En la gala de los Óscar de este 2022 ocurrió un hecho bochornoso para la historia del cine y con la venia de la mayor organización internacional dedicada a celebrarlo. Por supuesto que no me refiero a esa cachetada literal que al menos nos despertó de la profunda hipocresía que se suele inundar en estas ceremonias. Me refiero a esa otra cachetada que fue la introducción a la Mejor Película Animada en la que, en menos de un minuto, tres actrices redujeron al género cinematográfico con mayor potencial creativo, narrativo e ideológico a una burda categoría de distracción infantil. Con el Óscar que recayó en Encanto por encima del híbrido exuberante, conmovedor y decididamente maduro que es Flee se pudo confirmar amargamente que la mayoría de la Academia avala ese concepto de la animación más propio de padres influencers. Un concepto lamentablemente coherente con la indiferencia histórica de esta organización hacia todo lo que no provenga del oligopolio del ratón. De allí que el mayor reconocimiento para la primera y maravillosa incursión en la animación del ya oscarizado Guillermo del Toro -en codirección con el animador Matthew Robbins– no sería tanto su premiación como su omisión absoluta en dicha categoría.
Al igual que Flee y otras cintas meramente nominadas por la Academia como Chico y Rita (2010), El cuento de la princesa Kaguya (2013) o Perdí mi cuerpo (2019), la del mexicano desafía el absurdo prejuicio de que la animación es exclusivamente infantil y por ende inferior a la ficción de carne y hueso. Que lo haga mediante una figura infantil reconocida universalmente y ligada estrechamente a la corporación Disney desde su apropiación en 1940 es toda una declaración de intenciones. Tampoco se trata de una enésima adaptación del cuento de Carlo Collodi que puede confundirse con homónimos de toda índole, desde el fastuoso de Mateo Garrone hasta el mediocre de Robert Zemeckis. Según el propio mexicano, la suya concluye su trilogía conformada por El espinazo del diablo (2001) y El laberinto del fauno (2006), ficciones inequívocamente adultas sobre la guerra y la dictadura españolas pero que igualmente están centradas en niños y se nutren del género fantástico. También es la primera que se apoya enteramente en el uso de marionetas y de la animación cuadro por cuadro, y la primera que lleva el relato original hacia el turbio contexto histórico del fascismo italiano. Como bien se afirma en el tráiler, esta no es la historia que pueden creer que es.
La premisa sí que permanece intacta: un carpintero anciano crea una marioneta de madera como si fuera su propio hijo, un ente fantástico le otorga vida, y un grillo es asignado como la voz de su conciencia. Lo demás corresponde a la creatividad de Del Toro y Matthew Robbins, la dupla que previamente concibió los guiones de Mimic (1997) y La cumbre escarlata (2015). Desde el prólogo se perciben las mayores variaciones culturales y estilísticas de este Pinocho: el contexto histórico italiano de la primera mitad del siglo XX, y el tratamiento tétrico y estremecedor característico del director mexicano. Los aviones de guerra, el Cristo crucificado y la primera tragedia parecen vislumbrar un drama neorrealista más que para un musical fantástico. Esto último se recupera a través de la variante jocosa y melodiosa de Sebastián J. Grillo, interpretado por un radiante Ewan McGregor que parece recién salido de Moulin Rouge (2001), y de la lograda personificación de una infancia ingenua, desenfrenada y risueña que es el Pinocho de Gregory Mann. Estos dos harán de contrapeso cómico y emotivo a la frialdad y hostilidad que encabezan el Conde Volpe y el oficial fascista Podesta (acertados Christoph Waltz y Ron Perlman, respectivamente). La último notable divergencia narrativa radica en la reinterpretación del hada azul y la introducción de la muerte (quizás el mayor signo de mexicanidad en la cinta) como seres mitológicos cuyas voces corresponden a la multifacética Tilda Swinton.
El aspecto rústico y hasta tétrico de este Pinocho errático y exhibicionista, que tiene más de Jack Skellington que de su contraparte de Disney, no solo responde al tratamiento sombrío de la película sino también al del universo peculiarmente perverso del autor mexicano. Su figura lánguida y textura áspera lo pueden confundir como un espantapájaros de pesadilla, especialmente cuando retuerce sus extremidades al presentarse ante su creador y padre. Su espíritu benigno lo hermana con las otras criaturas protagónicas de del Toro como el fauno de El laberinto… o el hombre anfibio de La forma del agua (2017), pasando por su memorable adaptación entre infantil y belicosa de Hellboy (2004 y 2008). La voz angelical de Gregory Mann puede hacer temer que su Pinocho sea tan irritante y predecible como sus predecesores, pero afortunadamente el guion lo termina de dibujar como un ejemplar tan enigmático y humano como el que terminó de pulir Spielberg para A. I. Inteligencia Artificial (2001). Prueba de ello es “Ciao Papa”, la canción original coescrita por el propio Del Toro que habla de una devoción filial inequívocamente adulta, tanto por su elección de palabras como por su perspectiva implícita del hijo que se despide de un padre al que promete recordar por siempre. Demás está decir que su correspondiente montaje musical tiene la descarga emotiva suficiente para derribar hasta al niño más longevo y cínico del mundo.
