La virtud de la ópera prima de Andrea Hoyos Valderrama radica en que aborda su conflicto central de una manera poco habitual. Hay referentes fílmicos con las que podría relacionarse —y que es mejor no mencionarlas para no revelar la acción central de la historia—, películas que retrataron este tema desde un discurso dramático, moralista y hasta político. Caso la directora peruana, orienta esta situación sin impostaciones. Todo se desarrolla de manera casi natural y cotidiano. Autoerótica (2021) sigue el tránsito de Bruna (Rafaella Mey), una adolescente introduciéndose al despertar sexual de manera autónoma, casi instintiva. Lo que resalta aquí es cómo la protagonista va descubriendo esta experiencia en solitario. No estamos tratando con una joven siendo persuadida por un resto generacional o por el entorno. Se podría decir incluso que Bruna escapa de los consejos y manuales que dispone la educación oficial o la que uno encuentra por la internet. La adolescente se abre a esta etapa sin mediación u hoja de ruta, y es fruto de esa espontaneidad —entre curiosa e inexperta— y las circunstancias en que se envuelve las que no dan tregua a cuestionarla. Su actitud se asimila como natural y consecuente.
En vía a este ánimo de no cuestionar, Autoerótica nos presenta situaciones que activarían los censores, especialmente porque expone a una figura adolescente. Lo cierto es que el mismo modo de narración no estimula a que se genere ese efecto de fiscalizar. Algo tiene que ver el cuidado en cómo se representan estas mismas situaciones. Tranquilamente cualquier filme podría haberse inclinado por fabricar escenas de desnudos, dar brochazos eróticos, gestos que manifiestan una liberación rebelde, que a su vez es desafiante para alguna sensibilidad conservadora o excitante para quien no lo es. Pienso, por ejemplo, en una película como Joven y alocada (2012); o reprobable o digna de culto dependiendo el público. La película de Hoyos se exenta de estos mecanismos que incentivan los (pre)juicios, y en su lugar opta por narrarnos esas acciones tabúes sin comedia, romanticismo, reproche o celebración. Es decir, diluye esas asperezas o estimulantes que implican esos tópicos que crean una divergencia moral. El tabú pierde su sentido de tabú. Deja de percibirse como algo incómodo y brilla por su franqueza. En efecto, esto es relativo. Muy a pesar, hay una conciencia por crear un relato canalizado por una pauta real, ni cruda ni sobrecocida, sino puramente cotidiana.
Es a propósito de esa forma de contar que se gesta un efectismo por poner sobre la mesa un tema que además de ser real es frecuente en las adolescentes, ya sea en práctica o teoría. Más efectivo que las películas que se esfuerzan por revelar este escenario con rudeza, como si se ejecutase una llamada de atención desde un imponente grito, así como también las que lo hacen mediante un idioma ocurrente o hasta jocoso, como si se quisiese preparar al espectador a fin de aligerar la situación.
Pocos son los ejemplos fílmicos que escapan de esas discursivas que encienden o hasta simplifican el tabú. Me arriesgo a citar una película que asume ese modo de retratar en una secuencia específica: Fast Times at Ridgemont High (1982). No en vano es un filme generacional que de paso descubre esa realidad, que también representa Autoerótica, sin maquillaje o rodeos. Andrea Hoyos, así como el guion de Cameron Crowe, opta por no forzar actos de madurez, redención, moralejas, gestos de compasión o expiación cuando se asoman estos tabúes. Y es que hay algo imprescindible que se tiene que aceptar: estamos tratando con adolescentes. Una escena formidable es cuando la protagonista, junto a su amiga, decide hacerse un cambio provisional en su cabello, ello en medio de ese lío que desde una mirada externa podría resultar ser un gesto de inconciencia o hasta surrealista por parte de la joven. Pero el hecho es que dentro de esta historia luce objetiva, honesta, muy propio de una generación, o incluso específicamente de la protagonista.
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