Más de 20 años después de su muerte, tal y como sentenció Elton John en su homenaje, la leyenda de Diana Frances Spencer permanece viva en la historia de la realeza británica y en la memoria universal, y no necesariamente por el destino de sus descendientes. De ello dan fe cientos de reportajes periodísticos y un inacabable catálogo de dramatizaciones que ya rivaliza con los de verdaderos mitos británicos como el Rey Arturo o figuras históricas como la de su propia exsuegra monárquica, Isabel II. Desde un drama estrepitoso con Naomi Watts (Diana, 2013) hasta un bufonesco musical estrenado el pasado octubre por Netflix, la misma plataforma que acoge la que quizás sea su encarnación más fiel hasta la fecha: la de Emma Corrin en la cuarta temporada de The Crown (2020). Y a solo meses de atestiguar una nueva representación en la misma serie a cargo de Elizabeth Debicki, el espectro de Diana vuelve a ser invocado en la que probablemente sea su interpretación más heterodoxa, fría e inquietante: la de Kristen Stewart en el noveno largometraje del director chileno Pablo Larraín.
El solo hecho de que se estrene en medio de una época sobresaturada con sus representaciones, sin mencionar la conmoción por la reciente ruptura entre sus hijos, dice bastante de la osadía de una película que perfectamente podría estrellarse contra el suelo de la fatiga o el escarmiento popular. Pero esto no sorprende viniendo de un director que forjó su carrera a contracorriente, exponiendo los huesos de la dictadura de Augusto Pinochet a vista y paciencia de los políticos conservadores que lo procrearon. En ese sentido, salvando las distancias, la temeridad de Larraín es comparable a la de una Diana que tiró de la manta dorada de los Windsor para revelar su escandalosa carencia de humanidad en pleno siglo XX. Lejos de homenajearla con el cuidado y sentimentalismo de sus predecesores, Larraín ofrece un tratamiento más bien rústico que reduce la figura de la princesa a una silueta adaptable a la intérprete más insospechada para retratarla como nadie se ha atrevido jamás. De ahí que, como anuncia desde el inicio, Spencer no pretenda ser más que una “fábula sobre una tragedia real”.
Es necesario aclarar que ninguno de los avances oficiales de la película ha revelado su verdadero espíritu, ya sea por no arruinar la experiencia inédita o por captar a los seguidores más susceptibles de la princesa. La sinopsis oficial tampoco ofrece mayores detalles pero no se le podría acusar de engañosa: “El matrimonio de la princesa Diana y el príncipe Carlos hace tiempo que se enfrió. Aunque abundan los rumores de amoríos y divorcios, la paz está asegurada para las festividades navideñas en casa de la reina en Sandringham. Hay comida y bebida, caza y tiro. Diana conoce el juego. Pero este año las cosas serán profundamente diferentes.” Poco interesa ubicar la trama dentro de la cronología oficial pues perfectamente podría sea la primera como la ultima navidad de Diana como Princesa de Gales. Los detalles históricos que nos conducen hasta este punto, y que probablemente la gente los sabe de memoria, también sobran. Basta saber que ofrece un punto de quiebre en la vida de la protagonista que permite explorar su delirio psicológico, algo insólito en una figura que fue fuertemente custodiada e idolatrada.
Steven Knight, guionista británico reconocido por concebir la serie Peaky Blinders (2013-) y películas como Promesas del este (2007), se muestra implacable pero convincente a la hora de imaginar ese descenso al infierno personal de Diana. No pierde el tiempo estableciendo los comportamientos de figuras que el público ya conoce a rajatabla como la propia protagonista o sus hijos. Tampoco le dedica mucho interés a los Windsor, específicamente Carlos e Isabel, que apenas aparecen en un par de escenas. Este es tal vez el aspecto más decepcionante del guion pues reduce a estos personajes en simples ganchos comerciales (con la notable excepción de Carlos en la escena en el salón de billar). Esto también impide que la trama genere arcos narrativos alternativos al de Diana. Knight solo ofrece respiros narrativos a través de diferentes miembros del personal de Sandringham como el Mayor Alistair Gregory y la sirvienta Maggie (que Timothy Spall y Sally Hawkins convertirán en personajes memorables). Estos también simbolizan las dos fuerzas opuestas que giraron en torno a la entonces princesa: la disciplina de la Corona y el afecto del pueblo británico. A falta de antagonistas explícitos, Knight convierte a Sandringham en lo más cercano a un palacio maldito que estimula todos los miedos y opresiones de la protagonista.
Teniendo en cuenta su centralidad en el guion, era primordial que Diana fuera interpretada por una actriz ante todo capaz de sostener un largometraje entero sin agotar a su público. La elección de Kristen Stewart en un inicio generó fuerte desconfianza y no solamente por sus rasgos físicos o su procedencia estadounidense. Aparte de quienes todavía no se recuperan de su insufrible etapa como heroína juvenil de la saga Crepúsculo (2008-12), sus detractores actuales no soportan el estilo de actuación reprimida que ha impregnado en la mayoría de sus roles recientes. Lo cierto es que es justamente por este estilo que Stewart se ha consagrado como actriz en el circuito especializado de certámenes internacionales, llegando a ser la única estadounidense en obtener un premio César por Clouds of Sils Maria (2014) del francés Oliver Assayas. Es también el estilo que Larraín ha aprovechado para obtener una Diana fantasmal y delirante, alejada del aura angelical de la original, aunque por momentos también aprovecha el lado más expresivo de la actriz, uno que se remonta a su rol de hija amenazada en La habitación del pánico (2002).
