Interesante película que deriva a distintas reflexiones. Lo más inmediato de Ushui, la luna y el trueno (2019) es su valor antropológico. El director Rafael Mojica Gil, miembro de la comunidad wiwa, nos inculca sobre el pensamiento de esta sociedad colombiana. Estamos ante una población sostenida por una filosofía arraiga a la paz interior y el culto a la naturaleza; no solo terrenal, sino que también astral e intangible. Se percibe entonces una sabiduría muy rica. Mojica Gil se asegura de que cada rutina, danza o comportamiento wiwa sea asimilado a partir de una argumentación lógica. Todo tiene un por qué, y todos esos razonamientos derivan a un acto de agradecimiento al espacio respaldado por la armonía mental y espiritual. Sin querer, el imaginario wiwa ha amasado a una legión de académicos, sabios, instructores natos que no están lejos de las corrientes científicas o las humanísticas de la vida urbana. La única diferencia es que los wiwa usan sus propios referentes, razonan en base a su escenario y lo hacen siempre desde su propio lenguaje. Esto es importantísimo. En una secuencia, el líder dice: “Nuestro dios es impronunciable en el idioma español”. Existe aquí una lucidez, desde un sentido lingüístico. El lenguaje es entendido como una vía para el conocimiento. El no usar el lenguaje originario sería equivalente a pervertir el origen y sentido del propio conocimiento por el solo hecho de darle confort a ese sujeto al que quieren inculcar sus conocimientos.
A propósito de la última línea, es que se define la premisa de Ushui, la luna y el trueno. Mojica Gil y su equipo de filmación -todos ellos wiwas- tienen como meta mostrar a “los de afuera” sobre la sabiduría wiwa, y qué mejor que documentando las rutinas y saberes de las “Saga”, un grupo de mujeres wiwa que tienen un importante rol dentro de esta sociedad. Ellas son las encargadas exclusivas de los partos y además son un nexo crucial entre la comunidad y las deidades espirituales -para resumir qué tan significativo es esto, los wiwa tienen la lógica de los na’vi en Avatar (2009)-. Es decir, ayudan a proveer la vida y garantizan la sobrevivencia de sus miembros y toda la red cultural wiwa. Conocer a las sagas es conocer el imaginario íntegro wiwa. Pero se suscita un menudo impedimento en esta búsqueda. Mojica Gil y compañía deben de solicitar un permiso a una deidad para poder acceder a la logia de las sagas. “No se aceptan hombres en nuestro entorno”; dice una saga. “Ah caray, eso no lo evaluamos”; reflexiona Mojica Gil. Cine dentro del cine. Esto es lo fascinante de la película. Ante nuestros ojos, esta cultura retirada comienza a instruirnos también sobre el orden del cine.
La primera parte de la película es manjar para los aficionados a la docuficción. Este método filmográfico no solo orientó al creador y espectador de que existe una frontera invisible entre la ficción y la realidad, sino que además es un medio para reflexionar entorno a las incidencias del estado creativo, el protagonismo del creador y las implicancias de gestionar un registro fílmico. Todo esto se representa en escena. Vemos al equipo reorganizando su calendario, el director cuestionando la ruta de su guion y, finalmente, no solo el mismo creador, sino también los protagonistas, reflexionando sobre qué tan imprescindible es el registro fílmico para la trascendencia de la cultura wiwa. La tienen clarísima. El cine es un recurso tan importante como la oralidad o los cánticos de las sagas. El cine es reconocido como herramienta de preservación. En un momento el líder dice: “Aunque existe una posibilidad de que ese registro también se pierda”. Eso es lo importante de la docuficción; el autor y sus implicados se autocuestionan, son empujados continuamente a la duda a fin de (re)evaluar la naturaleza del cine. Y esto, curiosamente, también se remeda en sus propios conceptos. Decíamos de su filosofía de la paz interior. Esta película también descubre un reverso.
Ushui, la luna y el trueno parece tomar todos estos argumentos por excusa para retraernos al pasado, uno trágico, evento que obligó a los wiwas a retirarse del pueblo de Kemakúmake, en donde varios de sus miembros fueron víctimas de los efectos de la naturaleza. Rafael Mojica Gil nos descubre el lado pesaroso de esta comunidad que aparentaba un equilibrio. Este es un retrato honesto. El director no quiere forzar un panorama idílico. En este espacio existe también la posibilidad de un embargamiento. El Shekuita o el mal trueno devastó no solo una población, sino también la apacibilidad de muchos de los miembros. Vemos una conexión con la naturaleza fracturada. El temor hacia la naturaleza intempestiva se alberga. Claro que están las sagas y demás quienes siguen esforzándose en poner un orden. Todo eso se bosqueja en la segunda parte de Ushui, la luna y el trueno. Es la fase de la memoria doliente, un equivalente a los eventos trágicos a los que fueron expuestas tantas tribus de la zona o comunidades minoritarias latinoamericanas ante los conflictos armados correspondientes. Aquí vemos a personas cargando un luto, aquello que la aleja de la paz y la armonía que, en principio, debería de ser factor social inviolable para estas poblaciones. Ese es el lado dramático de este documental y que concluye con una herida que demorará en cerrar.
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