Lo que más me gusta de Blonde es que manda al diablo todo el glamour, fantasías y parafernalia (predominantemente machistas) que rodean la imagen de Marilyn Monroe (Ana de Armas). A pesar de los varios desnudos que pueblan la cinta, no hay casi nada de la sensualidad que se atribuye a (y que algunos esperan de) la diva. Su ataque al star system de Hollywood es visceral y su visión del personaje está fuertemente sesgado hacia los golpes emocionales más duros, humillantes y terribles que sufrió (o debió sufrir) como ser humano. De hecho, hay apenas dos momentos de auténtica alegría y fugaz felicidad de la protagonista; y, por el contrario, abundan imágenes más bien incómodas cuando no violentas y hasta extravagantes, pero dentro de un enfoque artístico coherente y provocador.
Hay que aclarar, también, que este no es propiamente un biopic en el sentido tradicional, basado en una narrativa articulada de hechos y datos (que también los hay en “Blonde”, pero que son poco fieles a los hechos reales). Por tanto, se trata de una especie de biografía bastante ficcionada pero que intenta devolvernos una visión compleja y polémica de la “mítica” estrella hollywoodense. Su puesta en escena es muy estilizada y busca hacernos sentir lo mismo que sintió el ícono cinematográfico; siempre de acuerdo con el enfoque del director Andrew Dominik, compartido por Joyce Carol Oates, la octogenaria autora de la novela en la que está basado el filme. Ella ha respaldado complemente la película e incluso ha declarado que lo vivido por Monroe fue “mucho peor” que lo mostrado en la versión cinematográfica que comentamos.
Estamos ante un filme expresionista y críticamente radical. Expresionista, porque ofrece una visión altamente subjetiva (pero actoralmente fiel) del personaje y notablemente distorsionada tanto de su entorno como en su narrativa; al mismo tiempo, desarrolla un concepto audiovisual enfático, barroco y distante (en el sentido de que elude cualquier traza de exuberancia o sensualidad de su protagonista). Y de crítica radical, porque intenta llegar a la raíz del tema, tanto desde un punto de vista biográfico (infancia y salud mental), artístico (cuestionador del “mito” y el estereotipo sexual creado por el machismo) y cultural (efectos de la cultura de masas e incluso de los procesos de recepción de la protagonista por el público), para mostrarlos, explicarlos, desmitificarlos y cuestionarlos con un desbordado énfasis audiovisual.
Personaje bifronte
Al inicio, centrado en la infancia de la protagonista, la película muestra a la pequeña Norma Jeane Mortensen (Lily Fisher), rechazada brutalmente por su madre Gladys (Julianne Nicholson) y con padre ausente, aunque imaginado como una misteriosa figura de Hollywood. Esta fijación con el padre pareciera reflejarse en las sucesivas parejas que tuvo la actriz, a quienes –no por casualidad– los trataba cariñosamente como “daddy”. Luego, a partir de sus tempranos desnudos fotográficos, el director Andrew Dominik le inventa una relación triangular con los supuestos hijos de Charlie Chaplin / “Cass” (Xavier Samuel) y Edward G. Robinson / “Eddy” (Evan Williams), íconos del cine y del cine clásico estadounidense, respectivamente. En esta supuesta relación triangular Norma encuentra una sensación de libertad y verdadera camaradería, ya que comparte con ambos personajes –en tanto vástagos– el ser fruto (de una proyección) de un padre ausente y famoso; aunque, en su caso, desconocido.
Sin embargo, la situación cambia cuando vemos que estos personajes, de los que ella debió apartarse para hacer prosperar su carrera, se mantienen de manera casi invisible, metamorfoseados como un vínculo epistolar que conecta a la ausencia paterna con el desdoblamiento psicológico entre Norma Jeane y Marilyn; desdoblamiento que se escenifica y mantiene de manera virtuosa en la notable interpretación de Ana de Armas, sobre el que volveremos más adelante. Cass, el supuesto hijo de Chaplin, será ese hilo conductor –de ida y vuelta– entre la ausencia paterna y la contraposición entre Norma Jeane y Marilyn.
De esta forma, el planteamiento de Dominik se complejiza más hasta convertirse en una línea dramática creciente apoyada en el conflicto interno entre la joven traumatizada y ansiada de un hogar tradicional, y el ícono creado por ella misma y la industria cinematográfica: la “bomba sexy”. Más aún, la protagonista sufriría una especie de trastorno de doble personalidad. Así, luego de la audición para uno de sus primeros filmes (en el que escenifica la relación con su madre), uno de los evaluadores sentencia: “es como una enferma psiquiátrica”; mientras que, más adelante, tras una pataleta de la actriz en el estudio, su maquillador la disculpa con el director diciendo: “tú sabes que es una chica enferma”. Este quiebre psicológico profundo la irá minando gradualmente hasta su triste y solitario final.
