No es de extrañar ver a Heddy Honigmann y José Luis Guerín juntos. Al margen de la amistad o el corto tributo que el español le hace a la directora peruana, hay un método de filmación que los vincula. Sendos autores apuestan por un cine que va reconociendo su condición en base a lo que se percibe dentro de lo aparentemente imperceptible. Es como cuando el espectador, al ver sus películas, se enfrentase a una hoja en blanco en donde se hacen pinceladas que remueven las emociones fruto de sus percepciones. Y cuando menos lo espera, ya está ante una historia. Basta recordar la introducción de En la ciudad de Sylvia (2007). Plano general a un bistró. La cámara comienza a buscar a su protagonista. Mientras tanto, se divierte jugando con el punto de enfoque y las “falsas” expectativas del espectador. Entonces aparece Sylvia y ya tenemos una historia. Es el equivalente a la Honigmann que sube de taxi en taxi en las calles limeñas (Metal y melancolía, 1993) o se pasea entre las lápidas asentadas en un conocido cementerio de la ciudad parisina (Forever, 2006). La directora llega por curiosidad a algún punto a buscar algo que no sabe qué es, pero es alguna experiencia ajena la que termina decidiendo por ella.
En su caso, estamos hablando pues de un cine que se apropia de las memorias de paso a fin de descubrir una cadena de gestos universales que por muy común que suenen nos inquieta. Por tanto; no son las locaciones, una sociedad específica o la habilidad dialéctica de Honigmann lo que emociona, sino su capacidad de atender a lo desatendido y hacernos parte de una vida fabulosa. De pronto, lo ajeno lo hacemos nuestro. Ello es consecuencia del vínculo humano que se teje mediante la oralidad. Principios como la vida, la rutina o la muerte siempre terminan siendo esos tópicos que emergen de esa exploración “a ciegas” que emprende la directora. Es como las largas charlas de amigos o de borrachos; siempre esos diálogos terminarán descubriendo fascinaciones y miedos universales. Claro que el cine de Honigmann trata con desconocidos. Hay muchas historias de cine en todas partes, solo es cuestión de hurgar en la rutina o remover los recuerdos de la gente. Eso sí, con naturalidad, sin persuasión o ánimo de convencer. La espontaneidad es sustancial. Esta crea buenas anécdotas y, en consecuencia, acumula nuevos y hermosos recuerdos. El cine se convierte en memoria, y esto es literal en su último documental.
No hay camino (There Is No Path, 2021) es lo más personal que ha realizado la directora. En efecto, todo su cine lo es. En una escena confiesa algo así como: “Todos mis documentales atendían temas que en ese momento precisaba atender”. Es por eso que con gran razón su última película se atiende a ella misma. Honigmann se convierte en protagonista de la historia de una mujer haciendo conciencia de su frágil condición de salud debido a una enfermedad. Parte entonces la necesidad de hacer lo que siempre hace, buscar la emoción a partir de la experiencia de vivir, solo que esta vez se trata de su propia experiencia. Es así como decide revivir su propia memoria. Su retorno al Perú inaugura ese puente entre la alegría y la tristeza, entre lo que luce presente, pero que es irrecobrable. Honigmann se convierte en un personaje de sus documentales. A medida que conversa sobre su infancia en el Perú, los recuerdos le llueven y estos conmueven. El primer hogar, las marcas o decoraciones de un barrio o una habitación, el primer amor platónico, las amistades que quedaron atrás. Es pura universalidad la que gesta la protagonista y directora, quien precisa del apoyo de conversadores, aquellos que ayudarán a fluir su memoria.
Pero lo particular es que toda su evocación no está sostenida por la oralidad. No hay camino da prueba de que el cine es registro histórico, personal, colectivo y universal. Pasa que muchas veces en que Honigmann recuerda, son secuencias de sus documentales las que sostienen ese mismo recuerdo. Su cine se ha convertido en parte de su memoria, que es la memoria de otros y la de muchos. Es una apropiación legal producto de la empatía. Es a propósito de ello que su último documental resulta ser un tanto significativo también para el espectador que la ha seguido o ha visto algo de la directora. No hay camino sabe a la carta de despedida de una creadora y también un autohomenaje —con apertura musical— anticipado que ella misma se hace, que desde su perspectiva es un homenaje a todas esas personas que le ayudaron a construir parte de su memoria, la que abraza con fuerza porque hay definitivamente un ánimo de vida, el de seguir buscando y engullendo más vida. Esa es la cuota desoladora de la película. No estamos tratando con una presencia que asimila con resignación la pronta posibilidad de la muerte. Es un acto de resistencia con momentos de frialdad. Ahora, lo curioso será que hoy la película se ve de una forma, pero a posteridad, cuando se haya convertido en memoria, generará otro tipo de emociones.
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