Un documental que manifiesta dos estímulos a valorarlo. En primer lugar, es el descubrimiento y revaloración a un pueblo y un ritual musical destinado a los fallecidos dentro de su comunidad. El director Lucas Silva se vale de un archivo de finales de los años 90 que reúne testimonios de varios de estos miembros encabezados por Graciela Salgado, cantora y única tomborera mujer que se haya visto, líder de este modo de celebración que convierte el dolor en canto y que eleva al fallecido a una imagen legendaria. Entre uno de los tantos honores, Graciela recuerda la vez en que una mujer murió mientras pescaba. A propósito, lo curioso es que lo que se define como una trágica situación al expresarse mediante una oralidad tradicional, a través del canto quejumbroso y el sonido de tambores esa misma tragedia trasciende a una sensibilidad mítica. Chi Ma Nkongo, memorias de un pueblo cimarrón (2022), en efecto, tiene como principal búsqueda rescatar, dar a conocer, difundir y observar el ánimo intenso de estos pobladores por preservar una ritualidad opacada. Lo cierto es que también gestionan una perspectiva de vida en donde se percibe a una comunidad de artistas en continua convivencia con la muerte, etapa que ha dado sentido a sus rituales artísticos y con la que, inconscientemente, fantasean y hasta añoran experimentar.
Se me viene a la mente La vida loca (2008), de Christian Poveda, un documental que sigue a un grupo de bandidos pertenecientes a las mafias de los Mara Salvatrucha. Aquí también vemos a una comunidad haciéndole un ritual a la muerte. La violencia desatada por el pandillaje hace que los personajes asociados a este modo de vida concienticen de que su destino es la súbita muerte. Para ellos, el ser aniquilado por una pandilla enemiga es equivalente a ganarse un pase a la trascendencia y, por tanto, ser motivo de homenaje por sus compañeros. Al menos desde la lectura de este documental, el compromiso de los líderes maras hacia ese grupo no tiene que ver con la conquista a un territorio mediante la violencia. Este radica en su deseo de convertirse en mártires. Es decir; el deseo de morir y generar una posterior celebración. Este pensamiento no está lejos de Graciela y los de su generación, personas que a medida que recuerdan sus cantos mortuorios a tantos miembros de la comunidad, se detienen a imaginarse sus funerales y abrazan ese futuro con deseo. Por muy escatológico que parezca, en este circuito, lo trágico es una aspiración jubilosa. Y eso se concreta con esa segunda parte o coda de Chi Ma Nkongo. Esto también sucede en La vida loca. Entonces surge esa paradoja inquietante: mientras que el espectador se turba, el protagonista (seguramente) se regocija.
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