Desmitificación
Con estos contenidos básicos, la narración avanzará de manera lineal y cronológica: infancia, juventud/relación triangular, inicio en al cine, matrimonio con el pelotero Joe DiMaggio (Bobby Cannavale), matrimonio con el dramaturgo Arthur Miller (Adrien Brody), presunta relación con J.F. Kennedy (Caspar Phillipson) y final; con un par de abortos (voluntario y accidental) intercalados y muy ocasionales insertos (fugaces vueltas al pasado) que remachan el esquema narrativo antes descrito.
Algunos de estos episodios son reales (es decir, biográficos) pero no se desarrollan –digamos– completa u homogéneamente, sino de manera fragmentaria y extractando aquellos aspectos que ilustran los contenidos arriba mencionados. Dicho más claramente, algunos dan la impresión de haber sido cercenados, narrativamente, a la bruta. Al mismo tiempo, ciertos episodios biográficamente más breves resultan sobredimensionados y otros, más amplios, recortados y con detalles relevantes omitidos. Lo dicho: no es propiamente un biopic.
A lo largo del desarrollo de esta estructura dramática, se produce una desmitificación del estereotipo de la rubia despampanante y seductora pero cabeza hueca. Así, vemos que la Norma (de niña) se resistirá a ingresar al orfanato; en la audición para su primera película evidenciará que ha leído a Dostoievski; más adelante, le recita un poema propio a DiMaggio; y cuando recibe una carta donde la comparan con una prostituta, Norma lo asocia con las opiniones de los críticos: “Marilyn es amada y odiada” y la descarta sin problemas, ya que –para ella– Marilyn es otra persona.
Como vemos, Norma es una persona leída, escribe, se siente en capacidad de cuestionar a la crítica y a la imagen creada en torno a Marilyn. Pero, sobre todo, demuestra desde pequeña tener autoconciencia y voluntad, y, posteriormente, una capacidad de agencia en torno a sus objetivos profesionales (estudiar arte dramático y hacer teatro en Nueva York –que cumplirá–) y personales (casarse, tener hijos, formar un hogar –que intentará–).
Pero la secuencia clave en este proceso de desmitificación es su encuentro con el dramaturgo Arthur Miller para una audición de una de sus obras, en la que ella se enfrenta a los prejuicios y estereotipos del escritor. Miller no cree que Marilyn sea apropiada ni pueda con el papel de Magda, un personaje de su obra. Sin embargo, ella se ganaría el aplauso de los asistentes con su interpretación y, ya en conversación privada con el escritor, le ofrecería ideas sobre Magda, incluyendo referencias a un personaje de “Las tres hermanas” de Chejov. Pero el punto decisivo es que –involuntariamente– le hace una observación sobre Magda que resultó reveladora no sobre el personaje en sí, sino sobre la persona real que el dramaturgo quiso retratar mediante ese personaje.
De esta forma, no solo mostró su notable talento actoral sino que también supo convertir una debilidad (psicológica) en una fortaleza profesional, evidenciando un don intuitivo producto de su experiencia como Norma con el desdoblamiento de personalidades, para crear un personaje a partir de una persona real; tal como ya se lo había reconocido Cass con respecto a Marilyn: “ella es como si te hubieras parido a ti misma”. Esta cualidad no solo convenció a Miller profesionalmente sino que lo llevó a convertirse en su nuevo esposo.
Este buen punto a favor de la actriz con Miller se volvería más adelante en su contrario, pues el dramaturgo luego convertiría a la propia Marilyn en el personaje de una de sus obras (como antes había hecho con Magda); en la cual ella descubrió inadvertidamente unos parlamentos que serían la semilla de su separación.
Mientras que en su rol como Marilyn, su otro yo, vemos que ella se resigna a acostarse con el jefe del estudio, su representante y hasta –supuestamente– con Kennedy (en realidad, la violan) para prosperar en el star system, aunque lo cuestione en silencio (ante DiMaggio) y finalmente lo haga amargamente; al mismo tiempo, impone sus condiciones económicas en comparación con las de su coprotagonista Jean Russell en un filme.
De esta manera, se muestra cómo Marilyn también sabía manejar su carrera, aunque fuera una víctima –como mujer– de un machismo generalizado en su entorno profesional y de una concepción patriarcal de familia, que ella compartía. En tal sentido, la película también desmitifica esta visión idealizada de la propia Norma Jeane sobre lo que era una familia, enfrentándola a la realidad de la violencia patriarcal (DiMaggio y su propuesta de “una vida mejor, sencilla, decente”) pero también a la propia Marilyn, que gradualmente sabotea esta aspiración.
