Lo que más me llama la atención de la película de Antonio Coello es su libertad expresiva y cómo esta se asocia a su argumento. La idea de combinar lenguajes audiovisuales, por ejemplo, al transitar de lo testimonial al videoclip, no deja de insinuar una correspondencia con el tema en conflicto. Estamos en la costa de Sonora, México, hábitat de la comunidad Seri. Aquí somos testigos de un cuadro social que me recuerda mucho a la decadencia que sufren poblaciones indio americanas o canadienses en películas como Songs My Brothers Taught Me (Chloé Zhao, 2015), La balada de Oppenheimer Park (Juan Manuel Sepúlveda, 2016) o Wind River (Taylor Sheridan, 2017). La drogadicción o el alcoholismo son cánceres que han tomado gran terreno en estas comunidades, males que, ciertamente, el Estado pareciera reconocer como una ventaja que ha “atontado” a una sociedad imposibilitada de reclamar sus derechos más esenciales. Similar declive se manifiesta en la película de Coello. Ahora, lo cierto es que, a pesar de las evidencias de una miseria extendida tanto económica, física o mental, esta no es una película sobre un estado en descenso, sino sobre la resistencia al morir o el revalorar lo que está agonizando.
A diferencia de las otras películas mencionadas, este filme mexicano tiene un aliento optimista. La historia de una niña y su primera menstruación cumple la función de un ritual que podría abrir una puerta a la esperanza o sobrevivencia de esta cultura. Es importante aquí reconocer que el primer sangrado de la protagonista se difunde más como un mérito que confirma su tránsito a la vida adulta que como un tránsito a su vida como mujer. En tanto, no es un tema de género, sino un tema de madurez el que desea poner en primer plano el director. Según la tradición seri, dos largas fiestas deben de celebrarse tras ese acontecimiento biológico: es la merecida bienvenida a una nueva integrante que, en teoría, deberá ayudar a sostener toda una tradición. Sietefilos Xiica Cmotomanoj (2022) nos cuenta el testimonio de una niña reconociendo una responsabilidad social que generaría una diferencia frente a esa degeneración que han provocado los vicios terrenales; y digo terrenales porque es también una expedición mágica-espiritual la que experimenta su protagonista. Coello está interesado en gestionar una mirada antropológica, el saber o imaginario que será guía crucial para orientar la proyección de la nueva adulta, quien deberá de elegir entre los conceptos seri o las rutinas ajenas a su círculo.
A propósito, es que se percibe una confrontación de hábitos: los seri y los que llegan de la urbanidad, muchos de estos malignos para la comunidad. El conflicto de la niña-adulta será independizarse o mantenerse al margen de esos males y descubrir y valorar los hábitos correspondientes a su población. Lo cierto es que tampoco es que hay un ánimo por erradicar todo lo ajeno. Existen pues elementos dignos de una apropiación cultural. Ahí está el rock metal hablado en el idioma cmiique iitom, lo que sería equivalente a un acto de preservación del habla o cultura seri. De ahí cómo es que esa libertad expresiva de Antonio Coello encuentra una relación con el argumento. Estamos hablando de una adquisición de idiomas, formas de expresión o utensilios que bien podrían ayudar a preservar una cultura en agonía. Y así hay otros “utensilios” o socios para asegurar una trascendencia; caso un casete de música, medio que se convierte dentro de la trama en fuente histórica o instructor de una tradición que se creía perdida. No deja de ser irónico quién era el dueño de ese casete, lo que lo convertiría en el preservador/historiador inmediato. Por último, es también definitiva la acción del propio individuo o sujeto de la comunidad, quien a fin de cuentas ejecutará el impulso de esos conocimientos que se resisten a morir desde una periferia impuesta.
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