Al margen de adoptar su acento, sus gestos y su apariencia facial, el objetivo de Stewart no es el de calcar la figura histórica sino el de convertirse en un personaje de fábula lo suficientemente verosímil para que el público se deje llevar. En ese sentido, dentro de la filmografía de Larraín, es más parecida a los personajes “chilenos” de Gael García Bernal en No (2012) y Neruda (2016) que a la Jackie (2016) de Natalie Portman que sí apuntaba a una encarnación estricta. La Diana de Stewart perfectamente podría desenvolverse en una adaptación teatral donde el rigor histórico es lo menos importante. Esto no significa que Stewart deje de representar las diferentes experiencias por las que atravesó la verdadera princesa: la de una nuera regañada, la de una esposa rechazada, la de una madre abnegada, la de una hija desconsolada, y la de una mujer soñadora. Tanto en sus interacciones con el más intrascendente de los sirvientes como en sus momentos de soledad, la Diana de Stewart destila elegancia y desdicha, ingenuidad y descaro, cualidades paradójicas que calzan con la complejidad de un personaje más mitológico que realista. Las escenas con sus hijos, en particular la del juego en plena noche, permiten que el personaje preserve la modestia y dulzura que identificaban a la Diana original.
La heterodoxia de Spencer no se limita al osado guion de Knight o a la desenfrenada interpretación de Stewart pues también depende de una atmosfera audiovisual inicialmente pacífica e idílica que pronto se torna gélida e inquietante. Por un lado, la directora de fotografía francesa Claire Mathon contribuye composiciones cautivantes como las de Retrato de una mujer en llamas (2019) que podrían colgar desde las paredes del propio Sandringham. Aunque es su primera colaboración con Larraín, Mathon logra acomodar su mirada al estilo documental característico de la filmografía del director, honrando el legado del también chileno Sergio Armstrong. Es posible pues apreciar el ADN compartido de Spencer con títulos como El club (2015) o Ema (2019) pese a la gran distancia de sus universos culturales. Por otro lado, las composiciones musicales del británico Jonny Greenwood, también conocido por su faceta de guitarrista en Radiohead, aportan una carga explosiva de cuerdas que se corresponde tanto con la magnificencia del palacio y sus alrededores como con la turbulencia emocional de Diana. Greenwood sin duda renueva el espacio sonoro del cine de Larraín, empujándolo hacia lo salvaje sin que por elle deje de ser contemplativo. Al ser colaborador asiduo de Paul Thomas Anderson, el compositor británico también acerca la película del chileno al espíritu de un californiano igualmente insurrecto y ambicioso.
Como su obra más ambiciosa hasta hoy, Spencer llega en un momento de redención para Larraín tras la tibia recepción de su último filme estrictamente chileno, Ema, y la reprobación de su adaptación televisiva de la novela de Stephen King, Lisey’s Story (2021). Spencer más bien se comporta como la lógica sucesora de ese poderoso dueto bilingüe de Jackie y Neruda, no solo por centrarse en figuras trascendentales del siglo XX sino también por seguir el enfoque revisionista de la trilogía sobre Pinochet. Aún así, la última película de Larraín también exhibe rasgos mejorados de sus últimos dos trabajos. De Ema rescata su reivindicación de maternidad imperfecta y liberación femenina pero sin su tratamiento excesivo y casi paródico que le impidió alzarse como un texto feminista sensato. Diana en comparación representa una mujer cuyos mayores errores son involuntarios o en parte provocados por el matriarcado opresivo de Isabel II. De Lisey’s Story extrae su acercamiento al terror fantástico y su evocación de realismo mágico que no terminó de cuajar en un contexto suburbano gringo (y menos por parte de un Stephen King pudoroso). No es que Spencer absorba del todo esta tradición latinoamericana pero sí se apoya en elementos puntuales, especialmente cuando se adentra en el infierno psicológico de la princesa.
Si ya era fascinante que un chileno se atreva a retratar a la icónica sobreviviente de una de las mayores tragedias de la historia de Estados Unidos, lo es todavía más que ahora haga lo mismo con la difunta más viva e internacional de la historia de la realeza británica. Con Spencer, Pablo Larraín revalida su condición de director iconoclasta que consiguió remover a los fantasmas del pinochetismo al revisar la historia de su país. Aunque pueda perturbar a los seguidores más puritanos de Diana, el suyo es un retrato legítimo y milagroso en tiempos de complacencia y conformismo hollywoodense. También contribuye a la democratización de una disciplina artística donde son escasos los directores del hemisferio sur que representan historias del norte. Spencer es ante todo una fábula que parece que viniera del futuro lejano, concebida por quien no vivió en la época de su protagonista. Como si fuera la propia Ana Bolena, también invocada acertadamente en la película, esta Diana representa al mito de la princesa que buscó reescribir su historia, aún sabiendo que su final estaba escrito. Puede decirse que Larraín ayuda a liberar al mito de su coraza mediática del pasado inmediato para que trascienda en un tiempo mucho más alejado del nuestro.
Deja una respuesta