Esto describe lo que será la evolución del conflicto interno de la protagonista. Conforme avanza la acción, el peso del éxito de Marilyn va hundiendo gradualmente a Norma Jeane, de tal forma que ella debe enfrentar obstáculos que la sobrepasan largamente y que marcan su evolución como personaje. Para empezar, y principalmente, se enfrenta a sí misma a partir de su enfermedad mental y, luego, al poder patriarcal de los estudios, los medios de comunicación, la opinión pública y el propio poder político, al más alto nivel (dominados todos por los estereotipos machistas).
Monólogo interior
La escritora Carla Sagástegui comentó acertadamente en su cuenta de Facebook que esta era una “película dura, muy dura… demasiado intensa… es un larguísimo monólogo interior” de la protagonista; y yo añadiría que es un monólogo explosivo que deviene en un delirio total, tanto de ella como por parte del director Andrew Dominik. Monólogo interior por el intimismo que le imprime Ana de Armas a su extraordinaria interpretación; pero también deriva externa, por el frenesí audiovisual impuesto por Dominik a los desvaríos crecientes de su personaje.
Para entenderlo, tenemos que pasar de la estructura dramática a los procesos de producción de sentido a través del lenguaje cinematográfico y la estructura audiovisual; ya que algunos de los grandes obstáculos que enfrentará la protagonista aparecerán solo como imágenes que van gradualmente rebasando y hasta suplantado a la acción dramática, junto a la imposición final de Marilyn sobre Norma.
La visión del realizador se apoya principalmente en la forma cómo estos contenidos son mostrados y articulados mediante los distintos componentes de imagen y sonido; que en esta obra son numerosos, variados y hasta estrambóticos. En esa línea, el resultado va más allá también de la desmitificación y avanza hacia la crítica radical y provocadora.
El barroquismo formal y la combinación de estilos que caracterizan a la cinta obedecen a la evolución de la enfermedad mental y sus consecuencias en la vida de la protagonista. Casi desde el comienzo –en que se combinan secuencias en blanco y negro con otras a color– encontraremos, crecientemente, paneos y zooms abruptos, encuadres y angulaciones de cámara inusuales, animaciones (de feto en el útero materno), travellings lentos y acelerados (y hasta atropellados: los menos), imágenes distorsionadas a la manera de espejos deformantes, uso de cámara lenta, tomas difuminadas, iluminación saturada o sobreexpuesta, filtros de color, texturas de imagen diferentes, combinación de locaciones en un mismo plano, desenfoques, entre otros mecanismos semánticos.
El principal de estos procedimientos es la combinación de imágenes a color con otras en blanco y negro, a lo largo de todo el filme. En la gran mayoría de casos, el blanco y negro es usado para el punto de vista o el desarrollo de los proyectos de Norma Jeane, mientras que el color es utilizado durante el predominio del punto de vista de Marilyn; y, conforme avanza la obra, el color también empieza a incorporar a Norma, pero en los momentos en que va siendo avasallada o “absorbida” por Marilyn. En ocasiones, en una misma secuencia se combinan ambos puntos de vista e incluso los propios insertos presentan esta mezcla; terminando esta combinación por constituir un fuerte soporte a la doble personalidad de la protagonista y al conflicto interno en el que ella discurre durante todo el filme. Esto no es un mero efecto técnico sino un elemento narrativo y significativo básico.
Un procedimiento parecido –aunque a pequeña escala– lo sigue Dominik al presentar a Arthur Miller. Lo hace con una fotografía en technicolor pero luego pasa al blanco y negro de una Norma que está cumpliendo su meta de hacer teatro en Nueva York como Marilyn. Sin embargo, también Miller participa de esta duplicidad fotográfica ya que él tiene en mente no solo a una Magda como personaje, sino a una Magda real de su propio pasado, de su esfera privada. Así, el color muestra a Miller como figura pública y dramaturgo, y el blanco y negro lo presenta en su intimidad, como persona, lo que se evidencia recién cuando Marilyn le hace notar un detalle (para Miller) revelador de la mujer en la que se inspiró para construir el personaje de su obra.
Delirio audiovisual
Sobre la base de esta combinación constante de planos de color, Dominik sobrepone el variado conjunto de procedimientos –digamos– poliestilísticos mencionados más arriba. No se trata de meros efectos técnicos sino de mecanismos audiovisuales para, a partir de lo narrativo, efectuar una inmersión en lo más profundo de la dolorosamente perturbada mente de la protagonista; y, por esta vía, hacernos sentir lo que ella sufrió durante su corto periplo vital, más allá de la exactitud biográfica.
