Los primeros planos de la ópera prima de la escocesa Charlotte Wells corresponden a una grabación casera en la que una niña juega con la cámara mientras le pregunta a un hombre joven, que asumimos es su hermano mayor, qué sintió él cuando estuvo por cumplir los 11 años como ella. Aunque jocosa y enternecedora, la grabación se presenta algo distorsionada, no solo por su aparente antigüedad sino también por una manipulación que anuncia una atmósfera de inestabilidad. Esto se confirma inmediatamente con una serie de planos oscuros correspondientes a una fiesta en la que, entre flashes de luz cortadora, se distingue la figura del mismo joven bailando y la de una mujer de su edad que lo observa de atónitamente. Una escena que viene envuelta de una sinfonía entre lúgubre e inquietante. Entre estas luces y sombras, literales y emocionales, se abre paso una de las películas más espontáneamente fascinantes, honestas y reconfortantes que he visto recientemente.
En el papel Aftersun (2022) suena trivial y predecible, como una película que encuentras en la televisión una tarde de domingo cualquiera. La historia gira en torno a las vacaciones de Calum y Sophie en un resort playero de Turquía en un verano de los 90. Calum y Sophie en realidad no son hermanos sino padre e hija, algo que sorprende incluso a los otros huéspedes del resort. La ausencia de una madre se debe a que está separada de Callum, aunque una conversación (de cabina) telefónica sugiere que la relación entre ambos es amigable. La propia relación entre padre e hija parece idílica, casi como si fuera una relación fraternal debido a la confianza mutua, a pesar de algunos momentos de típica vergüenza filial en Sophie por las ridiculeces de Calum. El resort paradisiaco refuerza la plenitud de esta relación, no solo por sus acogedoras instalaciones y su animada música noventera (con “Macarena” de rigor), sino también por el buen rollo del resto de huéspedes como los adolescentes que juegan al billar o el niño con el que Sophie empieza a competir en videojuegos.
Pero lejos de caer en un drama familiar convencional, la directora y guionista presenta estas vacaciones como lo que son en realidad: recuerdos difusos, quizás hasta imaginados, de una infancia espléndida que, en el presente, resultan ajenos a una Sophie adulta. Es por ello que no solo vemos las partes graciosas y ensoñadoras de la relación con su padre sino también las más confusas y frustrantes, siempre desde la perspectiva de una niña que empieza a ser consciente del mundo adulto, y de una mujer que se pregunta si su padre se encontraba bien detrás de su amabilidad exterior. Es así que cada cierto tiempo la cámara se enfoca en algún punto muerto del fondo y la música de la secuencia inicial vuelve, anunciando un inminente peligro. También están las escenas nocturnas dentro de la habitación de hotel donde el silencio y la oscuridad generan una tensión incómoda pese a que no ocurre nada. Más inquietantes aún son las escenas en las que Calum divaga por algún sitio en soledad y en aparente estado de depresión.
La película se sostiene casi exclusivamente en la química efervescente entre la pequeña debutante Frankie Corio y Paul Mescal, la exportación irlandesa más reciente y relevante como consta en su papel protagónico en la serie Normal People o en su rol en La hija oscura. Corio no necesita las extravagancias de Abigail Breslin o Dakota Fanning para derrochar carisma y madurez a partes iguales. Su interacción con los personajes adolescentes es especialmente interesante pues a veces lo hace como si fuese una contemporánea pero sin llegar a perder su nota de inocencia. Mescal por su parte representa un ideal de paternidad en tanto que es cariñoso y protector pero también bufonesco y severo con su hija, apoyándose también en su perfil carismático y atractivo. No estamos ante el típico padre prematuro de melodrama que ni siquiera es capaz de cuidar de sí mismo. Pero Mescal alcanza sus mejores momentos cuando Calum se muestra imperfecto y vulnerable, especialmente en sus momentos de soledad.
