Existe un claro contraste entre las dos primeras secuencias de esta película. Transitar de una circunstancia violenta a un ritual de relajación como método para rehabilitar a un grupo de menores aislados de la sociedad, ya predice una iniciativa asociada a un criterio utópico. La jauría (2022), ópera prima del colombiano Andrés Ramírez Pulido, nos cuenta la historia de Eliú (Jhojan Estiven Jimenez), uno de los reclusos de una cárcel juvenil experimental que a primera vista manifiesta una serie de negligencias ejecutadas por sus promotores. Al igual que muchos dramas carcelarios, el director hace un cuestionamiento a los protocolos penitenciarios a manera de llegar a alguno de los razonamientos de por qué la delincuencia se preserva en lugar de reducirse. La rutina de estos reclusos se divide pues entre la erradicación de una ira amasada por años y el castigo físico y mental que no hace más que alimentar el enojo y de paso suprimir lo aprendido en sus momentos de reformación. Es decir; estamos ante un sistema que ejecuta métodos contradictorios. Ahora, no deja de ser importante reconocer quién adiestra o agrede en este escenario y, adicionalmente, dónde se encuentra ese administrador o velador del recinto. Como todo órgano público, la desorganización es estructural.
Basta con identificar los precedentes del agente reformador de este ambiente penitenciario para confirmar lo inefectivo que ha venido siendo el intento por frenar la violencia. Y es que los orígenes de esta radican de algo muy complejo y arraigado a las personas que la expresan. No se trata de un factor de personalidad. El ánimo de agresividad y autodestrucción de esta generación de encarcelados es producto de un síntoma social. Analizar su procedencia es sentarse a contemplar las tradiciones venéreas de una comunidad que persuade a sus hijos a acudir a las drogas o al atropello físico como forma de escape. La jauría es el retrato de un grupo de muchachos que han sido contaminados por la rabia social y no hacen más que escapar de esta por medio de los caminos incorrectos o simplemente deciden abrirse paso a golpes de esa violencia que les tocó vivir desde el nido familiar. La historia de Eliú, por su parte, se convierte en un toque de fondo, el punto crítico arrastrado por esa rabia o ceguera ante tanto coraje de soportar el castigo. Lastimosamente, ese sufrimiento se renueva dentro del espacio de rehabilitación. Lo cierto es que Eliú parece indiferente ante la emulación del sufrimiento. Mientras que todo el grupo expresa abiertamente una disconformidad ante el sistema, él mira al vacío como aguardando a desaparecer.
Ramírez Pulido, a partir de su protagonista, expone un ejemplo en donde la rehabilitación es innecesaria. Luego de perpetrar un crimen, Eliú parece haber erradicado su rabia. Es como si no más sintiera resentimiento hacia los demás o ganas de destruirse. Quedan entonces dos caminos: consumirse ante la vigilancia de sus nuevos verdugos o replantear su identidad. Una vez más, la utopía resuena. Eso último resulta una posibilidad tan efímera como el mantra del gurú de esta cárcel o la resurrección de un muerto al que se le ha visto comiendo helado en un pueblo lejano. La jauría tiene momentos mágicos. Son instantes que de hecho son producto de la alucinación y nada tiene que ver como lo mágico-religioso, pero que de igual manera no dejan de tener un significado desde la mirada de quien lo fabrica o lo imagina. Eliú comienza a fabricar sus utopías, a ver cosas que ya no existen. ¿Es acaso la misma locura que heredaron tantos aventureros al introducirse en la profundidad de la selva, esa misma en donde se cobija el reclusorio de Eliú? Andrés Ramírez Pulido dispone más bien la alucinación como medio de curación. Lo utópico o imposible para su protagonista será equivalente a su mantra, una terapia que finalmente lo liberará de su vida anterior después de haber aniquilado toda la rabia que traía consigo.
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