En este punto cabe la comparación con “Elvis” de Baz Luhrmann, este sí un biopic algo extenso pero más convencional, en el que el avance rápido de la acción se ve reforzado por “clips” de edición (montaje) entre secuencias, destinados básicamente a mantener al público despierto y atento; pero incluso estos efectos técnicos cumplen –aunque limitadamente– alguna función narrativa, en tanto transiciones. A diferencia de Elvis, cuya debacle se expresa principalmente en términos musicales y principalmente de acción externa, en el caso de Marilyn este se muestra en ese torturado “monólogo” interno, el cual es exacerbado por la creación de sentido que más allá de lo puramente narrativo, proyectando los condicionantes externos sobre el drama interno de la protagonista.
En tal sentido, los síntomas del creciente deterioro mental de este ícono del cine hollywoodense se apoya, en gran medida, en el segundo componente audiovisual importante, las escenas visualmente distorsionadas, que representan distintas capas de sentido: los demonios internos de la Norma; la construcción de Marilyn, tanto por Norma como por su absorción por el star system; su conversión en sex symbol y, a causa de ello, la frustración de su visión patriarcal de familia; los abortos como el resultado y “castigo” por no poder “sentar cabeza” y tener tal modelo de hogar; el seguimiento mediático de los paparazzi; la presión del público (principalmente a través del deseo masculino); su adicción al alcohol y los somníferos; su virtual conversión –mediante abusos padecidos como precio para el acceso a la industria cinematográfica– en prostituta al servicio del poder político; y, como suma y consecuencia de todo esto, su declive final.
Estas escenas van desde lo onírico (pesadillas) y el surrealismo hasta las estilizadas (o sea, con gran recargamiento formal), llegando –como veremos– al delirio y la extravagancia. De esta forma, se van sumando diversas capas de sentido que profundizan en el estado mental de la protagonista y su evolución; al mismo tiempo que apelan a las emociones del público.
Tales secuencias aparecen con cierto espaciamiento entre sí durante el avance de unos dos tercios del metraje, aproximadamente; mientras que en el tercio final (o quizás un poco más) ya solo tenemos un puro “delirio” audiovisual. Lo que se relaciona, desde el punto de vista narrativo, con la evolución del personaje: conforme va predominando Marilyn sobre Norma, el recargamiento formal aumenta hasta convertirse en casi totalmente dominante, en este gran bloque final de secuencias.
Así, el habitual crescendo dramático viene a ser sustituido por un crescendo puramente audiovisual que llegará al paroxismo. Y entenderemos también el porqué de una estructura dramática toscamente integrada por episodios inconexos, desde el punto de vista biográfico. Estos cortes abruptos –en términos biográficos y narrativos– son las grietas de un dilatado quiebre emocional de la protagonista; que se trasladan de lo dramático a lo audiovisual. Y en el cual, las verdaderas conexiones, así como las alzas y bajas –y hasta el clímax– propios del flujo dramático, se mostrarán en el plano de los componentes puramente audiovisuales.
Un ménage más bien frío
En el bloque se secuencias donde la protagonista se junta con Cass y Eddy se empiezan a desarrollar las líneas dramáticas básicas del filme, además del único momento en el que se mostrará a Marilyn en una relación sexual plenamente satisfactoria. Pero justo en esta secuencia, el trío se exhibirá mediante un efecto de alargamiento horizontal de los cuerpos, tipo espejo distorsionado, el que será luego empalmado en un mismo plano con las cataratas de Niagara, como referencia a la película del mismo nombre protagonizada por Monroe.
De esta forma, se difumina el acto físico y se genera un distanciamiento que mediatiza y “enfría” uno de los episodios de verdadera felicidad para la protagonista (el otro, también breve, ocurre luego de casarse con Miller). Lo cual es funcional para el elemento de ambigüedad que se incorpora a la relación cuando, pasadas las efusiones del encuentro tripartito, Cass le advierte: “no nos quieras mucho… [somos como] criar una cobra”, como luego se verá.
Hay también un elemento transgresor interesante en la asociación entre el mundo marginal de la pornografía y la relación triangular juvenil de Norma Jeane, el cual constituye una especie de puente con la condición de sex symbol de su contrapartida Marilyn; retando hasta cierto punto la moral puritana, pero aún tolerable en el mundo hollywoodense de la época. Este componente doblemente transgresor –fuera o no aceptable en su época–, para los fines prácticos, sumará y la hará más vulnerable, desde el punto de vista emocional; debido al desdoblamiento de personalidad que surgirá desde este bloque de secuencias.
Glamour = Sexualización + Cosificación
Siguiendo con la vulnerabilidad de la protagonista, la película muestra a Marilyn rodeada por el “ojo público”, a través de la presencia de la prensa y, especialmente, de los fotógrafos. Estas secuencias tienen claro predominio del blanco y negro, y, a diferencia de otras, mantienen una notable unidad estilística (además, resalta el gran trabajo de reconstrucción histórica realizado para esta cinta).
