticios surge esa sensación de transportarse a alguna esfera mental o, como en mi caso, a la memoria.

Quienes quieran compartir la experiencia, pueden ver la película en el Festival Frontera Sur, de manera gratuita, hasta el 8 de septiembre. Y a partir del 18 de septiembre la podrán encontrar en el nuevo Festival Lima Alterna, vía Cineaparte.

El tiempo y el silencio

Perú, 2020, 75 min.
Dirección y guion: Alonso Izaguirre
Director de fotografía: Luis Basurto
Productores(as): Adriana Milla, Luis Basurto
Sonidista: Ana Godoy

Interpretación: Manuel Siles, Diana Collazos, Óscar Ludeña, Miguel Mora, Oswaldo Salas, Ricardo Velásquez, Ichi Terukina.


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