Algunos han cuestionado que una película de animación, hablada en inglés, adaptada de un texto sobradamente conocido y enmarcada en la Italia de Mussolini se encargue de cerrar una trilogía conformada por ficciones de carne y hueso, habladas en castellano, basadas en historias originales y enmarcadas en la España franquista. Lo cierto es que este Pinocho anglosajón comparte con sus predecesoras hispanas mucho más que una figura infantil enfrentada con un entorno fascista. Aparte de los elementos fantásticos marginales como el inframundo, o el terror asociado a acciones humanas como los bombardeos aéreos, Del Toro mantiene la crítica hacia la Iglesia Católica y a sus seguidores como blanqueadores del fascismo. Esta crítica incluye la inocente pero poderosa comparación del desprecio de la gente hacia Pinocho y su devoción hacia un inerte Cristo crucificado de madera, que a su vez representa uno de los mejores momentos de la película. Un común denominador más contundente entre las tres cintas es la forma como ciertos personajes adultos deplorables sostienen el totalitarismo militar, ya sea por conveniencia como el Conde Volpe, o por identificarse con su fundamentalismo como Podesta. Que la crueldad de estos personajes animados resulte tan repulsiva como las de Jacinto en El espinazo… y del capitán Vidal en El laberinto… corrobora la autoría inequívoca de Del Toro y enaltece la decisión de los productores de no censurar este componente narrativo solo por tratarse de una cinta animada.
La secuencia que afianza la conexión cultural de este Pinocho con sus predecesoras es aquella en la que el protagonista actúa para al mismísimo “Duce” en lo que debería ser un despliegue de patriotismo cursi concebido por Volpe pero que el protagonista decide convertir en la parodia más delirante y ofensiva que haya visto el líder fascista. La pasión de la marioneta y la puesta en escena del espectáculo, además de la tensa mirada de Mussolini y sus secuaces en la audiencia, claramente evocan el clímax de ¡Ay, Carmela! (1987), la obra teatral de José Sanchis Sinisterra ambientada en la misma guerra civil española de El espinazo y El laberinto. En la adaptación cinematográfica de 1990 de Carlos Saura, la Carmela encarnada por Carmen Maura se dispone de igual forma a trasgredir el libreto complaciente de un militar italiano y así reivindicar la dignidad de los republicanos en un espectáculo presenciado por Franco y una audiencia trifachita de alemanes, españoles e italianos. En ambos casos los artistas lo pagan muy caro, pero ahí donde concluye la historia de Carmela, Pinocho es capaz de continuar con la suya y perseguir el sueño de la española de ver un futuro sin guerra y en familia. En ese sentido, sin negar la inevitabilidad de la muerte, el final de la cinta animada representa un afortunado revés respecto al de la obra de Sinisterra y también a los de las primeras entregas de la trilogía.
Resulta paradójico que este Pinocho se haya estrenado el mismo año en el que Italia sufrió un lapsus de memoria al ser engatusada por la nueva variante fascista en sus elecciones generales. Pese a estar motivada por la misma vena antifascista de sus predecesoras españolas, la cinta difícilmente habría evitado el ascenso de Giorgia Meloni de haberse lanzado meses antes. En primer lugar porque el fascismo de Mussolini es hoy más fácil de identificar y de criticar que el populismo libertario con el que se ha reinventado la extrema derecha global. No sorprende pues que el propio “Duce” sea mofado sin mayor esfuerzo, y que sus consignas de obediencia pasiva que figuran en los edificios de la película resulten ridículas. En segundo lugar porque el pensamiento fascista, encarnado por el oficial Podesta, no es explorado con la profundidad de El espinazo y El laberinto. Aunque este personaje es comparable a los oficiales nazis más impasibles del cine, en especial por la cruda relación con su hijo, su historia es más reducida que la de Volpe y termina siendo opacada por la de la ballena del cuento original. Finalmente porque, al invertir ingeniosamente la moraleja del cuento original, Del Toro no explora los peligros que su Pinocho podría enfrentar por abusar del libre albedrío. Tampoco hace falta reprocharle este pendiente a un mexicano que ya contribuyó suficiente al cine sobre el fascismo europeo.
Que Del Toro haya convertido una película de animación en una nueva lección de historia europea y universal corroboran no solo su condición de genio cinematográfico sino también el potencial infinito de un género paradójicamente desprestigiado por los herederos corporativos del visionario Walt Disney. Las minuciosas y asombrosas marionetas y decorados construidos por la mítica compañía de Jim Henson le han servido al mexicano como herramientas de lujo para representar su adaptación más ambiciosa desde El callejón de las almas perdidas (2021). Es difícil destacar alguno de tantos planos efervescentes pero los que corresponden al bombardeo al cuartel fascista y a la boca de la ballena deben estar entre los mejores. El esplendor de la partitura de Alexandre Desplat, sumado al prodigioso talento vocal que incluye a una inesperada Cate Blanchet como el mono Spazzatura [N.E.: «basura» en italiano], complementa el lienzo audiovisual de un nuevo clásico que debería rebasar sobradamente las expectativas del espectador promedio de Netflix. También debería rebasar las expectativas de los miopes miembros de la Academia de Hollywood, pero esto no será determinante para poder apreciar su legado. Quien sea capaz de identificar en este Pinocho la esencia del séptimo arte puede darse por bendecido en un mundo en el que muchos tristemente asumirán que es un solo un divertimento para niños.
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