Inicialmente, se presenta a la protagonista en los momentos en que –luciendo algo desamparada– espera encontrarse con su supuesto padre mientras ingresaba por la alfombra roja al estreno de la cinta “Los caballeros las prefieren rubias”. Luego, en la recreación de la famosa escena de la rejilla del metro de Nueva York, en el filme “La comezón del séptimo año”, la vemos ‘envuelta’ por un paneo semicircular en cámara lenta y frente no solo a los fotógrafos sino a cerca de dos mil personas (la gran mayoría, varones).
Pero será más adelante –ya con la crisis de su matrimonio con Miller y sus crisis durante rodajes en los estudios– que tendremos su tercera gran aparición frente a la prensa, durante su llegada a la premier de “Una Eva y dos Adanes” (Some Like It Hot). Acá la cámara, tras una gran panorámica nocturna de Los Ángeles, muestra mediante un travelling lateral a una masa apiñada de fotógrafos, periodistas y fans gritando, junto a la cual –lateralmente– llega la limusina con Marilyn, escoltada por el productor Darryl F. Zanuck (David Warshofsky) y Miller. Y, luego de un picado vertical panorámico del ingreso de los tres, volvemos al travelling en cámara lenta pero ya de los periodistas y fotógrafos en la puerta, gesticulando y con sus bocas distorsionadas, como quijadas que caen lenta y grotescamente (solo falta que babeen).
En contraste con esta colección de rictus faciales deformes y espasmódicos –y como cierre de la secuencia–, se muestra a Marilyn por única vez en todo su glamour y mostrando su famosa sonrisa, aunque también fugazmente. En este punto podemos intuir que Marilyn ya ha fagocitado casi totalmente a Norma Jeane y, como personaje, está en la cumbre de su carrera; pero, como persona –y, a consecuencia de lo anterior– ha iniciado también su declive psicológico. La presencia asfixiante de los medios y de las expresiones desaforadas y masivas del deseo masculino (aunque siempre mediatizadas por el tratamiento estilizado de las imágenes) llega aquí a su exacerbación; y representa la contraparte social de la creación del sex symbol cinemático.
En estas secuencias vemos la construcción del ícono sexual no desde un punto de vista teórico sino mediante las puras imágenes normalizadas (para Marilyn y para muchos espectadores) del lente de los fotógrafos y la mirada libidinosa del público masculino (aunque, históricamente, ella gozó también de la simpatía del público femenino), escudriñados en cámara lenta, como en un análisis visual y frío de una masa de expresiones faciales que –así mostradas– terminan por vaciarlos de humanidad y revelar lo animal, lo instintivo y una agresividad apenas contenida.
En paralelo, en la tercera secuencia mencionada, vemos llegar en limusina a una Norma derrotada y luego bajar convertida en una Marilyn sonriente, triunfante, glamorosa, simbolizando la evolución el personaje; pero también convertida en un paradigma del objeto sexual. No en vano estas escenas ocurren a propósito de sus películas más “emblemáticas” en posicionarla como la rubia sexy, pero tonta e ignorante. Y esa visión falsa de la leyenda cinematográfica se devela mediante las quijadas caídas y bocas deformes de los periodistas; lo que me recordó inmediatamente un par de episodios personales.
El primero sucedió en Santo Domingo, hace ya muchos años, en una fiesta de carácter académico con la orquesta de Wilfrido Vargas, en la que en los previos se presentó otra banda femenina entonces famosa y quizás la más esperada: “Las chicas del can”. Musicalmente eran muy buenas, pero además –físicamente– eran espectaculares, altas y guapas. Demás está decir que todo el espectáculo rebasaba sensualidad a flor de piel; sobre todo cuando miraba a la chica de los bongós sacudir su espléndida cabellera de un lado al otro, al son de un ritmo frenético, incontenible. Yo miraba embobado, cuando, en un descuido, volteo hacia el público y me encuentro con una manada de hombres, todos con la quijada caída y los ojos inyectados y bien abiertos, mirando a las “chicas del can”; y eso me causó una impresión mucho mayor que el innegable atractivo de las artistas: descubrí qué tan profundo era el condicionamiento machista en el que estamos inmersos y cuan anclado estaba en lo puramente instintivo. Me sentí reveladoramente estúpido.
Recordé entonces un segundo episodio, ocurrido aún más años atrás, en mi adolescencia, cuando leí en “Luz de agosto”, la novela de William Faulkner, la primera descripción del deseo sexual masculino y grupal, rodeado de un calor insoportable y como expresión instintiva provocada por la vista de una muchacha en un entorno de miseria al sur de Estados Unidos. Sin embargo, esta notable descripción literaria de sexualidad masculina desbocada iba acompañada de una represión total por parte de la muchedumbre, dominada por el fundamentalismo religioso y la ignorancia (qué premonitoria resultó ser esta novela, con respecto al presente). Fue esta imagen la que revivió también cuando vi estas secuencias de “Blonde”, lo que sería una caricatura de lo mostrado por Faulkner en su novela, si no fuera porque la obra de este escritor es mucho más compleja como para limitarla a este aspecto.