Aftersun se asemeja al Somewhere de Sofia Coppola en tanto que abordan relaciones de padre e hijas durante un periodo vacacional y dentro de entornos geográficos luminosos que realzan la ilusión de sus protagonistas infantiles. Pero mientras que Coppola se conforma en registrar la intimidad de una paternidad de celebridad, Wells, que tiene por sentada dicha intimidad con una paternidad ordinaria, profundiza en la forma cómo Sophie captura (casi literalmente con la videocámara) y más tarde revive sus días de verano con Calum. La videocámara juega un rol crucial como nexo entre padre e hija, entre pasado y futuro, entre alegría y melancolía. Las imágenes de baja definición de la videocámara no solo se presentan en primer plano sino que llegan a interponerse con los planos de la propia película. Se reivindica así la imperfección y espontaneidad de las películas caseras, y al hacerlo Wells invoca el espíritu de la directora que hizo de ellas un género cinematográfico: la belga Chantal Akerman. También lo hace de una forma más directa al replicar su famoso paneo de 360 grados del corto La chambre.
Este primer largometraje de Wells también transmite una sensibilidad comparable a las de dos directoras francesas, Céline Sciamma y Claire Denis. Esto es perceptible sobre todo en la gradual pérdida de la inocencia de Sophie mientras escucha, observa e interactúa con su padre y otra gente mayor. Como Sciamma, Wells no juzga a su protagonista infantil por sentir curiosidad sobre lo que significa el amor entre adultos, como el espontáneo que se da entre los adolescentes, y que ella misma quiera sentirlo sin que ello signifique un despertar sexual precoz. Como Denis, Wells captura los cuerpos al sol de los adolescentes y del propio Calum en primeros planos que destacan sus atractivos naturales, que no sexuales, y que recuerdan que son tan palpables como frágiles. También de alguna manera reflejan el anhelo de Sophie por una adultez prometedora que no será.
El mayor logro de Aftersun es convertir un relato sencillo y familiar en una experiencia audiovisual hipnótica y emocionante. Las composiciones del fotógrafo Gregory Oke tienen el poder de transformar los pasillos convencionales del resort durante la noche en escenarios de pesadilla que mantienen en vilo al espectador a la vez que sugieren la amenaza invisible del mundo adulto. De igual forma la música de Oliver Coates abarca desde las notas más suaves y melancólicas a la partitura trepidante del inicio. Mención aparte merece el soundtrack noventero que en algunos casos, como en la escena del karaoke, provee nuevas connotaciones a las letras de éxitos como “Losing My Religion”. La experiencia tampoco sería la misma sin el montaje de Blair McCledon que logra transiciones creativas como los saltos entre día y noche, además de hilvanar elegantemente los planos de videocámara con el resto del film.
El debut de Charlotte Wells no necesita apoyarse en referencias culturales nostálgicas, más allá de las canciones, para convencer al espectador de zambullirse en el pasado idílico de Sophie y Calum y revivir así la inocencia y optimismo de una niña de los 90 que no sospecha la frialdad e incertidumbre que están por irrumpir en el siglo XXI. A diferencia de obras más ambiciosas pero menos espontáneas como el Boyhood de Richard Linklater, Aftersun encapsula el resplandor de una relación paternal, además de la oscuridad que envuelve su pérdida con la adultez, tan solo con abarcar una vacaciones de verano ordinarias. No sorprende que esté producida por Barry Jenkins, el oscarizado director de Moonlight, otra extraordinaria aunque cruda película sobre la pérdida de la inocencia con la que Aftersun podría compartir el mismo universo. Desde luego la de Wells es una obra que a partir de hoy llevaré muy presente cuando piense en los recuerdos más radiantes de mi propia infancia afortunadamente plena.
Dato: «Aftersun» tuvo su estreno mundial en La Semana de la Crítica, en el Festival de Cannes 2022. Aquí una entrevista con la directora y los actores protagónicos:
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