[Crítica] «El Padrino Coda: La muerte de Michael Corleone»: Cien años de penitencia


Si Orson Welles es el símbolo de la filmografía genial y póstuma con varias obras acabadas y estrenadas por colegas apóstoles en los últimos 30 años (It’s All True, Don Quijote, The Other Side of the Wind, Hopper/Welles), Francis Ford Coppola es el autor insomne que sí termina sus delirios contra viento y marea (la Paramount escéptica y desesperada, tifones, infartos, divos intratables, inversiones millonarias, quiebras angustiosas, trabajos de encargo, la muerte de un hijo) pero que pese a la aparente conclusión los renueva y repiensa su narrativa, recupera material descartado, reformula, amplía y/o recorta el metraje, reordena, restaura, renombra y retorna a la expectativa del estreno primigenio. El díptico setentero de The Godfather expuesto linealmente en la TV, Apocalypse Now!, Cotton Club, Drácula de Bram Stocker y ahora la tercera parte de la historia del célebre imperio ítaloestadounidense, «El Padrino: epílogo. La muerte de Michael Corleone» (2020).

Si Howard Hawks ironizó sobre las crepusculares balaceras ralentizadas de «The Wild Bunch» de Sam Peckinpah, me imagino qué diría de este ir y venir a los mismos rostros, encuadres y sonidos que se suponía habían hallado sus ubicaciones y formas definitivas. Quizá socarrón apuntaría que él por cada reedición de material añejo ya habría hecho mínimo dos producciones más. ¿Y qué pensarían los incansables John Ford, Michael Curtiz, Raoul Walsh? Les habría parecido seguramente un desperdicio de tiempo y dinero.

Cuando Alfred Hitchcock volteó la mirada a su periodo británico, simplemente hizo de nuevo «El hombre que sabía demasiado», por completo y con el mismo nombre dos décadas después en Hollywood, con el estrellato de James Stewart y Doris Day (no vio felizmente las secuelas de «Psycho» posteriores a su muerte en 1980, ni lo que hizo Gus Van Sant). Orson, que tuvo vida para saber que su abortada ópera prima, la adaptación de la novela «El corazón de las tinieblas», la realizó Francis a fines de los 70, se habría desconcertado aún más al ver que mientras algunas de sus creaciones se quedaban truncas, Francis vuelve reiteradamente al «lugar del crimen». Y no se sabe lo que Clint Eastwood opina de estos emprendimientos pero supongo que le dedicaría un fugaz gesto hierático.

En el cine el orden de los factores sí altera el producto. La versión original empezaba con la melancolía de Michael Corleone por su clan que volverá a ver tras ocho años. Esta vez esa escena pasa a un segundo lugar y la negociación multimillonaria con el Vaticano es la que abre el relato, unos 40 minutos antes que en la edición de 1990, y entonces la riesgosa tensión de contrapartes poderosas sobrevuela y condiciona el conjunto de la trama. Así potencia las incidencias «familiares», que colocan a Mary en el protagonismo involuntario de la opulenta fundación y a Michael buscando huir de la ilegalidad, los forcejeos con Joey Zasa y el recelo de su hijo y ex esposa, cual cornisa condenada a romperse en medio del ímpetu del ascendido Vincent Mancini. Es decir, una cosa es que esas situaciones ocurran en paralelo al proceso con la jerarquía católica, y otra distinta es que se comience con la expectativa de comprar la ansiada legitimidad para su linaje por cerca de 700 millones de dólares y su desafiliación definitiva del mundo del crimen organizado.