En cierta forma, aquel episodio de la novela ilustraba –en cierta medida– el fundamento doblemente paradójico del sex symbol en el marco del cine hollywoodense de entonces: 1) la mujer mostrada como un objeto seductor (pero también pecaminoso: la femme fatale), y 2) disponible para el puro disfrute sexual del varón, disfrute implícito y no cuestionado, pero nunca mostrado explícitamente en pantalla debido a la represión moral religiosa y la censura (o autocensura) patriarcales. Este aspecto paradójico y complejo de la novela faulkneriana de comienzos del siglo XIX se repite en esta cinta del siglo XXI, aunque expuesto sin el morbo de la novela. Me permito estos recuerdos porque, así como la vida y una novela pueden apelarnos y retarnos en forma personal, esta película también lo hace y sobre el mismo asunto, como veremos pronto.
El inicio de este proceso de sexualización y cosificación en “Blonde” puede rastrearse desde la secuencia donde Norma Jeane tiene sexo con su pareja de amigos, lo que ella disfruta como una forma de realización personal. Y que concluye con un plano donde se observa –en un mismo plano– el acto sexual al borde de la cama combinado con la caída de aguas de las cataratas del Niagara (que se empalma luego con el afiche de la película del mismo nombre y que lanzaría –y encasillaría– a la joven Marilyn como “bomba sexy”). Este mecanismo de ruptura de la unidad de tiempo y lugar en un solo plano se ampliará y convertirá en un importante componente formal el bloque de secuencias en el que se culmina el proceso de cosificación de Marilyn como puro objeto sexual (o sea, prostituta), que examinaremos a continuación.
Un viaje hacia la provocación
Pero este bloque –que sigue al del estreno de “Una Eva y dos Adanes”– contiene además otros sentidos que se expresan por puros procedimientos audiovisuales. En tanto acción dramática, lo único que ocurre aquí es el traslado de ida y vuelta de Marilyn para un presunto encuentro sexual con el presidente Kennedy. Pero desde el punto de vista cinematográfico, la sensación es de una vorágine grotesca, incluyendo ironía amarga (en realidad, amarguísima), al mismo tiempo que notablemente compleja; y cuyo objetivo es reproducir las sensaciones de la protagonista (y poco más) y trasladarlas al espectador.
Podemos dividir este boque en tres secuencias entrelazadas mediante el citado procedimiento de la ruptura de la unidad de tiempo y lugar en un solo plano. En la primera –viaje de ida– vemos a Marilyn entre el teatro de la cinta arriba citada (donde es aplaudida) y el avión, donde bebe champaña y toma pastillas. Este ir y venir se realiza mediante paneos que ilustran el mareo y paranoia de la actriz en ambos espacios y tiempos, todo sazonado por efectos lumínicos. Aquí ocurre la desagradable escena en que ella va la baño y vomita directamente a la cámara (felizmente, en blanco y negro), lo que puede interpretarse como lo que ella siente por el público, no solo el del filme, sino también –y por interpósita persona: Dominik– lo que siente por nosotros mismos, los espectadores.
Este es un ataque directo al uso que hizo el cine de Hollywood (¿y la propia cinta que comentamos?), primero, de Norma Jaene y, luego, de Monroe hasta destruirla como ser humano en beneficio de los intereses comerciales de una industria de la cual la propia estrella fue (y es) parte. Y, por esa vía, pone en evidencia y cuestiona el proceso de recepción de la película por el público, en tanto receptáculo de una cultura de masas que convierte a la mujer (y, específicamente, al personaje protagonista) en un objeto sexual, no solo al interior del relato cinematográfico sino también de la recepción por parte del público de la propia película. Un guiño desagradable para quienes esperaban una visión acorde con el “mito” que esta cinta definitivamente cuestiona en forma radical a través de este y otros episodios deliberadamente provocadores.
