En su última película, Javier Fuentes-León se inspira de una “leyenda urbana” para crear una sátira de clases. Las mejores familias (2020) narra el encuentro entre los integrantes de dos familias prósperas -posiblemente, sobrevivientes de alguna descendencia aristocrática- y empleados del hogar entrando en pugna a raíz de la visita de la nueva novia del hijo que retorna de España.
El director parece esforzarse en incluir a esta reunión gastronómica todos los aderezos posibles. Ahí están el racismo, la infidelidad, la paranoia roja, la homofobia, la hipocresía, las drogas y otros vicios, y tantos más. Todos prejuicios que estimulan a que la discordia y las brechas sociales se amplíen. No necesariamente se trata de un retrato en donde los pobres y los ricos se escupen entre sí. Aquí vemos sobre todo a los adinerados tirándose los trapitos al aire en menos de un parpadeo. Es un festín en el cual curiosamente la comida brilla por su ausencia, y en su lugar se manifiesta una orgía de revelaciones, que a su vez es liberación de conciencia, que bañan con humor una historia de por sí dramática e infame y que se volvió una tradición reprimida en muchas familias de bien.
El gran conflicto de Las mejores familias es el producto de una negociación del pasado. Es el pacto entre agresores y agredido, quienes, por entonces, eludieron las consecuencias no inmediatas -y qué decir de los valores éticos y humanos-. El pasado los condena. Es un drama de clóset de esos que te mencionan, pero en voz baja, a veces sin dar nombres o detalles que podrían exponer a los implicados o remover un recuerdo “zanjado”. Es casi un equivalente a los delitos por lesa humanidad que, por ejemplo, un Estado ejecutaría dentro de su propio territorio. Son cosas que el ciudadano sabe o ha escuchado en algún momento, pero que normalmente no exige reparación.
Fuentes-León parece armar ese escenario desde un caso doméstico que implica un delito en donde no hay inocentes; todos son pues cómplices, obviamente, en diferentes grados. Ello lo narra con exageración como toda sátira. La impostación es un ingrediente de este discurso que, definitivamente, emana un mensaje reflexivo, aunque sin dejar de ridiculizar. La realidad es la realidad, y por mucho apretón de mano, las cosas no cambiarán. Habrán más pactos por debajo de la mesa y la gente seguirá marchando y el Estado gaseando.
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