Las preguntas de Mary, la irrupción de Zasa en la fiesta corleoniana, los crecientes ataques de Vincenzo, los amagues del arzobispo Gilday, la estafa y manipulación de Lucchesi, la ambigüedad de Altobello, los dardos de Kay, las pretensiones de Connie, la negativa de Anthony de trabajar con su padre, son señales de encrucijada y principalmente de entrar a la dimensión desconocida: la pérdida de fuerzas y control y la rebelión de tantos frentes que agotan al viejo patriarca. Ni sus antiguos compinches aceptan que les abandone, ni el entorno del Vaticano le juega limpio, ni ciertas voces de la sociedad italiana dejan de enrostrar la mala fama, ni Kay confía mucho en la nueva oportunidad de rehacer la relación personal, ni la joven generación que representan Mary y Vincenzo está lista para afrontar un escenario tan complejo en lo comercial, político y criminal. Por último, el debut operático de Anthony en Sicilia empuja a la parentela a asistir en pleno al teatro en un contexto extremadamente peligroso.

Aunque «El padrino III» nunca nos desagradó, este metraje de 2 horas y 37 minutos, con un breve corte, es entonces mejor organizado y más sugerente. La película íntegramente es una especie de cortejo fúnebre, un viaje a la decadencia y postración que ultima a poderosos personajes, con interrupciones anímicas del protagonista que expresan utopías y sueños de legalidad, felicidad y sosiego, que se aprecian en la serie de islas de la fotografía grupal: entre otras personas menos identificables, Michael, Mary y Vincenzo por un lado; Anthony, Kay incómoda y su esposo por otro; más allá Connie, adelante Altobello, atrás Johnny Fontaine, por ahí el joven cura Andrew, hijo de Tom Hagen. Y en primera línea el ansioso Gilday. Siempre fue un dignísimo cierre de la trilogía y sigue siéndolo hoy con mayor brillo (dicho sea de paso, hasta la presencia de Sofia Coppola, tan maltratada en 1990, queda más firme).

Sin embargo, hay detalles que llaman la atención. Justamente la evidente zozobra que impera en el último tercio de la narración, incluso con augurios de Vincenzo y Michael de que este sería asesinado en Sicilia, donde cae el influyente Don Tommasino, y de que el papa sufriría igualmente un atentado, era suficiente motivo para ponerse a buen recaudo y salir de la ciudad y de Italia por más expectativa que hubiera por la presentación de Anthony. ¿Cómo pueden permanecer ahí la siempre renuente Kay y el experimentado Michael? En todo caso, esa falta clamorosa de reflejos puede interpretarse como síntoma del declive fatal y también del apego inmutable a la ceremonia refinada desde la era de Don Vito.

El ya octogenario Francis Ford Coppola, según se ha dicho honrando el enfoque que tuvo en primera instancia con el guionista Mario Puzo, ha reforzado el decurso trágico de las dinastías que perduran alrededor de la muerte. Y genera asimismo una reflexión sobre el (des)montaje y la autoría artística. La edición es la que culmina el significado de lo que se grabó. Puede añadir sentidos a despecho del guion y el rodaje. ¿En 1990 las decisiones narrativas que se tomaron fue por premura o para huir definitivamente de la saga, o por ambas razones? ¿Qué podía seguir a ese desenlace y qué al del 2020? Naturalmente la reedición y el reestreno imponentes son un privilegio de las cinematografías desarrolladas. ¿Cuándo está finalizado el fruto artístico? ¿Solo cuando muere quien lo crea? Francis, que por su edad está libre de continuar la saga, anunció en 2019 la producción de su acariciado proyecto «Megalópolis» pero no se sabe si podrá hacerlo finalmente. La coda de Corleone nos deja una imagen de que es feliz “redirigiendo” y poniendo por su parte algunos puntos finales.

El coro de los 100 años —de soledad anotaría Gabriel García Márquez— que se canta en la optimista fiesta inicial reaparece al final, en vez de los recuerdos dancísticos con Apollonia y Kay y del adiós tangible de Michael. Luego de tres décadas de haberlo liberado de su mayor angustia, Francis lo ha condenado en época de cambios vertiginosos a la penitencia infinita, pues la que el efímero papa le arrancó en vísperas de ser ungido sólo sirvió para distraerlo y debilitarlo más. No hay espacio siquiera para soñar con bailes juveniles y el eterno descanso. Michael quedará, si Paramount no decide lo contrario, solo y preso en su tortuosa memoria por la eternidad.

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