Un sombrío retrato inspirado en la infame Íngrid Olderock, una exagente de inteligencia activa durante la dictadura chilena de Augusto Pinochet. Bestia (2021) hace un vistazo a la rutina de una torturadora junto a su socio canino. Este cortometraje realizado por el director Hugo Covarrubias está dominado por una serie de patrones y tópicos que definen las asperezas propias de una historia de miedo. El optar por el stop-motion y la animación de figuras de porcelana no hacen más que reforzar el estado rígido y el sentimentalismo frío del escenario en cuestión. Estamos en el peor momento de la dictadura. La década de los 70 el mismo Pablo Larraín nos lo graficaba en su Post Mortem (2010) mediante colores fríos, que a su vez nos evocaba a la fílmica de Andrzej Zulawski. Covarrubias se apropia de esa simulación en donde los tonos azules se asocian a las coyunturas dominadas por alguna represión política. A propósito de Zulawski y, por qué no, el mismo Larraín, además de otras producciones chilenas recientes que han descrito por su lado las vergüenzas de la historia en Chile, todo espacio violento y opresor está adicionalmente vinculado a una mentalidad retorcida, enfermiza, muy dominada por la perversión que se revela casi siempre mediante el sexo o la corporalidad.
La protagonista de Bestia, muy al margen de sus rutinas de castigo, está definida como una presencia grotesca librada de toda sensibilidad humana. En más de una escena, vemos al descubierto la robustez de la personaje sin nombre. Estos son momentos paradójicos. De pronto, no se percibe en esa desnudez algún valor erótico o romántico. Estamos tratando con un ser inhumano, una bestia que se observa continuamente como analizando esa “falta”, el no reconocimiento de los principios sensitivos del cuerpo humano. Es por esa misma razón que aquí el sexo provoca un displacer –como las escenas sexuales en Post Mortem–. En lugar de despertar la excitación, gestiona más repulsión. El personaje de Hugo Covarrubias se convierte así en una pieza que se reduce a ejecutar sus funciones y ve anulada cualquier necesidad emocional humana en su intimidad. En cierta perspectiva, la agente es un can más, una adiestrada a ejecutar a las víctimas de la dictadura. De ahí por qué en cierto momento de la trama su vida se desnivela. Las cosas no más están en su orden, las pesadillas –o el remordimiento expresado por el subconsciente– son cada vez más recurrentes, la realidad es surreal e intangible, y el perro también percibe eso, porque son de la misma clase, poseen la misma sensibilidad, pertenecen a la misma especie.
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