Kenneth Branagh posee una filmografía muy interesante que incluye en sus primeros años muchas adaptaciones shakesperianas como Henry V (1989), Mucho ruido y pocas nueces (1993), Hamlet (1996), entre otras. Ha explorado también el género de terror con una adaptación de Frankenstein de Mary Shelley (1994) y la acción con Jack Ryan: Código Sombra (2014). Pero sobre todo, es notorio su desplazamiento hacia títulos dirigidos a todo público producidos para Disney desde inicios de la década pasada: a la no tan bien recibida Thor (2011) se sumaron una versión de Cenicienta (2015) y la adaptación de la obra literaria Artemis Fowl (2020). Este giro hacia películas más familiares conduce orgánicamente a la realización de Belfast, su nueva cinta que comparte nombre con su lugar de nacimiento (capital de Irlanda del Norte), en la que utiliza recuerdos propios de su niñez situados en medio del famoso conflicto social que tuvo lugar en su ciudad natal desde fines de los años 60.
El argumento del largometraje se centra en Buddy (Jude Hill), un niño de nueve años que vive en un barrio de clase obrera en el Belfast de 1969 junto a su madre (Caitriona Balfe) y su hermano Will (Lewis McAskie). Su padre (Jamie Dornan) llega de visita esporádicamente ya que trabaja en Londres. Toda la cinta se esmera en ser mostrada desde el punto de vista de Buddy por lo que a los personajes de Balfe y Dornan solo los conocemos como Ma y Pa, e igualmente a sus abuelos, quienes viven en la casa contigua, los ubicamos simplemente como Granny (Judi Dench) y Pop (Ciarán Hinds). Toda la familia es de religión protestante y aunque la mayoría de Belfast es de la misma religión, el barrio en el que viven es principalmente católico. La tranquilidad del vecindario se ve afectada cuando los extremistas protestantes atacan a las minorías católicas y la familia debe tomar una decisión que asegure el futuro de sus hijos.
Branagh decide filmar toda la película en blanco y negro, salvo un brevísimo prólogo que nos muestra la ciudad en la actualidad, definiendo desde el inicio su denodado propósito de tirar de la nostalgia para recrear un ambiente idealizado sobre el que se recreen sus memorias (recurso similar al que vimos en Roma, de Alfonso Cuarón). Para ello, sitúa los sucesos dentro de un contexto en el que todo aparenta ser un set de grabación, valiéndose de la fotografía que consigue un hándicap favorable por la ausencia de color, sin que ello impida mencionar que esta se encuentra en un nivel superlativo a lo largo del filme. Es notoria la influencia del cine de Wes Anderson en la consecución de tomas y los planos neutrales, siempre procurando la simetría en las escenas en busca de un objetivo que parece ser evidente. Quien conoce la filmografía de Anderson, entenderá que sus largometrajes tienen como característica la creación de espacios que parecen como sacados de un cuento en el que se desarrollan historias de niños que juegan a ser adultos y adultos que toman actitudes infantiles. Pues bien, no estamos tan lejos de aquellas señales ‘andersonianas’ en la trama central de Belfast.
En efecto, Buddy es un personaje bastante perspicaz que entiende mucho más de lo que sus padres creen (aunque, a veces, sí es ciertamente ingenuo por la edad que tiene), puede entablar conversaciones bastante profundas con su abuelo e incluso tiene un interés amoroso que bien podría haber tomado como referencia aquel de Kevin Arnold con Winnie Cooper en The Wonder Years, pues, como ya mencioné previamente, todo en el argumento está idealizado con el objetivo de producir esa añoranza a mejores tiempos pasados. Sin embargo, los tiempos que transcurren traen sus propias complicaciones, como la escalada de violencia que amenaza la tranquilidad del amigable vecindario. La cinta encuentra algunos puntos de intersección con Jojo Rabbit (Taika Waititi, 2019) en ese sentido, aunque tal vez la crítica social aquí no brille tanto.
No es que esta sea nula, pues la tenemos muy presente desde el inicio con diálogos y curiosidades que tiene el propio Buddy. Sin embargo, Belfast no luce precisamente por ella, sino por la solvencia con la que se plasman situaciones de la familia. Resulta mucho más interesante en la trama, acompañar al menor cuando ve El hombre que mató a Liberty Valance o A la hora señalada en la televisión (lo que, además, comprueba el ingrediente autobiográfico), que la parodia realizada a un ministro católico. De la misma forma, las discusiones entre Ma y Pa dentro del hogar son bastante más reveladoras que el conflicto social desencadenado en las calles. Tal vez por lo intrincado del tema, y por ser un asunto sobre el que se requiere una translúcida e inocua neutralidad, es que será mejor quedarse con la parte más personal que con el elemento socio-histórico, que habrá a quién le guste y a quien le genere cierta incomodidad.
Un punto que sí merece ser elogiado es, sin lugar a duda, el excepcional trabajo logrado con los personajes, pues existe una demarcación muy exacta en que es lo que cada uno persigue. Cada frase y acción llevada a cabo es pertinente con las características inherentes que tiene cada personaje, para lo que coopera, en gran medida, las actuaciones de todo el elenco, pero, por sobre todas, la de Ciarán Hinds como el abuelo, solvente en cada intervención.
No obstante, aunque la película tiene una duración menor a los 100 minutos, parece extenderse mucho en el debate sobre la decisión que toman los padres. El ritmo de la historia pasa a ser dictado por la genial música de Van Morrison (artista originario de Belfast), presente en toda la trama, aunque quizá se le brinda un rol demasiado primordial para decantar si estamos ante escenas con un tono alegre o melancólico, y aun así, siempre nostálgico.
En resumen, el principal atributo del filme es la remembranza de la niñez plasmada de manera muy correcta, pero podría llegar a sobreexponerse y cargarse la sucesión de hechos por el excesivo arreglo para reconstruir aquel pasado. Aunque el resultado es bueno por la simpatía que nos genera Buddy y algún personaje secundario, tal vez el contexto salga sobrando muy desvergonzadamente.
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