[Festival de Cine en Lenguas Originarias] «Samichay» (Perú, 2020)

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La muerte es un paisaje montañoso y árido surcado por el grave tañer de un violín. La esperanza del pobre, también. 

“Samichay”, producción peruano-española, primer largometraje del director peruano Mauricio Franco Tosso, es a nivel técnico un sólido ejercicio que aprovecha al máximo las posibilidades del formato panorámico, la cámara fija y en movimiento, el blanco y negro, los espacios cerrados y el uso de la luz, para transmitir emociones que circundan, en varios matices, la melancolía, la tristeza, la soledad, el desarraigo, la desesperación, la desolación, pero, sobre todo, la esperanza y, peor aún, la esperanza que se opone infructuosamente a la tragedia. 

En suma, estamos ante una película de factura técnica portentosa que en ecran gigante debe funcionar muchísimo mejor de lo bien que ya funciona en una pantalla de televisor (el único modo en que hemos podido acceder a ella gracias a lo injustamente limitado de su distribución en Lima).

A lo largo de su casi hora y media no hay espacio ni para la alegría ni para los sueños cumplidos sino más bien hay una demostración consecutiva de deseos irrealizables, desapegos forzados, yermas demostraciones de cariño, silencios humanos y silencios de la naturaleza escondidos en el ruido del viento entre las montañas, esos apus ingobernables de las alturas de Cusco que imponen el frío que cala los huesos y las tierras estériles que niegan un mínimo de alimento a quienes solo buscan motivos para persistir.

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La historia del viudo Celestino y su vaca Samichay es simple, profunda y puntual. Las actuaciones de Aurelia Puma (Mamá Agustina) y Raquel Salhua (Yaqueline), sin experiencia actoral previa, contribuyen a darle verosimilitud casi documental a unos diálogos en quechua y a una idiosincrasia signada por la pobreza, el aislamiento y la vocación de permanencia, tanto en el espacio como en el tiempo. Amiel Cayo, experimentado y lúcido en su papel protagónico, nos brinda también una exposición de agudeza que ayuda a que al menos intentemos adentrarnos en los motivos de un hombre que ignora que hubo una reforma agraria, que los hacendados ya no tienen poder, y que es capaz de desasirse de su hija, a quien ama, pero no tanto de una vaca que no le da nada, pero de la que espera casi todo, basado, al menos eso es lo que se dice, en un sueño.

Varios críticos han visto en esta película una conexión o un diálogo, en término de lenguaje fílmico, con “Wiñaypacha”, de Oscar Catacora, con la que sin duda guarda similitudes en cuanto al tema social (historia de personas indígenas pobres y aisladas del denominado “mundo moderno”), el uso de una lengua originaria, y la tragedia como género expresivo. Sin negar que esto sea verdad hasta cierto punto, tal vez sea más justo comparar a ambas películas con otras del espectro internacional que exploran sentimientos o situaciones humanas parecidas haciendo uso de un lenguaje artístico comparable. El cine japonés, entre otros, tiene ejemplos notables. 

En todo caso, tal vez no sea tan buena idea asociar automáticamente películas desde el punto de vista de este arte solo porque comparten rasgos sociológicos, puesto que en sentido cinematográfico la película de Catacora es bastante distinta de la de Franco en la elección de encuadres, colores y texturas, e incluso en los matices de la tragedia de los que sus respectivos guiones se sirven. Hay también, un gran espacio para discutir cuán diferentes son los modos en que, desde sus experiencias de vida individual, social y territorial, los directores y a la vez guionistas abordan a sus personajes, sus contextos y sus historias. Es posible que allí haya mucho por descubrir y cuestionarnos en términos, si se quiere, de las ciencias sociales. 

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Lo importante, y esto hay que destacarlo, es que ambas forman parte de esta potente corriente del cine nacional que escoge desarrollar historias sobre la representación de personas que suelen estar invisibilizadas por la industria a gran escala, no así por los círculos regionales. Y que decidan utilizar lenguas originarias en un país que todavía no las valora debidamente, es un aporte sustancial, ciertamente extracinematográfico, pero fundamental para contribuir a la construcción de nuestra identidad nacional a partir de nuestra diversidad, un objetivo a cuyo logro el Tercer Festival de Cine Latinoamericano en Lenguas Originarias contribuye significativamente.

En una entrevista, Mauricio Franco compartió que en el guion —que tuvo catorce versiones a lo largo de nueve años— la vaca, cuyo nombre en quechua significa algo parecido a “la búsqueda de la felicidad”, representa para Celestino precisamente eso: la felicidad, que “es justo lo que tiene que soltar (…) no solo las cosas materiales, sino sensoriales, costumbres, personas. La vaca, una especie de leitmotiv, representa eso”. Felizmente, cuando una película es lo suficientemente buena como la suya, puede prescindir de las intenciones del director para ser apreciada y lograr que el público conecte con ella. Reducir a metáforas de autoayuda una obra que ofrece algunas imágenes poéticas casi sublimes, como la de la muerte de Mamá Agustina, no le hace justicia. “Samichay” no necesita de explicaciones metafóricas para ganarse el agradecimiento de los espectadores. Que sean ellos y ellas, por último, quienes decidan si esta historia va sobre una vaca, sobre la búsqueda de la felicidad, o sobre otros temas, sentimientos e ideas más profundas.


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