El arraigo y el agua son dos palabras claves que la directora Elena López Riera ya venía mencionando desde los primeros minutos de su ópera prima. En su secuencia de apertura, unos adolescentes matan el tiempo mientras sueñan con marcharse rumbo a la capital y cuentan la vez en que se inundó la ciudad y el río secuestró a una mujer. Se mezclan de esta manera las fantasías de los jóvenes con la de los más adultos, dos pensamientos de naturalezas distintas que, ciertamente, hallarán un punto de coincidencia a propósito del enigmático vínculo que existe entre los habitantes y esa comunidad rural. El agua (2022) es atractiva porque se apropia de temas vigentes, aunque reconfigurados a una sensibilidad que solo los lugareños entienden o perciben. López Riera desliga el tema de la migración y el impacto ambiental con lo dramático o realista y, en su lugar, promueve un argumento de apunte folclórico e intimista. Es decir; son percepciones exclusivas a un escenario, cultura o tradición. De ahí tal vez por qué varias de las cosas que suceden se perciben como difusas, extravagantes, bajo un idioma con códigos que podrán comprenderse hasta cierto punto, pero que siempre dejan incógnitas.
Ana (Luna Pamiés) es la hija de la dueña de un concurrido bar del lugar, pero que a pesar muchos de la zona miran con desconfianza. Se dice que las mujeres que habitan esa casa están malditas. ¿Cómo así? Solo ellos saben, y lo curioso es que las mismas mujeres no cuestionan. Se podría decir que incluso hay un impulso de estas por reconocerse como tal: las abyectas del lugar. A partir de eso es que puede irse entendiendo esa forma particular de asimilar o llevar las cosas en ese escenario de Valencia. Muchas actitudes aquí no se cuestionan, simplemente se toman como algo natural. Esta es una población que se ha criado bajo rituales, el repetir una idea, hacer trascender costumbres y comportamientos sin ánimo de cambiar el orden. Dicho esto, tiene sentido que esta película inicie con un grupo de mozuelos renegando de esos rituales monótonos, cosas de viejos que nadie quiere escuchar o interpretar. El agua es una historia sobre una generación que está a punto de transitar a la madurez, pero no una madurez a la forma foránea, sino según el punto de vista de los adultos del lugar. Lo que les acontecerá a los dos jóvenes protagonistas es un equivalente a un ritual de iniciación, un proceso en donde comenzarán a echar abajo sus fantasías o rituales ajenos a su imaginario, y aprenderán sobre la propiedad.
El agua habla sobre el arraigo hacia ese territorio que, en efecto, no trasluce esa luminosidad o diversidad que visualmente aparenta la vida de las grandes ciudades. De hecho, es un lugar que cada largo tiempo tiene que sobrevivir a una nueva inundación, razón suficiente para abandonar el terruño. Sin embargo, y aquí nuevamente el factor de lo inexplicable, nadie opta por la migración. Acá la gente no se va. Ellos están atados al lugar, encantados, malditos. En palabras de sus creencias, esta población ha sido poseída por el agua. Tienen el agua adentro. Elena López Riera, así como muchos autores, recurre al terreno de la fantasía o lo mítico para comprender la racionalidad de un grupo de personas. El agua por momentos se comporta como un documental asesorado por una perspectiva etnográfica. No es una historia más sobre doncellas siendo raptadas por la naturaleza. Estos cuentos que se repitieron en distintas épocas, no es más que una forma de comprender la inevitable renovación de una reacción natural. Ahora, lo importante es cómo esta renovación se asume. Esta también es una historia en donde las personas han reconfigurado el concepto de la maldición y la han concebido como parte de sí mismos. Las inundaciones son tan propias y normalizadas como el agua que se mete dentro de las mujeres o las mujeres que aprendieron a ser las estigmatizadas. Atención a la lectura de género.
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