Mate-me por favor (2015) es de esas buenas películas brasileñas que han pasado desapercibidas injustamente. La recuerdo haberla visto en su pase por el Festival de Venecia junto a The Fits (2015), de Anna Rose Holmer, otra víctima de la poca difusión. Aunque el filme estadounidense tuvo una mejor recepción, incluso ganó puestos en algún par de listas de lo mejor del año, definitivamente no fue lo suficientemente valorada por la crítica de cine, sea por desinterés o, tal vez, ante la incomprensión de una propuesta particular, detalle que comparte con el filme brasileño. Ambas son historias de mundos femeninos en donde los personajes transitan de la niñez a la adolescencia en medio de un contexto que agrede directa o indirectamente a sus cuerpos y conciencias. Pueda que por el tema hoy en día serían revaloradas, sin embargo, no podría decirse lo mismo por el carácter extraño predominante en sus relatos, casi tocando el terreno de lo fantástico. Sendas son ejemplos de películas muy enigmáticas al ser metáforas de una realidad social, a veces distante e incomprensible para el espectador. Por entonces, la ópera prima de Anita Rocha da Silveira hacía un filme comprometido con el escenario del feminicidio en clave de terror, específicamente, una slasher, pero una peculiar a propósito del enemigo, mezcla de asesino serial, virus y paranoia colectiva. Todo un enigma.
Medusa (2021), su segundo largometraje, asume nuevamente ciertas motivaciones y recursos adoptados en su filme anterior. Aquí, en principio, es interesante gestar una suerte de debate. ¿Es acaso esta realidad una distopía? ¿Qué tan lejos está ese panorama representado de la realidad en la actual Brasil? Por muy excéntrico o caricaturesco que luzca este contexto, no dejo de pensar en el documental Fé e Fúria (2019), de Marcos Pimental. Cualquiera diría que Rocha da Silveira se ha inspirado en varias de las entrevistas y testimonios de ese filme para realizar el suyo, lo que tiraría abajo esa idea de que estamos tratando con una película netamente distópica, pues muchos de esos argumentos son verídicos. Brasil, hoy en día, está viviendo una distopía. Y no se trata solo de la imagen de Jair Bolsonaro, es también la expansión de un discurso religioso ultraconservador a todas las escalas de poder, mensajes de odio emitidos públicamente, patrullas de adolescentes que vigilan y reprimen cualquier acto de “indecencia”, la práctica de una sumatoria de estrategias en pie de absorber nuevos adeptos a la causa, lo que implica apropiarse de la cultura y la contracultura para gestionar sus propios intereses, caso expresar sus ideas al ritmo de un sonido urbano o pop. Todo ello es una realidad vigente. El universo de Medusa existe, solo que no necesariamente en plena nocturnidad e iluminada por luces de neón.
Rocha da Silveira, en consecuencia, promueve un filme comprometido con una demanda social y política. La historia de Mariana (Mari Oliveira) es la historia de tantos feligreses adoptando con sumisión y fanatismo desenfrenado las leyes que dictan las iglesias cristianas o derivadas. La idea de sociedad para esta joven brasileña es la de una comunidad abstemia del pecado; es decir, una idea utópica. Es así como surge un estado de violencia como mecanismo para ablandar los pensamientos de los opositores y hacer más cercana esa utopía. Medusa describe un territorio que coacciona a los que no están a la línea de esos preceptos religiosos. Estamos ante un estado dictatorial, en donde los mismos ciudadanos se comprometen, libre albedrío, a poner orden social, cual Batman. Mariana, junto a su grupo de canto, serán vigilantes de la noche, las cazadoras de mujeres impuras, malos ejemplos sociales. Es importante percibir que gran parte de la película de Rocha da Silveira se desarrolla a plena noche. Por tanto, inconscientemente, todos los actos de sus protagonistas, los representantes de ese poder religioso, estarán asociados a un acto de perversión. Sucede que, a diferencia de Bruce Wayne, estos individuos han usado la noche no solo como ambiente para cazar a sus víctimas, sino también como mascarada para desfogar sus represiones.
Medusa es una historia de personas, todas mujeres, aparentando un rostro que no es el suyo. Estamos ante el ejemplo de una sociedad femenina asumiendo prácticas que les ayude a borrar esas huellas de insatisfacción o dolor. El maquillaje, los filtros de los celulares, los cantos, las rondas de palizas que propinan, así como los mitos de mujeres quemadas que hacen trascender para invocar el miedo; todos son gestos que ayudan a menguar una condición o padecimiento social en medio de un estado de opresión. Rocha da Silveira hace una nueva representación de la comunidad femenina siendo apaleada por un nuevo agresor: la religión. Medusa toma por excusa la demanda ante un escenario religioso ultraconservador para hacer una demanda más específica que atiende a las mujeres como víctimas potenciales de las normativas y prejuicios cristianos. Para ello, hace una representación satírica de esa ideología, una versión grotesca, efectiva para sus motivaciones, aunque redundante. A eso se suma su trama también familiar. No hay que ser de una atención muy aguda para vaticinar lo que acontecerá en el transcurso de la película. Medusa es predecible. Es de esas películas que sabemos hacia dónde va. Queda entonces aguardar de qué manera se abordará ese conflicto. Nuevamente, Rocha da Silveira opta por un ambiente de terror, un universo que se inspira de las slasher o el giallo. No solo son luces, sino también mezclas de sonidos escabrosos y chirriantes. Son gestos adoptados y mejor logrados en su película Mate-me por favor.
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