La vorágine hacia el encuentro con Kennedy continúa durante un trayecto accidentado mediante travellings y cámara rápida, y en blanco y negro. Luego de una breve pausa vuelve el color y sucede el encuentro con el presidente estadounidense, quien está con su corsé puesto, semidesnudo en cama y vigilado por el servicio secreto. Marilyn intenta conversar con el mandatario, pero este no le hace el menor caso. Aquí ocurren hasta cuatro situaciones simultáneamente: 1) Kennedy habla por teléfono durante todo el tiempo (aparentemente con Edgar J. Hoover, el tenebroso jefe del FBI, quien lo regaña –e intenta chantajearlo por sus aventuras extra conyugales–); 2) de entrada obliga a Marilyn a masturbarlo y hacerle una felación, con indicaciones precisas, la que seguirá hasta el final de la escena; 3) en la televisión el gobernante ve una cinta de ciencia ficción en la que se levanta un cohete y luego platillos voladores se estrellan contra edificios, simbolizando grotescamente la erección y posterior eyaculación del mandatario; 4) pero simbolizando también la coyuntura política mundial: estamos en 1962, ad portas de la “crisis de los cohetes” entre Estados Unidos, Cuba y la por entonces URSS. Así, la “bomba sexy” relajaría a Kennedy de las tensiones provocadas por las bombas nucleares.
Esta delirante escena corre por cuenta del director Dominik y sería divertida si no fuera porque también se intensifica el hundimiento emocional y moral de la protagonista. Mientras la vemos en primerísimo primer plano, con la boca aparentemente ocupada por el miembro presidencial, ella se pregunta, en off: “¿Quién me trajo aquí? ¿Marilyn? ¿O es como ocurre en una película?”. Y entonces vemos ese plano brutal en la pantalla grande de un cine. Aquí ella –adicta a los calmantes y el alcohol– ya no entiende muy bien qué ocurre y confunde la realidad con la ficción (el cine); y, en medio de su desvarío (como Norma Jeane), comprende que es resultado de su conversión en Marilyn. Aquí Dominik asocia nuevamente el star system, respaldado por el poder político al más alto nivel, con el declive y posterior debacle de la actriz.
En la tercera secuencia de este bloque, continúa la vorágine (o sea, el delirio del director) y vemos cómo los agentes del servicio secreto se llevan a Marilyn prácticamente a rastras; ella vuelve a vomitar, esta vez a colores (toma muy breve, felizmente) y se produce una nueva transición, con Marilyn sentada en un inodoro, con el siguiente bloque de secuencias, ya en su casa. Toda esta parte exhibe un notable, a la vez que provocador virtuosismo cinematográfico, y constituye el pico mayor del enfoque expresionista del director.
Si bien la escena con Kennedy puede parecer caricaturesca (en parte lo es), desde un punto de vista histórico la mayoría de sus componentes son reales y coincidieron en el tiempo. De otro lado, la caricaturización grotesca y exagerada también puede ser otro componente de la estética expresionista.
Lo que no se ha demostrado fehacientemente es que haya ocurrido la relación entre Marilyn y el malogrado presidente estadounidense, aunque su biógrafo Robert Dallek apunta que “las numerosas llamadas telefónicas registradas en los diarios de la Casa Blanca de Monroe a Kennedy sugieren algo más que un conocimiento casual. Sea cual sea la verdad, Kennedy, obviamente, comprendía que los rumores de un asunto con una persona tan famosa, promiscua y problemática como Monroe no podían traer nada bueno para su presidencia” (Dallek, Robert, “J.F. Kennedy. una vida inacabada”, México y Barcelona: Océano, 2003; p.607). Para un enfoque crítico sobre el mandatario (y su biógrafo) se puede consultar: Hitchens, Christopher, “Amor, pobreza y guerra”, Barcelona: Debolsillo, 2011; pp.273-281. Y para los que quieran conocer más falsedades o inexactitudes en la cinta, pueden leer la reseña crítica de Sandro Mairata. O, si no, googlear.
Triste y solitario final
Otro factor provocador son las escenas surrealistas en las que se muestran los fetos, tanto asociados a las operaciones de aborto como al aborto ectópico, contiguos también con pesadillas de los maltratos que sufriera por parte de su madre; y, finalmente, el diálogo que sostiene Norma con el feto, el episodio quizás más extravagante de todo el filme. Recordemos que, anteriormente, hemos reseñado las fortalezas de la protagonista, tanto profesionales como lo relativo a su agencia y proyecto de formar un hogar. Esto responde no solo a una visión patriarcal por parte de Monroe sino también una pretensión originada por su lado puramente humano: la necesidad de lograr lo que sus padres no pudieron. De allí, su obsesión con el matrimonio y la procreación, que la conduce hasta el delirio y la culpa, expresadas en estas escenas de pesadilla, disparate y locura.
Cabe mencionar también que la obsesión con tener hijos y tener conversaciones inventadas o imaginadas al respecto con nonatos, es compatible o funcional con la faceta infantil del carácter de la protagonista. En este aspecto, la visión descabellada de Dominik crea estos episodios, distribuidos a lo largo de la cinta, para incrementar esa sensación de fantasía y, al mismo tiempo, de adentramiento a las profundidades de una psique enferma y atormentada. Este es, a mi juicio, el segundo componente más polémico y provocador de toda la cinta.
En lo que sigue, todavía encontraremos pesadillas y ardua labor de iluminación y fotografía (a cargo de Chayse Irvin), aunque en menor medida, con respecto a la vorágine anterior. La protagonista sigue cuesta abajo, padeciendo ansiedad y está algo paranoica, mientras se van cerrando las líneas dramáticas relativas al fracaso de sus intentos por procrear y a su padre desconocido; y ella se va consumiendo lentamente, hundida en alcohol y las pastillas. Las escenas finales son más sosegadas y convencionales, pero siempre sometidas al tratamiento audiovisual estilizado impuesto por Andrew Dominik, solo que de una manera más suave y, por momentos, hasta etérea; hasta el triste y solitario final.
El hilo conductor
Gran parte del esfuerzo creativo de esta puesta en escena recae en la labor actoral de Ana de Armas. El solo hecho de estar permanentemente ante cámaras durante casi tres horas y que no sintamos que la actriz portorriqueña se esté repitiendo es toda una proeza profesional. Pero lo que destaca sobre todo es su trabajo de mimetización con el papel protagonista, al punto que el espectador –muchas veces– siente o cree estar viendo a la mismísima Marilyn Monroe. Su caracterización resume los rasgos de su archiconocido personaje: timidez, dulzura, infantilismo, belleza, carisma, firmeza en sus objetivos y prioridades, desvaríos al no poder cumplirlos, ataques de pánico y estallidos emocionales, ansiedad, adicciones y depresión; todo en dosis justas y apropiadas a la situación dramática.
Por mi parte, mientras veía la interpretación de De Armas iba notando que había momentos en los que esa parecido se difuminaba e incluso –ocasionalmente– desparecía del todo. Lo que era obvio, pues entre personaje y actriz hay una diferencia física, siendo ambos muy bellas; diferencia que la citada actriz aprovecha para interpretar a Norma Jeane. Dicho de otra forma, Ana de Armas nos ofrece, todo el tiempo, una actuación basada en la doble personalidad de su personaje protagonista; casi imperceptiblemente, ella es una y la otra, intercalándose en tramos largos y otros fugaces, e incluso, en gestos y reacciones salpicadas casi milimétricamente, de acuerdo con las variadas situaciones y tratamientos audiovisuales que se acumulan en la cinta. Ya que, desde un punto de vista meramente actoral, una –Marilyn– era creación de la otra –Norma Jeane– y, ambas, creación de Ana de Armas.
En tal sentido, su labor ordena, sistematiza y justifica todos los otros elementos audiovisuales que componen la puesta en escena, empezando con el soporte del uso alternativo del color y el blanco y negro como forma de mostrar el problema mental de la protagonista. Paralelamente, los variados procedimientos cinematográficos que, en otras circunstancias, podrían constituir un pastiche de elementos desconexos, aquí aparecen ordenados y cargados de sentido gracias a la soberbia labor de De Armas; al mismo tiempo, su trabajo se sostiene y enriquece con el aporte de todo el despliegue de procedimientos audiovisuales –por cierto, interconectados a todo nivel– que constituyen una puesta en escena coherente, virtuosa y provocadora, en el buen sentido.
En conclusión, “Blonde” es una película desproporcionada y chocante, betetiana, de un expresionismo radical y desmitificadora de la figura de Marilyn Monroe. A pesar de sus omisiones y restricciones argumentales, ofrece una visión abarcadora de su personalidad y logros, pero también de sus demonios internos y su inadaptación final al sistema de Hollywood, con consecuencias catastróficas. No es una mirada condescendiente pero tampoco pretende mostrarla como lo que no fue, ni pudo ser. Película notable, amarga, poderosa y devastadora. Altamente recomendable.
RUBIA (BLONDE)
EEUU, 2022, 2hrs 47min
Dirección: Andrew Dominik
Interpretación: Ana de Armas (Norma Jeane Mortensen / Marilyn Monroe), Lily Fisher (Norma Jeane Mortensen niña), Adrien Brody (Arthur Miller), Bobby Cannavale (Joe DiMaggio), Julianne Nicholson (Gladys Pearl Baker, madre de Norma), Caspar Phillipson (John F. Kennedy), Toby Huss (Allan “Whitey” Snyder, maquillador de Marilyn), Sara Paxton (Miss Flynn), David Warshofsky (Darryl F. Zanuck, productor), Xavier Samuel (“Cass”, Charles Chaplin Jr.), Evan Williams (“Eddy”, Edward G. Robinson Jr.). Fotografía: Chayse Irvin. Montaje: Adam Robinson, Lennifer Lame. Guion: Andrew Dominik, basado en la novela del mismo nombre de Joyce Carol Oates. Música: Nick Cave y Warren Ellis.
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